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La Malcasada: VIII. Las cometas

La Malcasada
VIII. Las cometas
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. I. ¡Biznagas! ¡Biznagas!
  4. II. Las cuñás
  5. III. Resignación
  6. IV. La familia
  7. V. Flores de luz
  8. VI. La pita
  9. VII. La tregua
  10. VIII. Las cometas
  11. IX. La caricia insoportable
  12. X. Complicidad
  13. XI. En la garrofa
  14. XII. Hacia la liberación
  15. XIII. El amigo íntimo
  16. XIV. El obispo de piedra
  17. XV. La riña de gatos
  18. XVI. Las catequistas
  19. XVII. El serrallo
  20. XVIII. La ratificación
  21. XIX. Amor que nace
  22. XX. Los protectores
  23. XXI. La traición
  24. XXII. La paz
  25. XXIII. Los perseguidores
  26. XXIV. La despedida
  27. XXV. Una tregua
  28. XXVI. Contra lo indisoluble
  29. Autor
  30. Otros textos
  31. CoverPage

VIII. Las cometas

La tarde, de comienzo de otoño, apacible y blanda, tenía un perfume de manzanas maduras. La luz del sol, como si éste fuese una fruta que madurase también, había tomado un tinte amarillento de sazón. Había como un reflejo de oro que envolvía los edificios. Una paz otoñal, casi mística, y se podría decir que penetrante, según influenciaba el cuerpo y el espíritu, adormeciéndolos en una suave languidez.

Las gentes estaban en los terrados y en las azoteas, ansiosas de disfrutar el encanto que la calma de la tarde ofrecía.

La azotea y el terrado eran para aquellas mujeres de serrallo una gran expansión. En vez de salir a la calle salían a los terrados, sin necesidad de vestirse y acicalarse, Desde allí se hablaban todas las vecinas que eran amigas y se observaban las que no lo eran.

Se conocían todas las vecinas. Vivían de un modo familiar inmiscuyéndose en sus asuntos. Era corriente mandar a buscar a casa de las vecinas las sartenes o las cacerolas. Las señoras madrugueras que cuidaban su casa con economía, sin comprar más que lo necesario, y que hacían personalmente su cocina, solían encontrar con frecuencia que les faltaba algún condimento.

—Chica —ordenaban a la criada—. Vete casa de doña Rosa o de doña Paca que te dé un ajito.

—Corre, chica; di a doña Manuela que me envíe una ramita de perejil.

—Anda y que doña Lola te dé un tomate.

—Dile a doña Juana que te preste una taza de vinagre.

Había un intercambio, un auxilio mutuo de todas aquellas pequeñeces, lo que, entre otras cosas, tenía la ventaja de que las mandaderas hablaran y contasen lo que se estaba haciendo en la casa, chismorreando a su sabor.

En las azoteas fisgaba cada una la labor que las otras hacían, los vestidos que se estaban cosiendo o las ropas que se reformaban. Juana era maestra de crochet y se complacía en hacer canesús de camisas, cuadros de colcha y encajes finísimos, con dibujos siempre nuevos, que no conocían aún las demás. Tenía gran orgullo en enseñarías y darles las muestras.

En la casa, situada a espaldas de la que vivía Dolores, habitaba un viejo miliciano nacional, que aun guardaba como reliquia su sable y su morrión, y que se distinguía entre sus convecinos por las ideas escandalosas que profesaba.

El pobre estaba baldado, hacía ya largos años, y lo subían a la azotea en su sillón. Allí se pasaba los días enteros entretenido en la lectura, que de vez en cuando interrumpía para echar una mirada a las macetas, colocadas a lo largo del pretil, formando filas y cuadros como un verdadero jardinillo.

Don Felipe no tenía amigos ya, y su hija Gertrudis, viuda y madre de un hijo que había estudiado en Madrid la carrera de abogado, era de un carácter tan retraído, que apenas cambiaba el saludo con nadie.

Su apartamiento no le valía para evitar las críticas.

—Es otra impía como el padre —decía Juana—. Los dos tienen el demonio en el cuerpo.

Por no ver a aquellos vecinos, Juana se iba hacia la fachada opuesta y Dolores aprovechaba la ocasión de sentarse por aquel lado. Ni el miliciano ni su hija la molestaban. Los dos la saludaban cariñosamente y él seguía su lectura y ella el cuidado de sus macetas.

En otro terrado de la acera de enfrente, un grupo de jóvenes se entretenía en izar una hermosa cometa.

Las chimeneas, humeantes, esparcían en el aire un tenue olor de las comidas que en las cocinas se preparaban. Juanita se entretenía en conversar con doña Matilde, la esposa del escribano; contándose, sin dejar de hacer crochet la una y tricot la otra, lo que habían comido aquel día.

Era una de las conversaciones favoritas de las señoras, que no solían decir la verdad, aunque era difícil engañarse, porque todas metían el cuezo en la cesta de la compra de sus vecinas, y sabían sus guisos.

Doña Matilde era una nueva rica, que alardeaba del lujo de su mesa y de que iba a parar a su casa lo mejor del mercado.

Apareció en la azotea vecina una fresca y rolliza mozuela, con las piernas desnudas dentro de las viejas alpargatas; la falda de percal, doblada, dejaba ver el refajillo de lana color magenta. Con esa pobreza de los bajos contrastaba el busto, envuelto en un pañuelo de flecos, de crespón color canario, y la cabeza cubierta de rosas. Tenía todo el tipo del país: los rizos negros, el rostro moreno, los labios rojos, grandes ojos negros y brazos desnudos y requemados. Su cuerpo se doblaba hacia un lado, por la cintura, a causa del peso de un enorme barreño lleno de ropa lavada y bien retorcida.

Lo dejó en el suelo y comenzó a sacar las prendas, a sacudirlas en el aire, haciéndoles producir chasquidos de vela azotada por el viento, y fue colgándolas en las cuerdas de esparto que se cruzaban de un lado a otro.

Mientras desempeñaba su tarea hinchó la fresca garganta y lanzó el primer verso de una copla popular:

Eres como la adelfa,

Guardó prolongado silencio mientras tendía la segunda prenda, y luego repitió:

Eres como la adelfa,

Sus brazos, rollizos y bien formados se arqueaban graciosamente sobre la cabeza, sujetando las camisas y los calzoncillos, que ondulaban al viento, con algo de impudicia, que debía costar cierta vergüenza a sus dueños. Salió otro verso lento:

Mala gitana,

Dolores oyó a su espalda unos pasos… los pasos… AQUELLOS PASOS… Volvió vivamente la cabeza. Doña Gertrudis, después de quitar las hierbecillas parásitas y de mullir la tierra con su escardillo, dejaba caer sobre sus tiestos la lluvia menuda de la regadera de lata, cuyos chorrillos cantarines brillaban al sol. El viejo miliciano había cerrado el libro y se volvía sonriendo hacia un joven de estatura regular, algo fornido, de semblante franco y mirada noble.

La muchacha seguía cantando:

Echa flores hermosas

El aire llevaba frases de la conversación de las dos vecinas:

—Chuletas a la besamela.

………………

—Es el mejor pescado.

………………

—En la parrilla.

………………

Los jóvenes de la casa de enfrente, subidos sobre lo más alto, en el terrado del mirador de cristales que rodea el patio central de las casas almerienses, habían remontado su cometa, que lucía a una altura inconcebible su gallardía de astro artificial.

El joven se llevó la mano al sombrero. Dolores enrojeció al saludar, y el viejo miliciano, con un orgullo de renacer en su vástago, le hizo la presentación.

Mi nieto.

La madre, con las manos llenas de tierra, acudió a besarlo, y más comunicativa en su alegría se acercó a Dolores.

—¿No conocía usted a mi Pepe?

—No, señora.

—Como estaba siempre fuera no es extraño. Pero ya lo tenemos aquí hecho un señor abogado… aunque se ha vuelto madrileño.

La conversación debía oírse en el jardín de la casa, convertido en gallinero, porque la voz de Antonio llamó:

—¡Pepe! ¡Pepe!

El joven se asomó al pretil, saludó a César y a Antonio y comenzó a hablar con ellos.

Dolores se fijó en su hermosa cabeza y en los cabellos castaños, rizosos, que le caían sobre la ancha frente.

La criada se alejaba, con su lebrillo al lado y su copla interminable:

Y a luego amargan.

Antonio le contaba al joven, que tenía uno de sus mejores gallos enfermos. Se le estaba poniendo gordo corno un ansarón. Se subió hasta mediados de una escalerilla de madera para mostrarle el animal, que sostenía en las dos manos.

—Tengo que echar tierra nueva —dijo—. Los gallos necesitan tragar piedrecitas… siempre lo habrás visto…

El joven asentía con la cabeza y Dolores observaba con gusto que no comprendía palabra de todo aquello.

Antonio sacó la botella que llevaba en el bolsillo de la americana y se llenó la boca de líquido. Levantó el gallo, lo separó un poco y le espurreó con la boca el buche, como las planchadoras antiguas espurreaban la ropa. Un fuerte olor de aguardiente se esparció en el aire.

El animal, aturdido, pasó a manos de César, que fue a ponerlo en su jaulón, y Antonio dijo:

—Espera… Pepe… Salta a nuestro terrado. Vamos a subir la cometa para pelearla con la de esos mozos.

El joven vaciló, miró a Dolores con unos ojos dulces y claros, llenos de bondad y franqueza. Los ojos de ella, sin saber por qué, estaban húmedos.

—¿Usted me permite?

—Sí…

No acertó con otra palabra.

—¿Le gusta a usted Almería?, —siguió él.

—Almería… sí… ¿Y a usted Madrid?

—Me encanta.

Se oían las voces de César y Antonio, que subían la empinada escalera de caracol.

César saludó ceremoniosamente a Dolores.

—Felices, señora mía.

Antonio apenas reparó en ella.

—Hay que subir al mirador —dijo.

Pepe los siguió. Llevaban una enorme cometa, con muchos metros de cola y un gran ovillo de cordel, liado alrededor de un palo.

Era una diversión muy propia de la tierra la de pelear las cometas; unas veces entre amigos, otras entre desconocidos o adversarios. Se fabricaban con cañas y papeles de colores las grandes lunas ochavadas. Les ponían barbas, de papel picado, que producían una especie de rumor de hojas o de runruneo de aeroplano, cuando las azotaba el viento Lo principal era la gran cola, como un marabú hecho de trapos viejos, en trozos de diversos colores. El largo cordel las sujetaba para izarlas a alturas, donde adquirían tanta fuerza, que amenazaban arrastrar a los que las sostenían.

Las vecinas hablaban ahora de labores.

—Se cuentan veinte puntos… se mete en el que hace dieciséis.

………………

—¿Se vuelve a tomar la hebra?

………………

Antonio y César hacían esfuerzos por remontar su cometa; en la serenidad de la tarde no cogía viento para subir. No se movía un elemento; la ropa recién tendida estaba inmóvil; el humo de las chimeneas formaba columna y se quedaba quieto sin desvanecerse. Sin embargo, allá en las alturas debía hacer viento, por como se movía coleando majestuosa la cometa de los vecinos.

Corrían Antonio y César, llevando cogida de su cordel a la cometa, para darle viento y lanzarla. A veces le hacían subir un par de metros; pero bien pronto cabeceaba y venía a caer, arrastrando su larga cola por el suelo.

Pepe se interesó en ayudarles. No era tan ágil como ellos, no era un buen mozo; pero en su estatura, algo escasa, había más gracia y proporción. No le parecía a Dolores tan desgalichado como ellos, con aquel desgaire gitano de sus cuerpos.

Al fin la cometa tomó vuelo. Comenzó a subir torpemente, cabeceando, amenazando caer, con la cola colgando hacia abajo.

—Cuidado con la cola —le advirtieron a Pepe.

Aquella cola era peligrosa: en su punta, entre los trapos, llevaba cuchillas aceradas, cortantes, como hojas de navajas de afeitar, para segar las otras cometas.

El vientecillo de la altura la acogió al fin.

¡Arría! ¡Arría hilo!, —exclamó Antonio.

César se apresuró a desliar cordel. La cometa tiraba del hilo conforme se remontaba; en algunos momentos daba bruscas viradas, caía hilo flojo sobre la tierra; pero apenas liado volvía a alzarse y a ponerlo tirante de nuevo, exigiendo que le arriaran más metros.

Al fin llegó a la altura donde estaba la otra y poco después la sobrepasó, César, contento de sus dotes de constructor, que había sabido calcular matemáticamente las proporciones, repetía la vulgar frase de elogio a las buenas cometas, como si así la jaleara.

—¡Échale hilo y quítale cola, verás como vola!

Allá, en lo alto, como águilas, las cometas tenían algo de majestuoso, un vuelo propio y sereno, una silueta galana.

Había cometas en muchos terrados. Se las veía luchar unas con otras.

Los jóvenes del terrado vecino aceptaron el reto que les lanzaban. Antonio y César movían hábilmente el cordel para lanzar la cometa sobre la otra, y ellos, a su vez, le comunicaban movimientos de defensa o de acometida.

Las dos cometas se cruzaban, se acercaban, se separaban. Las largas colas, tensas, ondeaban en el aire y serpenteaban de un modo felino, como si se quisieran acariciar, con la caricia de sus cuchillos.

Había momentos en que se confundían, se juntaban, y se volvían a separar. El viento las llevaba por distinto camino. Luego volvía a empujarlas en la misma dirección, la una delante de la otra. Huían y se perseguían.

Arreciaba la batalla. Ya aquel duelo en las alturas había ganado la atención de todos.

De pronto la cuchilla de la cometa enemiga cortó por medio la cola de la cometa de Antonio. Se vio bajar aquellos pedazos de trapo e ir a caer en medio de la calle. Antonio soltó un temo, sin pensar en que lo oían señoras. Era una costumbre de los hombres de allí, que para ser enérgicos y muy hombres necesitaban salpimentar su conversación con ternos y groserías.

Un prolongado aplauso resonó en el terrado de los contrincantes, un clamor que resonó en los oídos de sus rivales con las notas del Tragalá.

—En el pedazo de cola cortada van dos cuchillas —dijo Antonio.

—Pero yo he puesto otras dos en lo que resta —repuso César— hay esperanza.

La cometa vencedora perseguía a la otra.

—¡Huye!

Un hábil guiñazo que abatió su cometa la libró de la caricia de la otra cola.

Otra vez volvieron a juntarse. César tiró con violencia del hilo y el cabo de la cola de su cometa envolvió el hilo que sujetaba a la otra.

Los vecinos vieron el peligro, y en vez de estar quietos, tiraron en sentido contrarío. Tensa la amarra, la cuchilla encontró momento propicio. La cometa cayó a tierra como un astro que se desprendiera del cielo.

—¡Cortada!

Eran salvajes los gritos de alegría de los dos amigos, el «¡Hurra!» prolongado de César.

Los otros respondían con grandes voces:

—¡Habéis jugado de un modo ilegal!

—¡Ya nos las pagaréis!

—¡A otra vamos!

Se veía el espíritu enconado, violento, de aquella gente acostumbrada a luchar y pelear hasta por juego. Desde niños luchaban a los eternos «moros y cristianos» o se organizaban en milicias, por barrios, para guerrear y zurrarse unos a otros. Había verdaderas batallas de chiquillos entre los de la Almedina y los del Puerto, o entre los del Quemadero y los de la Rambla.

Sin la presencia de las mujeres, tal vez las palabras hubieran pasado a mayores; pero se limitaron a retarse para pelear nuevas cometas.

De la calle subían las voces de los chicos que se daban de puñetazos disputándose el trofeo caído.

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