Skip to main content

La Malcasada: IX. La caricia insoportable

La Malcasada
IX. La caricia insoportable
    • Notifications
    • Privacy
  • Project HomeCarmen de Burgos
  • Projects
  • Learn more about Manifold

Notes

Show the following:

  • Annotations
  • Resources
Search within:

Adjust appearance:

  • font
    Font style
  • color scheme
  • Margins
table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. I. ¡Biznagas! ¡Biznagas!
  4. II. Las cuñás
  5. III. Resignación
  6. IV. La familia
  7. V. Flores de luz
  8. VI. La pita
  9. VII. La tregua
  10. VIII. Las cometas
  11. IX. La caricia insoportable
  12. X. Complicidad
  13. XI. En la garrofa
  14. XII. Hacia la liberación
  15. XIII. El amigo íntimo
  16. XIV. El obispo de piedra
  17. XV. La riña de gatos
  18. XVI. Las catequistas
  19. XVII. El serrallo
  20. XVIII. La ratificación
  21. XIX. Amor que nace
  22. XX. Los protectores
  23. XXI. La traición
  24. XXII. La paz
  25. XXIII. Los perseguidores
  26. XXIV. La despedida
  27. XXV. Una tregua
  28. XXVI. Contra lo indisoluble
  29. Autor
  30. Otros textos
  31. CoverPage

IX. La caricia insoportable

Dolores no volvió a subir al terrado. Le parecía que el vecino de los pasos era Pepe. Coincidía con sus períodos de vacaciones el oír aquella ronda respetuosa. Quizás no era todo más que una mera ilusión suya; pero sentía rubor frente al joven. Había en la manera que éste tenía de mirarla algo que le decía que la comprendía, que estaba enterado de su vida.

La situación que se había creado entre ella y su marido era insostenible. Después de la revelación del engaño y de la conducta de Antonio, durante su enfermedad, le habían hecho otras muchas revelaciones.

Ella, que había sido tan inocente para no sospechar que era sólo culpa de su marido el haberle hecho conocer los dolores de la maternidad, sin gustar sus goces, veía ahora, sin poderlo dudar, que era él quien había engendrado hijos degenerados, enfermos, que de no morir, hubieran constituido un tormento mayor.

Sentía un rencor, casi un odio, por su marido. La madre se alzaba en ella para reprocharle la muerte de sus hijos. Una idea terrible se delineaba en su cerebro.

—¡Si no hubieran sido hijos suyos!

Era un crimen que se uniera una muchacha sana e inocente a un hombre pervertido, gastado por los vicios, incapaz de cumplir los fines de la reproducción.

—¡Oh, si yo lo hubiera sabido! —pensaba.

Se hubiera guardado bien de amar a quien no fuese un hombre honrado, de costumbres puras, sano, como… Su pensamiento se detenía.

Recordaba… recordaba su matrimonio. Ella lo había puesto todo para crear cualidades y fundar esperanzas, según las fingía su deseo, en Antonio. El desencanto llegó desde el primer momento en que se vio ultrajada por un deseo feroz, sin consideración a sus pudores. Brutalizada, disgustada del matrimonio; el primer embarazo, con todas sus molestias, angustias y dolores, lo soportó contenta, por la esperanza de lograr el cariño que llenaría todo su corazón.

Fue un poema, no por vulgar menos tierno, el de la confección de la canastilla para el hijo futuro. ¡Con qué cuidado elegía las telas, evitaba las costuras que podían lastimar la carnecita tierna y buscaba los adornos delicados!

Cuando llegó el terrible trance del alumbramiento, a pesar de sus dolores y del miedo de la primeriza, se preocupó de preparar la primera muda, el gorrito, la camisita, los pañales… ¡y esperó en vano al hijo, que murió en sus mismas entrañas!

La ropita se quedó allí, en su canastilla, sobre la cama, y el gran beso ansioso, de madre, se le quedó en los labios.

Ella se creyó culpable de la muerte del hijo, por no ser tan fuerte y tan sana como la maternidad exigía. Se sintió fracasada en la vida, después de los inútiles sufrimientos de la gestación y del parto, cuando le dijeron que se había quedado incapacitada para la maternidad.

Lloraba amargamente al sentir henchírsele de calostros los senos, que se derramaban sin que llegase a ellos el dulce calor de la boquita del recién nacido. Su maternidad abortada era algo que la separó más del marido. Sufría sin quejarse porque creía no tener todos los derechos de esposa después de haberle robado los goces de la paternidad.

Ahora todo cambiaba. Pasaba de reo a juez. Sentía una gran alegría al liberar su espíritu de la responsabilidad que había aceptado. Le parecía que su matrimonio estaba anulado, porque se había realizado sobre la base de un engaño. Se resignaría a vivir al lado de aquel hombre, pero no podría considerarlo como marido.

Su actitud fría, sostenida, indignó a Antonio. Él sentía despertarse en su espíritu un deseo violento de reconquistar a su mujer. Poco a poco iba concibiendo una pasión despótica, casi de odio.

Dolores se encerraba de noche en su alcoba, con llave y cerrojo. Lo sentía acechando, rondando en torno de ella, y en ocasiones, cuando venía borracho, iba a llamar a su puerta exigiendo que le abriera, y como Dolores se negaba, daba golpes, gritos, herido de unos locos celos, que azuzaba César Lope con el falso axioma:

—Desengáñate, que la mujer que no tiene ilusión con su marido, es que la tiene con otro.

Acudía la vecindad, menudeaban los escándalos, y él no se recataba de insultar a su mujer y maltratarla.

Lo más raro era que toda la opinión se volvía contra Dolores.

Su cuñada María Luisa había dejado de ir a verla, y Manuela iba sólo porque tenía interés en llegar a hacer conocimiento con Pepe, por medio de Dolores. Se lo había confesado.

—Ayúdame, que ya ves qué gran partido sería para cualquiera de mis niñas.

El noviazgo de Glorita con el ayudante del General, que era ya público, agudizaba el deseo de las otras madres, más aun que el de las muchachas.

Rosalía no se acordaba de nada en aquellos momentos. No pensaba más que en la canastilla de la novia, deseosa de deslumbrar con su lujo a todo el mundo.

En cuanto a las otras parientes, habían dejado de visitarla, molestas por la conducta que observaba con su marido.

—Al fin y al cabo —decían— él es nuestra sangre y tiene que dolernos el ver como lo trata; porque después de todo no es ningún criminal, ni abre ningún libro nuevo. Hace lo que todos los hombres.

Las casadas se indignaban también. Aquella entereza de Dolores para afirmar su personalidad y su independencia, las humillaba en el fondo.

—Una mujer decente no puede ser así —decían—. Los hombres son hombres; hay que hacer un poco la vista gorda y dejarlos que corran, con tal de que no falte lo necesario en la casa. No van a venir encinta.

Sólo algunas solteronas despechadas se atrevían a darle tímidamente la razón.

—Yo no digo que haga bien en mantenerse con él de igual a igual —enunciaban—; pero hay que ver que también es muy duro recibir a un hombre que viene de estar divirtiéndose con mujeres de todas clases.

El escándalo de la tertulia de beatas de la tía Pepita era enorme. En cuanto las muchachas salían a dar una vuelta, todas las señoras comenzaban a ocuparse del mismo tema.

—Parece mentira que una mujer se mantenga así con su marido.

—Si fuera a confesar no le darían la absolución.

—Esos son los efectos de no ser buena cristiana y de no cuidarse de las cosas del Señor.

—No hay que olvidar que está criada en Madrid y la cabra siempre tira al monte.

—Pues ella es la culpable de todo cuanto su marido haga si se niega a pagarle el débito conyugal. Él es hombre.

¡Claro, y a la mujer le toca sufrir y aguantar!

Dolores, sin oírlos, adivinaba aquellos diálogos en las miradas que le dirigían todas las damas, las pocas veces que había ido a la tertulia. Aquellas noches las niñas no iban de paseo, para evitar que las acompañase, y notaba en sus caras bobaliconas que les habían dicho algo que no comprendían bien; pero que al mismo tiempo que las obligaba a apartarse de ella les hacía mirarla con curiosidad.

Dolores dejó de ir. Pasaba el día encerrada en su habitación, al lado de la rejuela, leyendo los escasos libros que se podía proporcionar por medio de la peinadora.

Las peinadoras eran allí una institución; no había señora que pudiese pasar sin ella, y, en algunas casas, peinaban hasta a las criadas.

Se veía cruzar todos los días a las innumerables peinadoras, envueltas en sus mantones, con el bolso, donde llevaban las tenacillas, en la mano. Las señoras gustaban de las peinadoras que les daban noticias de lo que pasaba en las otras casas, y se aconsejaban de ellas en sus asuntos domésticos. Algunas peinadoras vendían cremas, agua de belleza y hasta adornos del peinado.

Dolores, enemiga de aquellas camaraderías, tomó la costumbre de leerle a su peinadora durante la hora que se llevaba en ondularle el cabello, peinarla y darle infinidad de retoques.

Cuando Antonio se opuso a que su mujer adquiriera libros, Enriqueta se encargó de llevárselos.

—Mientras haya en casa de don Felipe —le dijo un día— no nos han de faltar. Me los da el señorito Pepe, y como sabe que son para usted, me escoge los mejores. ¡Ese sí que es bueno!

Dolores enrojeció; pero desde entonces leía más de prisa. En cada nuevo libro que recibía buscaba, con no sabía qué secreta esperanza, alguna frase con lápiz, algún papel, alguna flor marchita. Su alma de mujer, deseosa de amor, de amor romántico, de amor desinteresado, gozaba con la idea de que alguien la amase con sinceridad, respetuosamente, en silencio. Sin motivo ninguno se había formado la idea de que Pepe la amaba así, como ella quería ser amada.

Había dejado de ocuparse del cuidado de su casa. Eran las criadas las que disponían a su capricho. A veces las oía retozar y reír con su marido o con los amigos que él llevaba en su compañía.

Antonio se pasaba el tiempo que estaba en la casa frente a las jaulas de sus gallos; cada vez más dominado por aquella afición innoble, que parecía poner en él un alma más cruel, y llegaba a darle a su fisonomía algo de perfil de gallo, con su mirar enconado y rabioso.

Sentía Dolores miedo, verdadero miedo de verse allí sola, extraña y extranjera en su propia casa, sin familia, sin amigos, ante la hostilidad de la ciudad entera.

En varias ocasiones le había escrito a su padre, que seguía viviendo en Madrid, para contarle sus disgustos y pedirle amparo.

Su padre le había contestado reuniendo en sus cartas todos los lugares comunes.

«Yo nada puedo hacer —le decía—. Le he escrito a tu marido aconsejándole y me asegura que te quiere y procura hacerte dichosa. Tú lo has elegido. Ya sabes que siempre te he dicho que con la cuchara que eligieras comerías. Antes de casarte ya sabías cómo era. Antonio no es malo. Las mujeres exageráis las cosas, queréis que el marido esté siempre en trovador y eso es imposible. Tienes que quebrar de tu derecho. Él es el hombre y a vosotras os toca ceder».

¿Cómo no había de ser ese el criterio de su padre? ¡Hombre también!

El recuerdo que le quedaba de su madre era el de una mujer martirizada. Su padre, con fama de buen marido, había tenido devaneos, que ella sufrió como cosa obligada. Se plegó en todo a la voluntad del esposo. Jamás pudo descolarse, ni fue dueña de vestirse a su gusto, ni de ir a ninguna parte. Recordaba la situación de privilegio que tenía el padre en la casa, y de la que ella, sin darse cuenta, había protestado siempre.

Y en aquel triste hogar paterno había soñado con otro hogar modelo, feliz, con una base de igualdad, de compañerismo, de afinidad de espíritu. Se hubiera contentado, ante el derrumbamiento de sus ideales, con mantener entre su esposo y ella el respeto y la cortesía; pero le era imposible soportar más tiempo aquella situación que se había creado entre ellos.

¿Por qué no separarse y tratar de rehacer cada uno su vida, en vez de obstinarse en mantener una unión deshecha? ¿Por qué buscar la tragedia como elemento necesario en una cosa que se podía desenlazar armónicamente?

Comprendía más las teorías humanas de los libros que le enviaba Pepe, que los rígidos principios que sustentaban sus devotos parientes.

No era menester llegar a cometer faltas graves, o a sufrir el martirio para poderse separar un matrimonio. Bastaba la disparidad de caracteres para no condenar a una persona a soportar siempre a otra.

El derecho de propiedad, adquirido de cualquier manera que fuese, no podía ser aceptado sobre los seres inteligentes.

Por fortuna los acontecimientos políticos, relacionándose con su vida, la favorecían. Se preparaban elecciones para nuevas Cortes, y el tío Eduardo aspiraba a ser reelegido diputado. Los sobrinos que disfrutaban el cargo, como una especie de consortes, no pensaban más que en preparar la votación.

Eran constantes las juntas en casa del tío. Todos intrigaban, buscaban listas de electores; iban de casa en casa comprometiendo votos; adulando pequeños caciques, ofreciendo dinero o futuras mercedes. Los más fervorosos eran Antonio y Luis. El primero apenas se ocupaba esos días de sus gallos, y, naturalmente, mucho menos de su mujer. Luis parecía haberse puesto más tartajoso en su deseo de obscurecer a los demás. En su celo lo enredaba todo y creaba un conflicto diario. Se le veía constantemente de acá para allá, seguido de los Especieros, unos famosos matones que tenía a sus órdenes, sin cesar de armar riñas y pendencias. Quería ganar la votación a fuerza de amenazar a los contrarios.

César Lope prestaba también servicios a la causa del tío Eduardo, escribiendo altisonantes artículos en El Eco de la Opinión e inspirando los papeluchos, llenos de insultos y calumnias, que no respetaban la vida privada de los adversarios.

Pero algunas noches, cuando Antonio volvía a su casa, después de la tensión de nervios mantenida todo el día entre peleas y francachelas, borracho casi siempre, descargaba su malhumor en su mujer. No había sentimiento noble de ella que no se complaciera en denigrar.

—Al fin y a la postre —le decía— tú no te puedes interesar en nuestras cosas… eres una intrusa… tienes tu madrileñismo repugnante… Aunque no conozco bien tu vida de soltera, me figuro lo que habrás sido… pero si te crees que yo voy a ser un… consentidor, como tu padre, te equivocas. Estoy dispuesto a rajarte de arriba a abajo, a abrirte en canal.

Ella lo sufría todo paciente, con tal de que no pretendiera acariciarla. Los insultos le eran dulces comparados con aquel suplicio.

En esos momentos Dolores se revolvía, se retorcía, se sublevaba su carne toda, y toda su alma en un horror supremo. Su desesperación llegaba al odio. No podía comprender que se le quisiera imponer la obligación de entregar su intimidad, sin amor, a un hombre que había llegado a repugnarle, como si ella hubiese abdicado de su libertad de espíritu. No. No podía ser aquello. ¿Qué ley podía condenarla a besar?

Annotate

Next / sigue leyendo
X. Complicidad
PreviousNext
Powered by Manifold Scholarship. Learn more at
Opens in new tab or windowmanifoldapp.org