II. Las cuñás
La comida era aquella noche más triste que de costumbre. Antonio estaba inquieto, apenas había reparado en su mujer ni cambiado unas palabras con ella. Tenía a su lado todos los periódicos de Madrid y de la provincia y se enfrascaba en su lectura. De vez en cuando extendía la mano y palpaba el plato de las aceitunas o de los rabanetes para echárselos a la boca sin darse cuenta de lo que comía.
Dolores lo observaba con tristeza. Estaba pálido, con el halo de los ojos rojizo, hundido, y ese aspecto de cansancio de los hombres viciosos después de las francachelas.
—Se va a enfriar la comida —insinuó ella al fin.
Antonio dejó el periódico y preguntó con mal humor:
—¿Te molesto?
—No es eso…
—Sí… lo sé… Contigo habría que estar siempre en visita, no puede uno hacer en su casa lo que quiere… Me interesa hoy el periódico más que la comida… como te debería interesar a ti si te ocuparas de mis cosas.
—Pues ¿qué pasa?
—Pasa… pasa… que nos envían un gobernador de los otros… de los enemigos de don Patricio… por la tontería de si se juega o no se juega…
La presencia de la criada, con otro plato, hizo cesar la conversación, Venía vestida aún con su traje de fiesta, almidonado y crujiente, el pañuelo de flecos al talle y la cabeza cubierta de biznagas.
—¡Hola, Letrilla! —dijo Antonio sonriente—. ¿Te has divertido mucho en la procesión? ¿Eh? ¡Estás muy guapa!
Rió de buena gana la muchacha, acostumbrada a aquella familiaridad y falta de respeto a sus esposas de los señoritos de allí, y salió ligera en busca de cubiertos, mientras Dolores se preparaba a hacer el plato.
—No se puede soportar tu perfume —dijo Antonio—. No vas a perder jamás esa costumbre de perfumarte exageradamente. Seguro que esta tarde has llamado la atención. No quieres convencerte de que aquí no van apestando así más que cierta clase de gentes. Las señoras deben oler a ropa limpia y a jabón.
Dolores permaneció silenciosa. Estaba ya acostumbrada a prescindir de todos sus gustos y sus caprichos, por inocentes que fuesen, y a ver a su marido siempre descontento de cuanto hacía. Todo lo que ella llevaba le parecía a Antonio impropio de una señora seria. Cada vez que iban a salir a la calle le pasaba una molesta revista para buscar defectos. Le exigía ir de diario con mantilla o un espeso velo en el sombrero, de una manera que parecía temer a que no la encontrasen bastante bien y estar él en ridículo.
Apenas probó la comida Antonio rechazó el plato bruscamente.
—¡Esto no puede comerse! Está pasado. ¡Claro! Tú no te cuidas de nada.
El silencio de Dolores lo exasperaba más.
—¡Ya te tenemos enfadada, te conozco bien! A ti, para tenerte contenta, habría que ser siempre un trovador, diciéndote ternezas… Eso está bien en otras tierras… donde los maridos son… lo que son… Aquí nos gustan las cosas naturales y sin remilgos.
Dos lágrimas se asomaron a los párpados de la joven y se mantuvieron al borde sin rebasarlo, como si su propio ardor hubiera de sacarlas para que no las viesen correr. Antonio se irritó más.
—Eso es… Hazte la víctima… La verdad es que tengo yo la culpa… ¿En qué estaría pensando?
La criadita entró para anunciar a un caballero, que aparecía detrás de ella sin aguardar la venia.
—Don César…
Dolores compuso su semblante para no dejar ver su humillación delante de aquel hombre, al que odiaba.
César Lope era el amigo íntimo de su marido, y un amigo íntimo no puede ser indiferente para la esposa. Ella tiene que estar al borde de un gran interés por el hombre que se introduce en la intimidad del que ama, o al borde de un gran odio, con mezcla de celos y recelos. No puede ver que otro comparta el afecto y la confidencia, que en cierto modo le roba. Se cree humillada y postergada ante el que conoce secretos de su marido, que ella quizás no posee. El amigo íntimo sabe las infidelidades que ella ignora y acaso también conoce su propia intimidad. Al borde del amor o del odio que despierta el amigo íntimo, Dolores experimentaba sólo el segundo.
César Lope había tomado en serio su nombre. Quien llevaba nombre de héroe y de artista genial tenía que ser un hombre grande. Hablaba hueco, campanudamente, dando importancia a todas las palabras y pronunciando con sonoridad y lentitud.
Saludó a Dolores ceremoniosamente y le dijo a su amigo:
—¿Sabes la hecatombe que está suspendida sobre nuestras cabezas como la espada de Damocles?
Dolores disimuló una sonrisa hacia aquella imagen de la hecatombe; pero Antonio, acostumbrado a los disparates altisonantes de su amigo, repuso:
—Sí… ya sé… Triunfan los enemigos de don Patricio… Le han minado el terreno en Madrid.
—Venía a buscarte, aunque lamento arrancarte del santuario del hogar, porque es preciso estar prevenido. No hay que dejarse acocear. Da la casualidad de que esta noche son los Juegos Florales… La poesía premiada es de don Enrique… El indiscutible… He hecho el artículo para nuestro periódico, pero necesito saber cuántas flores naturales ha tenido ya nuestro vate… He perdido la cuenta. Debe estar en el casino. Si quieres enderecemos hada allí nuestros pasos.
—Iba a ofrecerles a ustedes el café —dijo haciendo un esfuerzo Dolores.
—Gracias, querida señora. Quisiera contestarle en sentido asertivo, pero hay que renunciar a ese café, néctar viniendo de su mano, porque la trompeta del deber nos llama hada otro lado con sonidos épicos —repuso el saltacharquillos.
Cuando los dos amigos se despedían de Dolores apareció Juanita, la vecina de la casa de al lado, que era como la Gaceta del barrio.
Estaba vestida con descuido, sin corsé, despeinada y los pies metidos en unos zapatones viejos, cada une de su clase, que sonaban como si anduviesen dos personas distintas: se esperaba el otro paso, que no se oía nunca.
—¡Tempranito se marchan! —exclamó contrariada de no poderse enterar de las novedades que esperaba saber.
Como no le hicieron caso, se dejó caer en una silla al lado de Dolores.
—¡Ya sólita! ¡Qué hombres! Ese César será todo lo gran escritor que quieran… pero no me gusta nada. Una temporada le dio por reunirse con mi hermano y tuve bastante que hacer… Es hombre mujeriego, vicioso… Pero tú no eres celosa.
—Ahora los preocupa la política.
—¡Dichosa política! ¿Cuándo no es Pascua? Parece que esta noche habrá pita, ¿sabes tú algo?
—No.
—¡Pero, hija, si nunca te enteras de nada! ¿Os habéis divertido esta tarde?
—Bastante.
—Hubo mucha gente en la procesión.
—Mucha.
Juana siguió haciendo un ciento Hasta que cansada de no obtener contestaciones explicitas, puse puso de pie.
—¿Te marchas? —preguntó Dolores deseando una contestación afirmativa.
—Sí… Lo siento, pero no tengo más remedio… He de ir aún esta noche a visitar cinco enfermos y mañana tengo que dar dos pésames… Es para lo único que salgo de casa… Yo no soy entrometida como otras, metiéndose en todo… ¿Y tú, no vas a salir?
—No sé aún. Si vienen mis cuñadas…
—Pues también es humor estar aquí sola toda la noche, cuando tu marido sabe Dios a qué hora vendrá. Muchas veces lo oigo llegar ya de día. Lo conozco en las pisadas… Yo tengo el sueño ligero y el vuelo de una mosca me despierta… Cuántas veces digo «¡Pobre Dolores!». Me figuro lo que deben ser esas cosas, aunque he tenido la suerte de no casarme.
¡Qué hombres! El mejor, asadito y con limón. Pero tampoco se les puede dar tanta cuerda, a no ser que la mujer sea otra que tal y le convenga estar suelta… Yo he comulgado hoy… confesé con el padre Mateo. ¡Qué santo! ¡Qué pico tiene! ¡A ver cuándo vienes tú! Parece que te ocupas poco de las cosas santas. Seguramente que tu marido tiene la culpa. Espero que no faltarás a la junta de San Vicente… Es preciso que te hagas de la Sagrada Familia y de la Pindonga… Y eso que ahora se ve cada cosa… ¿Querrás creer que han admitido a la de García? ¡Tendrán que ver la Sagrada Familia y la Pindonga en aquella casa!
—¿Qué es la Pindonga?
Rompió a reír Juanita.
—Es nuestra Señora de los Dolores, que corno la llevan de visita de acá para allá, la llamamos así cariñosamente. Una broma… Adiós, hija, voy a casa de Enriqueta. ¡Qué gente para cuidar un enfermo!… Lo tienen todo sucio, todo por medio… La pobre Rosalía, la de Sánchez, ¿sabes?, está sin criada, la cogió en coloquio con su marido… y la infeliz está sola para todo, con esa gusanera de chiquillos que tiene… ¿Querrás creer que él se ríe de verla trabajar hasta echar los bofes, y le dice que le está bien empleado par celosa?… ¡Te digo que hay cada hombre! ¡Si fuera a mí!… ¡No quiero ni pensarlo!
Dolores no sabía qué contestarle.
Juanita se alejaba, sin cesar en su taravilla, y a Dolores, cuando la vio desaparecer le pareció que respiraba mejor.