VI. La pita
Quedaron apagados los sonidos de la música entre la confusión y la batahola.
Todo el mundo gritaba:
—¡La pita!
—¡La pita!
Una muchedumbre astrosa, formada por mujeres con los vestidos sucios y rotos, hasta el puntó de que las faldas parecían esas colgaduras japonesas hechas de flecos; hombres, con los trajes tan desgarrados, que dejaban ver la carne; chiquillos negros, embarrizados, desgreñados, con las cabezas costrosas de los rifeños, invadían el Real de la Feria silbando, pitando, lanzando chillidos agudos, para producir aquel estruendo, aquel jabardillo infernal.
Las jóvenes que paseaban corrieron asustadas a buscar a sus madres, sintiéndose poco seguras cerca de los pollitos que las acompañaban, los cuales eran los primeros en correr como ellas.
Todas las señoras trataban de escapar del paseo, de refugiarse en alguna parte, en un café o en un portal, o bien de ganar las calles apartadas y silenciosas.
Avanzaban los de la pita, como ciegos que no ven los obstáculos, tropezando con la gente, dando encontronazos que hacían bambolearse al que los recibía.
De pronto formaban corro en torno de algunos paseantes, y los aturdían con pitazos y gritos en los mismos oídos. Era un espectáculo como el de la Befana en Roma, pero sin su carácter de diversión inocente.
Aquellas pitas eran un arma inventada por los políticos de oposición, que las organizaban como una protesta contra los gobernantes.
La política lo invadía allí todo y se convertía en una pasión innoble, baja, con cuanto tiene de ambicioso y abyecto.
No trataba allí la política de desarrollar mi programa de ideas, ni de llevara cabo ninguna obro interesante. Era sólo una lucha de hombres que deseaban dominar, y para lograrlo toleraban todos los abusos y todos los desafueros de sus partidarios.
Los políticos se dividían en tres clases: caciques, parásitos y matones. Los diputados y senadores forasteros, a los que se ofrecía la jefatura de los partidos, no eran más que pobres ilusos, que caían en aquel avispero para ser el juguete de los unos y el blanco de los odios de los otros.
Apasionaba la política con esa pasión ardiente e impetuosa que se advierte en los concurrentes a las plazas de toros, Allí no se razonaba, querían imponerse por la fuerza; no se hablaba más que de tiros, puñaladas, palizas, que si se hubieran dado con la prodigalidad con que se ofrecían, hubieran acabado ya con todos los políticos.
La hoguera encendida tenía de pronto intensas llamaradas de incendio, momentos en que se agudizaba, y entonces brotaban, al lado de la prensa seria, como flores mal olientes, los periódicos de infamia y de bandería.
Se insultaban unos a otros, sin respetar la vida privada, para lanzarse las injurias más rufianescas.
Aquellos periódicos estaban dirigidos por los matones, que paseaban por la ciudad, apoyados en grandes garrotes de cayada, y se paraban a mirar con fachenda a todos los afiliados al partido contrario con quienes topaban.
En cada esquina estaban los matones de los dos bandos, dispuestos siempre a agredirse, aunque rara vez llegaban a las manos.
Los gobernadores se desesperaban para dirigir aquella ínsula levantisca, tozuda, sin idea de moral cívica y sin más ley que la fuerza.
Se daba el caso de combatir las mejoras que habían de beneficiar a la ciudad por anteponer a todo interés las cuestiones personales. Allí no significaban les revueltas contra los gobernantes la justicia de un pueblo, sino la inmoralidad de un pueblo.
Hacía una temporada que la lucha era más enconada. Silbaban al cacique y al gobernador en todas partes donde aparecían: en la calle, en el teatro, y a veces delante de sus casas.
Entre el populacho astroso, que no hacía más que silbar y alborotar, estaban los ternejales de la Vega, de Dalias, de Cuevas y de Berja, bien armados y dispuestos a comerse los niños crudos, en la confianza de que, con la influencia de sus valedores, habían de salir bien de todos los malos fregados en que se metieran.
Había cundido la noticia del cambio de gobernador, y envalentonados con el triunfo, sus adversarios venían a despedirlo de aquel modo estruendoso y grosero. Bastaría la resistencia de cualquiera de los adictos para que los pitidos se trocasen en tiros.
Las mujeres corrían, chillaban, derribaban sillas y mesas. Si alguna persona caía, en lugar de ayudarle a levantar, pasaban por cima de ella.
Ante el peligro, Dolores sintió revivir en su corazón el cariño que había profesado a Antonio. Demasiado distinguida para descomponerse y gritar, pero llena de miedo, trataba de escaparse del paseo, al mismo tiempo que buscaba a su marido entre los grupos.
En un extremo vio a César Lope rodeado de una turba de bigardos, que soplaban con los pitos y lo aturdían, dando cabriolas en torno suyo, azuzados por uno de los directores del motín.
—Tengan la bondad de dejarme —decía él sin perder su prosopopeya—, yo soy adiáfora en estos asuntos y no es justo que me compliquen sin motivo.
Dolores hacía esfuerzos para llegar hasta él, separando con decisión a los truhanes que le estorbaban el paso. El prestigio de la Señorita se impuso, y después de resistirse unos momentos, el grupo abandonó al periodista y corrió a rodear a un desdichado concejal, que acertó a cruzar resguardándose en las casetas.
—¿Dónde está Antonio? —preguntó Dolores, ansiosa, cogiendo a César por un brazo.
Él trataba de arreglar lo descompuesto de su traje y de quitar las abolladuras a su sombrero.
—Perdóneme, señora —repuso—; tengo en este momento una extraordinaria adinamia que me impide coordinar las ideas.
—¿Pero dónde ha dejado usted a Antonio?
—No sé… estábamos a la entrada del Casino… nos separó la canalla… Si no llega usted tan a tiempo, hubiera dado una severa lección a esos mentecatos… Pero está usted mal aquí… Permítame que la acompañe a su morada.
—No… yo quiero reunirme con mi familia y buscar a Antonio.
—Eso no es agible en estos momentos.
La joven divisó un coche parado cerca de unos tendejos que terminaban el paseo y notó que la mirada de César se dirigía, inquieta, en aquella dirección, mientras pretendía conduciría por el lado opuesto, que era el lugar donde continuaba la trifulca.
Se dirigió hacía allí con decisión, sin atender las palabras del periodista.
—Señora, se lo ruego rendidamente, se lo imploro, deténgase.
Ella continuó sin hacer caso. Lo sentía caminar en pos suyo, con los brazos levantados, haciendo desesperadas señas a las gentes del coche, que al verlo acercarse prorrumpieron en carcajadas.
—¡Sube!
—¿Saliste con vida?
—Cosa mala nunca muere.
—Anda listo.
Eran dos mujeres, dos mujeres de grandes descotes, con las cabelleras enfloradas y los semblantes alegres y acanallados, que tenían casi oculto a Antonio entre sus faldas claras.
Al ver a Dolores todos se quedaron desconcertados, y el pobre César Lope exclamó con su acostumbrada ampulosidad:
—¡Tableau! ¡La debacle!
Antonio se quedó un momento estupefacto; pero luego, rehaciéndose, saltó al suelo, rechazó a la mujer que se le agarraba al brazo, y le preguntó a Dolores:
—¿Qué haces tú aquí?
Ella no respondió nada. Tenía ganas de llorar; pero su dignidad le impedía demostrar emoción, avergonzada, confundida de hallarse en aquella situación ante las dos mozuelas.
—¡Ay, qué gracia! —chilló una—. ¡Es su mujer, que viene a recogerlo como si fuera un niño de la escuela!
Pero César se había subido al coche ya y ordenó:
—Auriga, arrea.
El cochero se dio cuenta de la situación y fustigó los caballos, que partieron al trote.
Los dos esposos quedaron solos, y sin decirse nada, por un acuerdo tácito, empezaron a andar en dirección a su casa, buscando con rodeos las calles más apartadas.
Dolores experimentaba una extraña mezcla de ira y de dolor. Se arrepentía del momento de ingenuidad que le había hecho ocuparse tan afanosamente de su marido.
Ella disculpaba siempre en el fondo de su espíritu a Antonio, creyendo que eran las costumbres, la educación y el ambiente, los que le influían para ser brusco y desagradable; pero se creía amada a la manera que él podía amar. Creía no tener más rival que la pasión política. Jamás se le había ocurrido la idea de que la engañase con otra mujer.
Se le revelaba así, de pronto, toda la verdad. Veía a su marido olvidado de ella, envuelto en la crápula, entre mujerzuelas, ¿y en qué momentos? En los instantes de peligro, en los que ella sentía renacer su cariño y lo buscaba inquieta y ansiosa. Él no se había acordado de Dolores para nada. Sabía que estaba entre la turba, expuesta a las promiscuidades y los peligros, y no se había preocupado de buscarla.
Ante aquel desengaño, que la hería tan vivamente, Dolores sentía una gran vergüenza de haberlo sorprendido, de haberse visto frente a frente de aquellas mujeres. Se sentía humillada como si fuese ella la culpable.
Al cabo de unos minutos su marido la cogió familiarmente del brazo. Sintió un rehílo en la médula, como si hubiese sufrido una quemadura en carne viva. Sus nervios la sacudieron en una profunda repugnancia y separó bruscamente la mano de Antonio, diciéndole con un tono resuelto y enérgico.
—¡No!
Pareció él un poco sorprendido, pero insistió sin darle importancia.
—¿Te has ofendido? Te atufas por cualquier cosa.
Ella lo rechazó de nuevo.
—¡Déjame!
Entonces él habló con tono frívolo: no tenía Dolores motivo para ponerse así. Aunque fuera cierto que iba un rato de francachela, aquello no tenía importancia, lo hacían todos sin dejar por eso de querer a sus esposas. ¡Cosas de hombres!
Dolores sentía asco de oírle hablar así; no entendía tanto cinismo.
—¡Cállate! —le ordenó.
Entonces él, algo inquieto ante lo sostenido de su actitud, siguió en el empeño de convencerla.
Ni siquiera se trataba de eso. Eran sólo unas amigas de César Lope. Era César Lope el que iba con ellas y le hizo refugiarse en su coche al ver que él como amigo del gobernador dimitido, corría peligro entre las masas.
Dolores no le contestaba. Así llegaron a su casa. Hizo un esfuerzo, no quería que las criadas se dieran cuenta de lo que sucedía, y se dirigió a su alcoba. Antonio la siguió.
—Vamos… no continúes enfadada… Ven.
La estrechaba entre sus brazos, intentando besarla. Ella percibía un olor a vino y a licores mezclados, retestinados, con ese fato nauseabundo de zurrapas que hay en la bebida descompuesta en el estómago y combinada con el olor del tabaco y del aliento.
Aquella peste, que siempre le había repugnado, le era en aquel momento irresistible.
Se debatió rabiosa, queriendo escapar de su caricia: se revolvía, se retorcía, se convulsionaba como una epiléptica; hasta que, desesperada de su impotencia, comenzó a pellizcarle en los brazos, a morderle las manos, a defenderse a puntapiés.
Él dio un salto, la miró furioso, alzó la mano y la dejó caer sobre el rostro de su esposa. Ella dio un grito y se dejó caer contra el lecho llorando.
Antonio dudó un momento, y luego volvió a aproximarse a ella, con el deseo voluptuoso de gozar las lágrimas que había hecho derramar en el espasmo nervioso de la reconciliación; pero Dolores se ovilló y reunió toda la fuerza que le quedaba para rechazarlo, gritándole:
—¡Vete, vete!
Entonces él volvió a revestirse de su cinismo y, encogiéndose de hombros, exclamó:
—Está bien… corno quieras… ¡Tú me llamarás!…
Se dirigió lentamente hada la puerta y salió.
Dolores se alzó con un impulso de correr detrás de él, de llamarlo, de detenerlo, con un último resto de recuerdos y de amor que la inclinaban a perdonarlo.
Cuando le oyó cerrar la puerta de la calle sintió que la envolvía una ola de amargura. Le parecía que para ella se había acabado toda felicidad, que quedaba como flotando en un vacío inmenso.
Corrió al balcón. Antonio seguía apresuradamente su camino. Iba a llamarlo, cuando divisó a lo lejos, casi escondido detrás de la esquina, su coche.
Permaneció oculta entre las cortinas corridas y oyó el arrancar del carruaje entre un eco de risas y cantares. La risa forzada y ruidosa de las mujeres que siempre ríen y la monotonía monorítmica del canto forzado de los juerguistas.
Todos reposaban en la casa, sin inquietarse por la vuelta de Antonio. Él llevaba un llavín y ni ella misma solía esperarlo ya.
Recordaba los días amargos en que consumía sus noches en largas esperas, contando los minutos, forjándose, para su tormento, mil fantasmas de peligros y de celos. Pasaba las noches sin desnudarse, tendida en una mecedora colocada en el balcón de la casita situada junto al lecho de la rambla, y que le ofrecía tan amplio panorama. A la izquierda las palmeras y los cañaverales de la vega; a la derecha la ciudad; al frente la extensión del Mediterráneo, que se confundía allá a lo lejos con el horizonte azul.
Quizás aquellas noches y aquel paisaje, demasiado serio y fuerte, habían dormido lentamente en su alma el amor, sorbiéndolo gota a gota, sin dejar huellas, como el arenal reseco sorbe el agua.
El amor había sido reemplazado por la melancolía del espíritu solitario, desengañado; pero no sentía aquel arranque de dolor apasionado que la quemaba, la retorcía, la hacía vibrar y vivir. Estaba muerta para la pasión, envuelta en la blandura de la noche andaluza.
Poco a poco se habían ido apagando los ruidos y las luces, la ciudad se hundía en la sombra. De vez en cuando el paso de una alegre jácara rompía el silencio con sus cantos y el rasgueo de las guitarras. Una copla de flamenco tirao volaba como una saeta. Era como una flor de luz perdida en la sombra, que iba a morir a sus pies.
En ocasiones cruzaban transeúntes soles y silenciosos, que dejaban oír esa sonoridad hueca y extraña que toman los pasos sobre las losas de las aceras en las calles desiertas durante la noche.
Entre aquellos pasos distinguía Dolores siempre unos pasos amigos, unos pasos, de enamorado. Alguien pasaba todas las noches a la misma hora. No se paraba, pero cambiaba el ruido y el ritmo. Se hacía lento, como si quisiera prolongar el momento de pasar frente a su balcón. Ella no miraba jamás, casi se indignaba de la persistencia. Debía ser algún vecino bastante molesto. Pero aquella noche, frente a la traición de su marido, sintió un consuelo al pensar en que alguien la amaba secretamente. Le pareció no estar tan sola, con el amor de aquel desconocido.
Luego comenzó el amanecer.
El remusgo del mar fue apagando el calor de la tierra y el rosicler de la aurora hizo caminar las sombras amontonándolas hacia Poniente.
Apareció un paisaje de estampa bíblica. La población, con sus edificios blancos, bajos, de terrados planos y chatos. El desierto de la rambla con las arenas siena, como una cinta que serpenteaba hasta enlazarse al mar. Sólo tres grupos de palmeras, aisladas, cortaban la monotonía del panorama con sus grandes ramas tendidas e inmóviles.
En aquellos momentos Dolores sentía el encanto de la ciudad, experimentaba ternura por ella. Comprendía que hubiera podido ser feliz allí si la gente hubiese rimado con el paisaje; pero se sentía sola, peor que sola, rodeada de personas que le eran hostiles.
Ahora estaba más a merced de todas las insidias entre esas gentes, que en lugar de compadecerla por su desengaño y de comprender su dignidad, se volverían contra ella censurándola como una mujer soberbia y caprichosa, una esposa rebelde, una inadaptada.
Eran aquellas las únicas horas de reposo, cuando gozaba el ensoñarramiento languídescente que la enervaba. La campana de la Vela, que tendía su bendición por la ciudad desde su alta torre, desde la Alcazaba morisca, arrullaba la paz que la envolvía, tocando sólo en las altas horas de la noche. Era el sonido amigo que parecía velar con ella en la soledad.
La Naturaleza despertaba antes que la ciudad.
Aun tardarían en pasar los rebaños de cabras, con el rumor de taconeo que ponían las pezuñas en las losas y el alegre repique de campanillas y cencerros de sus collares, que anunciaban el viático de su leche.
Dolores las había visto muchas veces ir de puerta en puerta para ser ordeñadas a la vista de los compradores. Ellas despertaban a las mujeres madrugadoras, que abrían las puertas para comprar la leche.
Le gustaba ver cuando el pastor colocaba la vasija y la medida de hoja de lata detrás del animal, y después de mojarse los dedos en saliva, los pasaba por el pezón de goma de los grandes biberones colgantes y enchidos.
Brotaba la leche, blanca y espumosa, en mil chorrillos, con rumor de agua cristalina, y el animal parecía sentir un alivio al verse aligerado de su carga.
El ruido de los cerrojos de la puerta de una casa vecina le hizo sacudir el letargo que la invadía.
—Es Juanita.
Tenía miedo de Juanita, de la vecina solterona, devota, que iba de casa en casa manipulando en todo, contando todas las novedades con una verba inagotable, esparciendo todas las murmuraciones: gacetilla viva y temible.
Se retiró con presteza, cerró suavemente las maderas, sin tener tiempo de retirar del balcón la mecedora de lona.
Sospechaba que Juanita sabía ya la falacia de su marido. Recordaba las palabras con que le había dado a entender su desconfianza de César, pero no quería que tuviese la certeza y el placer de su sufrimiento.
Por entre los visillos, mientras sujetaba las maderas con su cuerpo, por miedo de que crujiesen o se abrieran, vio a la solterona, envuelta en su gran manto, con el rosario liado a la muñeca y el libro de misa en la mano, ir hasta el parapeto de la rambla y lanzar una mirada escrutadora a todas las casas, hasta detenerla en su balcón como si husmease allí algo.
Entonces sintió con más viveza, no los celos, sino el dolor del ultraje que su marido le infería; la herida en su amor propio; algo como vergüenza al sentirse interiorizada por su abandono: como un vago deseo de represalias.
Deseaba ocultar que su marido pasaba las noches fuera de casa o a lo menos que los criados creyesen que ella lo ignoraba.
Se dirigió a su alcoba. Se desnudó rápidamente, se acostó y se taperujó, para fingir luego ante la doncella un despertar de mujer confiada y satisfecha.