XXIV. La despedida
La velada transcurría triste. Había algo de ese ambiente pesado con que el dolor enrarece el aire y hace respirar mal. Un ambiente de velatorio.
El gentilhombre se equivocaba en cada jugada, y mirando a Dolores sentía vacilar sus convicciones de hombre afecto a mantener la organización de la sociedad con todos sus errores y prejuicios.
La joven estaba sentada en una butaca, cerca de los jugadores, en el sitio que siempre solía ocupar. Se la veía hacer esfuerzos por permanecer serena; pero estaba tan cambiada que en pocos días daba la impresión de que hubiesen pasado muchos años sobre ella.
Su semblante estaba adelgazado, con una palidez de cera, que hacía destacar aún más los magníficos ojos, hinchados y enrojecidos por el llanto, rodeados de un círculo azul. Había pasado una semana en el lecho, creyendo morir de desesperación ante el mandato ineludible de volver al lado de su marido.
El matrimonio era algo más que la sanción legal que la sociedad concedía a los amores para garantir la suerte de los hijos y establecer una falsa moralidad. Era una cosa que sujetaba como una cadena, que prendía, que quitaba el derecho al libre albedrío. No podía escapar de vivir al lado de un hombre que le era odioso. Estaba obligada a sufrirlo, a obedecerlo, sin poderse librar de él. Su casa se le aparecía como la peor de las cárceles, porque en ella no tendría ni siquiera el derecho de ser dueña de su intimidad, de su pudor de mujer.
En aquella ocasión se habían creído en la necesidad de intervenir, como conciliadores, todos los amigos y las personas respetables.
Con tía Pepita se atrevió a venir tío Eduardo, en su calidad de jefe de la familia, aunque no se había atrevido a pasar de la puerta de la alcoba.
—Hija mía —le había dicho la buena señora—. Tanto tú como tu marido exageráis mucho las cosas… No me extraña… Sois jóvenes los dos y los dos tenéis un carácter muy apasionado. Créeme que esa felicidad y esa perfección con que a vuestra edad se sueña, son los peores enemigos que amargan la vida. Hay que ser tolerantes, admitir las imperfecciones que todos tenemos. No se debe pedir a la vida más de lo que la vida puede dar.
—No sé discutir con usted, tía —repuso la joven—; pero estoy segura de que si me llevan a mi casa, a casa de mi marido, mejor dicho, me moriré.
¡Qué te has de morir! En estos momentos en que las pasiones se agitan y se agudizan, no se ven las cosas con claridad. Si se tuviese un poco de fuerza de voluntad para dominar estas crisis, desaparecerían todas las tragedias. Segura estoy de que pasado algún tiempo, al volver la vista, al pasado, nos quedarnos sorprendidos de haber podido sentir y pensar ciertas cosas.
Tenía la voz de doña Pepita un acento de persuasión, y en cada una de sus palabras parecía percibirse el eco de una historia pasada, que no era extraña, a la viuda de cinco maridos.
Al fin tuvo que ceder. No había otro remedio. Se lo había dicho Pepe mismo. El último día que lo había visto estaba pálido, con aspecto de persona a quien le duele la cabeza; no podía dudar del dolor que el joven experimentaba también, pero no había perdido su corrección y la noción de su deber No había tenido un grito, un arranque de pasión, nada que revelara un amor como el que la fantasía de Dolores había creído que le inspiraba.
Hubiera dado toda su sangre por saber si aquella ecuanimidad de Pepe era la manifestación más grande de su amor. No sabía si la conducta obedecía a la delicadeza del hombre que no puede tornarse de protector en amante, sin envilecer a la misma que ha defendido, o si era el egoísmo del que no quiere comprometer su tranquilidad en una empresa peligrosa.
¡Le quedaban ya tan pocas horas para lograr saberlo!
Aquella era la última noche que pasaba bajo el lecho protector de doña Anita. La anciana trataba de estar sonriente, todos querían disimular, y, sin embargo, estaban preocupados, como si un gran peligro amenazase a Dolores, El viejo anarquista estaba silencioso, temiendo excitar más la rebeldía de la sometida, y el anciano tradicionalista sentía flaquear sus creencias, pensando en la crueldad que significaba entregar a su marido aquella pobre mujer, como la ley de la esclavitud entregaba las esclavas a sus dueños.
Las horas pasaban y Pepe no vertía, Dolores dejaba errar sus grandes ojos del reloj a la puerta.
—¿No vendrá? —se preguntaba con inquietud—. ¿Tendrá el egoísmo de evitarse esta despedida, que tanto me consolaría?
Faltaba ya poco para que fuese la hora de retirarse cuando Pepe apareció, y dona Anita sirvió la colación, atrasada por su culpa.
La conversación era entrecortada, vaga. Se tocaban todos los temas vulgares, sin hacer alusión a lo que les preocupaba. Se veía bien que mientras decían una cosa pensaban otra.
Y así se despidieron. Ninguna frase que revelase que al día siguiente no la encontrarían ya allí. La voz era más opaca, el apretón de manos más insinuante. Nada más.
Pero en el momento en que ya estaban todos en la acera y que doña Anita iba a cerrar la puerta, Dolores tuvo un grito:
—¡Pepe!… Señor Suárez, ¿podría usted dedicarme unos instantes?
El joven volvió a entrar, y la puerta se cerró tras los dos viejos, que se alejaban.
Volvieron a la salita y se sentaron junto a la gran ventana que daba a la azotea. No sabían cómo comenzar una conversación en la que, teniendo tanto que decirse, no se podían decir nada.
Ella no sabía por qué lo había llamado; en el fondo de su alma experimentaba un íntimo deseo de ofrendarle a aquel hombre su virtud, de infringirle a su marido una ofensa que la separara más de él para siempre. No sabía ni lo que sentía, ni lo que pensaba en el tumulto de su pasión desesperada.
Él la miraba y experimentaba también el impulse que lo acercaba a ella: el amor torturado en su corazón, que le pedía la vida.
Dolores fue la primera en romper el silencio:
—¡Pepe, por caridad, no me abandone usted!
Juntaba las manos y lo miraba con sus hermosos ojos pardos suplicantes.
—No, Dolores, no la abandonaré a usted nunca.
—Entonces…
—¿Qué?
—¡Ocúlteme usted!… ¡Lléveme de aquí!… Mañana ya será tarde…
—¡Cálmese usted, Dolores!… ¡Hay que resignarse ante la crueldad del Destino!
—¡Resignarse!
—Es preciso. Fuéramos donde fuéramos, nos alcanzaría la ley… Nos perseguirían… Es imposible escapar.
—¡Vamos a separarnos para siempre!…
—¿Y cree usted que no estoy yo más desesperado que usted?
—No deje que me lleven; la ley tendrá algún recurso que me proteja. No puedo pensar que exista una falta de piedad semejante.
—Hay que resignarse, Dolores; pero no por eso está usted abandonada. A cualquier nueva ofensa que su marido le haga, y pueda justificarse con pruebas, volveremos a entablar nuestra acción ante los tribunales.
Ella tuvo un grito.
—Es que yo no temo a las ofensas que su cólera me haga —exclamó—. No le temo a sus malos tratos, sino a sus caricias.
Pepe bajó la cabeza sin responder. Dolores se puso de pie con violencia, se acercó a él, lo sacudió por el hombro como si quisiera despertarlo, como sí no comprendiera que permaneciese indiferente ante la visión de su intimidad conyugal.
—¡Dolores! —imploró.
—Sí, Pepe; yo daré motivos para que me pegue, para que me maltrate, para que me hiera. Yo haré que me mate o que existan claramente los motivos de separación… y lo haré todo por volver a estar con usted… por no separarme de usted… ¡Que yo sepa que usted me ama, como me ha dejado comprender, y no le temo ya a nada en el mundo! ¡Usted… tu… me ampararás!
Se echaba en sus brazos, perdido todo miedo y toda timidez, con la serenidad del amor que excluye todos los pudores.
Él se puso de pie. Estaba pálido, demudado, con la nariz acentuada en el semblante, donde se hundían tas ojeras y las comisuras de los labios.
—¡Dolores! ¡Dolores, por caridad!
—¡Dime que me amas!
—Sí, te amo, te adoro; pero sería un villano si me aprovechase de tu confianza.
—¡No comprendo!
—Sería imposible lo que tú ante todos.
—¿Qué me importa el mundo?
—Sin destruir mi vida toda.
El grito del egoísmo que su sinceridad le arranca hizo retroceder a Dolores, Pepe avanzó hada ella:
—Perdóname… Mira que sufro como un condenado, Dolores… Yo te adoro… Daría mi vida por ti… te lo juro… Pero hay que pensar… Soy el hombre y debo ser el fuerte… La vida tiene sus exigencias… tu nombre… mi madre… mi carrera… ¡Ayúdame! ¡Ayúdame a ser fuerte!… ¡Eres tan hermosa! ¡Te amo tanto!… ¡Yo no quiero perderte!… ¡Dolores! ¡Dolores mía!
La estrechó entre sus brazos y sorbió sus labios en un beso apasionado, en el que estallaban todos los deseos contenidos. Ella respiró aquel beso con avidez, pero las palabras de Pepe no la dejaban gozar el placer de entregarse a su amor. Con sus dos manos blancas separó la cabeza del joven, lo miró con los ojos entornados, con una mirada llena de dulzor de luna, y con voz gachona susurró:
—¿Seré… tu esposa para siempre?… ¿No me abandonarás nunca?
Él tuvo una vacilación que sintió ella. Lo reparó aún más, lo miró con los ojos más abiertos y acentuó con la voz más clara:
¡Júrame que me tomarás como tu esposa!
Él no contestaba. Ella creía leer los pensamientos en sus ojos. Su amor luchaba con su egoísmo, su miedo de comprometer su vida, de sacrificar su tranquilidad. La amaba; sí fuese libre no vacilaría en arrostrarlo todo por ella, pero la mujer casada lo asustaba. Veía la reprobación de su madre, las dificultades que se le crearían, las necesidades a las que no podría atender.
Dolores se separó de él.
—¡Vete, Pepe!…
—Pero…
—Te lo ruego… Yo también conozco a tiempo la razón.
—¡Dolores!
Ella, en vez de contestarle, llamó:
—¡Doña Anita!
Apareció la anciana.
—¡Estoy convencida de que todo es imposible!, —siguió ella—. Es inútil luchar… Gracias, Pepe… Jamás olvidaré lo que le debo.
—¡Dolores!
—¡Adiós!
Empujó la puerta de la terraza y desapareció entre el blancor de luz de la luna.
El joven hizo un movimiento para seguirla; pero la presencia de doña Anita lo detuvo, tomó su sombrero y salió sin decir palabra.
No se atrevió doña Anita a buscar a Dolores. Adivinaba el drama que existía en el alma de la malcasada, Era el drama de todas las malcasadas, que se resolvía, más o menos armónicamente, según el valor moral de cada una, El drama que se convertía en tragedia para unas y en una vulgar comedia bufa para otras.
Dolores se había dejado caer en un poyo, y después de serenarse con un largo llanto, miraba el panorama de la ciudad, que durante tantas noches de insomnio había contemplado. Su ánimo, amedrentado, le parecía ver latir sobre ella las alas del pájaro negro de la muerte.
Estaba allí, tendida a sus pies, con las casitas bajas, con terrados y miradores. Entre las casas se alzaban, más altas que ellas, las palmeras, que le daban un carácter tan marcado de ciudad árabe. Parecía que era una ciudad desierta, cuyos habitantes hubieran sido picados por la temible mosca del sueño.
Veía en la serena blandura de la noche andaluza, la silueta irregular, gallarda, inconfundible de la alcazaba, con sus torreones, sus almenas y sus puertas llenas de luna. Adivinaba sobre la planicie de los tejados, que dominaba desde su altura, los claros espacios de las plazas y la línea de los paseos. Allí, la torre de Santo Domingo… más acá, San Pedro… la Catedral, con sus torres macizas y con aspilleras, como una fortaleza.
Todos aquellos lugares tenían ahora un sentido doloroso que no habían tenido antes. Había como un acorde musical en la noche, saturada de un perfume de mar y de magnolias. Sus ojos buscaban la llanura del mar, en cuya calma había adormecido tantas veces las tempestades de su alma.
Poco a poco parecía borrarse de su espíritu el odio que había profesado a la ciudad. La ciudad era bella, con su naturaleza noble y su aroma arcaico, lleno de tradiciones. Era aquella gente que la poblaba la que se la hacía repulsiva con sus incomprensiones.
—Y quizás no soy justa tampoco al culparlas —pensó.
Ante el ejemplo de Pepe, se daba cuenta de cómo las profundas raíces de las costumbres y las preocupaciones se afincaban en los corazones, Las costumbres, al través de los siglos, habían creado algo muy íntimo, muy trascendental, que imprimía su huella en la vida de un modo despótico. Algo que estaba también en ella misma.
Dolores lloró mucho; como las hijas de Jerusalén, lloró sobre la ciudad, sobre sus habitantes, sobre su propia alma. Lloró sus dolores, su ruina, su desencanto, la soledad de su vida… Lloró como lloraría en su propio entierro.
Así fa sorprendió el momento del alba. Aquel momento de abrirse la gran biznaga del cielo en el rosicler de los jazmines de luz, en los que el día esparcía su primera claridad y su primera caricia. Momento de virginidad que se entrega, de comunión que se consuma, que parecía poner algo de paz en su espíritu. Pero el día le trajo como una impresión de la realidad que había olvidado. No tardaría en despertar la ciudad y en venir las gentes a mezclarse a su vida.
Pero ahora se sentía más fuerte, se abroquelaba en una gran indiferencia. Perdida la única ilusión que había alimentado, todo le importaba ya poco. Se iría consumiendo lentamente, sin tener el recuerdo grato de una persona que por ella se interesara.
—Lo que más se parece a la felicidad es la tranquilidad —pensó.
Todas sus aspiraciones se cifraban en un poco de paz.
¿Se le concedería el derecho de poder gozarlas?