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La Malcasada: XVI. Las catequistas

La Malcasada
XVI. Las catequistas
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. I. ¡Biznagas! ¡Biznagas!
  4. II. Las cuñás
  5. III. Resignación
  6. IV. La familia
  7. V. Flores de luz
  8. VI. La pita
  9. VII. La tregua
  10. VIII. Las cometas
  11. IX. La caricia insoportable
  12. X. Complicidad
  13. XI. En la garrofa
  14. XII. Hacia la liberación
  15. XIII. El amigo íntimo
  16. XIV. El obispo de piedra
  17. XV. La riña de gatos
  18. XVI. Las catequistas
  19. XVII. El serrallo
  20. XVIII. La ratificación
  21. XIX. Amor que nace
  22. XX. Los protectores
  23. XXI. La traición
  24. XXII. La paz
  25. XXIII. Los perseguidores
  26. XXIV. La despedida
  27. XXV. Una tregua
  28. XXVI. Contra lo indisoluble
  29. Autor
  30. Otros textos
  31. CoverPage

XVI. Las catequistas

La familia estaba desolada ¡Un escándalo semejante y una demanda de divorcio en una familia tan respetable y tan católica! ¡Y en qué momentos! Cuando la lucha electoral era más reñida y se hacía arma de todo en una provincia como aquella.

Dolores había experimentado, al salir de su casa en compañía del Juez, una sensación de bienestar, Esa sensación de la persona, largo tiempo encerrada, que abre un balcón sobre el campo y respira a gusto.

Se sentía salvada en su dignidad, no teniendo que prestarse a unas relaciones conyugales que le repugnaban, sin sentir amor por su marido. Era su repugnancia de mujer lo que le había dado fuerza para afrontar ella sola la autoridad del marido y el fanatismo de la ciudad.

La cuestión del lugar donde había de quedar depositada fue la primera batalla entre el abogado de Antonio y Pepe Suárez, El marido quería llevarla a un convento, pero no había motivo para aquel rigor, siendo ella la que acudía a los tribunales. Antonio tuvo entonces la osadía de proponer para depositario a su amigo César Lope. Al fin quedó convenido en que quedaría depositada en casa de Luis, para estar bajo la guardia y vigilancia de los parientes de su marido. Doña Matilde, la madre del tartajoso, era una dama de gran virtud, a cuyo lado estaría bien. Ya la cubana se había marchado, prometiendo volver, pero ni siquiera había escrito. Con ella desaparecían las peluconas, cosa que tenía a Luis más atraviliario y tartajoso que nunca.

—No te apures, hijo mío —le había dicho el tío Eduardo—. Y a ver si Dios te depara otra.

Pero como no era fácil que otra vieja rica viniera a enamorarse de él, y Luis encontraba muy oportuno recibir la pensión que Antonio tenía que pasar por alimentos a su mujer.

Antonio envolvía el despecho y la vergüenza que le producían el abandono de su mujer en una indiferencia y un desprecio forzados. Era un golpe mortal para su fama de buen mozo aquel repudio de la esposa legítima.

Pero sí él, por orgullo, no la molestaba, en cambio las catequistas habían caído sobre Dolores. Todo el mundo se creía autorizado para inmiscuirse en su vida. Iban a visitarla, no sólo las parientas y las amigas de su marido, sino hasta personas extrañas, que se permitían darle consejos.

La más insistente era doña Carolina, que se le ofrecía como ejemplo.

—¡Hay que sufrir, hija mía —le aconsejaba—. Nadie es feliz si no limita sus deseos y sus aspiraciones. Mi corazón está destrozado por la falta de mi Burgundofero, mi Armogasto, mi Teopiste, mi…!

—Pero tía —decía la joven atajando aquella letanía—, yo no hago nada malo en no querer continuar al lado de un hombre que me maltrata y…

—¡Las cosas que Dios ata no las pueden desatar los hombres!

—¿Pero está usted segura de que estos lazos los ha anudado Dios?

—¡Calla, infeliz, no blasfemes! Es cierto que Dios no ha bendecido vuestra unión dándoos un hijo (de tenerlo otra cosa sería), pero tienes el deber de sufrir con paciencia la cruz que te ha tocado en suerte.

—No tengo vocación de mártir.

—Ya lo veo… y así… como eres joven, correrás tras los placeres… y… ¡sabe Dios a lo que darás lugar! Pero no dudes de que Dios te pedirá cuenta de los pecados de tu marido, abandonado por ti…

—Habla usted así porque es feliz. Una cosa es aconsejar y otra sufrir.

—Sí, soy feliz, pero es porque no tengo necesidades que me opriman, ni deseos inaccesibles que me atormenten.

—¿Y esa felicidad de usted la hace cruel e incomprensiva para las demás?

—No es eso; es que yo he tenido la suerte de ser madre, y nada hay que haga conocer el sentido de la vida como los hijos.

—¡Los hijos! —exclamó Dolores—. ¡Pobres hijos! Yo me alegro ya de no haberlos tenido, si habían de ser el lazo enojoso que me uniera a ese hombre.

—¿Y entonces, por qué te casaste?

—Porque era una niña ignorante de la vida. Si las mujeres nos educáramos de otro modo, si supiéramos todo lo que representa el casamiento, si pensáramos en ser madres y en la responsabilidad de darles a los hijos padres enfermos y degenerados, no habría tantas desdichadas. Es un crimen que exija la pureza, el candor, la inocencia en una niña, un hombre enfermo, degenerado, vicioso.

—¿Pero tú te has vuelto loca? —exclamó escandalizada doña Carolina—. ¿Qué ideas son esas?

Se exaltó aún más Dolores.

—¡Las ideas verdaderas, las ideas humanas, las que enseñan la vida y los desengaños frente a todas las falsedades establecidas!

—¡Me estás ofendiendo con esas teorías!

—¡Quiero defender mi vida, sin dejar que nadie se crea con derecho a intervenir en ella!

—Si lo dices por mí, ya puedes estar tranquila. No he de volverte a importunar. Después de todo, Dios sabe que lo que he hecho no ha sido ni por ti ni por mi sobrino, sino por evitar el escándalo y el mal ejemplo que estáis dando.

Se levantó solemne, se colocó el manto con lentitud y salió andando despacio, como el que espera que lo llamen. Pero Dolores, con los hermosos ojos fijos, llenos de la fiereza que ponía en ellos la fuerza de su pensamiento, no se movió.

Doña Carolina salió murmurando:

—¡Está perdida, perdida! No hay salvación para ella. Esto es un charco demasiado pequeño para su ambición; quiere ir a ahogarse a un charco grande.

Pero el relato que hizo dona Carolina de su visita aquella noche en la tertulia de tía Pepita, en vez de apagar avivó el celo de las otras catequistas. Fueron desfilando por casa de Luis todas las que se creían capaces de convencerla. Vinieron sacerdotes, que le hablaron de la magnanimidad con que su esposo accedía a recibirla de nuevo y a olvidarlo todo para reanudar su vida.

Vino Lolita, con la lección aprendida de todo lo que había oído decir a las señoras, para asustarla con el infierno y el desprecio de la sociedad.

Acudieron las cuñadas para ofrecerle su perdón si hacía cesar aquel escándalo, impropio de una familia distinguida. La atormentaban todos tanto con sus razonamientos, que la irritaban y le daban nueva fuerza para mantenerse firme en su propósito.

A veces el cansancio le hacía flaquear. Sentía momentos de debilidad con la evocación de los días felices, sobre todo cuando vino a verla la tía Pepita, la dama prestigiosa y buena. Ella no le habló con hipocresía. Sus múltiples matrimonios parecían haberle dado una mayor comprensión de la vida.

—Yo tengo derecho a ser feliz, tía —se atrevió a decir la joven—. Yo creo que mi felicidad es tan respetable como la ajena.

—Sin duda; pero el divorcio, la separación de los matrimonios, ofende a Dios.

—Más lo ofendería mi deseo de ser feliz sin el divorcio; porque ese deseo envolvería el de la muerte de mi marido.

—¡Jesús!

—Sí, tía. Creo que es más noble firmar la petición de divorcio que ir a ofrendar a una imagen un alfiler de cabeza negra para que nos deje viudas. Yo no soy capaz de pedir a Dios un crimen ni de desear la muerte de Antonio.

Doña Pepita guardó silencio unos instantes y al fin tuvo una confidencia valiosa en una mujer casada cinco veces.

—¡Ay, hija mía! Es inútil buscar el ideal en el matrimonio. Siempre es superior el sueño a la realidad.

La ternura la conmovía. Pero se asustaba de ceder. Había entreabierto la puerta de su liberación y temía a la desesperación de verse de nuevo encerrada, sin esperanza, en aquel medio del que ya no podría escapar. Recordaba su angustia cuando creía que el matrimonio era indisoluble, aquel siempre que la había agobiado.

Para darse ánimos evocaba la figura de su abogado. Recordaba las palabras que Pepe le había dicho antes de ceder a presentar la demanda y entablar el pleito de divorcio:

—Somos nosotros, los abogados, las víctimas de estas desavenencias conyugales. Casi siempre, unas semanas de separación son como un vientecillo bonancible que aviva el recuerdo y convierte la costumbre en algo parecido al amor. Los esposos se reconcilian y los dos se vuelven airados contra el pobre abogado, al que culpan como si fuese un intrigante. La mayoría de las veces los dos esposes se convierten en enemigos suyos, y lo dejan en el lugar poco airoso de un amante burlado.

La detenía aquella consideración. Sabía que su marido se valía de todas sus relaciones políticas para combatir al abogado, buscándole disgustos. Estaba convencida de que éste la defendía con tesón, persuadido de su inocencia, de un modo noble y desinteresado. Apenas lo había visto después de su depósito en la casa de Luis, pero un secreto sentimiento le decía que velaba por ella, no se sentía sola. Era como un protector, que aparecería en el momento preciso, corno si por la evocación de una varita de virtud surgiese de la sombra.

—No —se decía para darse fuerza—, yo no debo ceder. Sería hacerle una ofensa a Pepe, que es tan bueno.

Su transigencia le parecía como una traición para aquel hombre, que la defendía en nombre de la ley.

Una mañana fue Juanita la que estuvo a verla.

—Yo, hija mía, no he querido venir hasta dejar pasar tiempo para que reflexiones. Yo, la verdad, creo que no soy sospechosa. ¡No me han gustado jamás los hombres! «¡El mejor, asadito con limón!». Es denigrante cómo nos tratan a las pobres mujeres. Por eso yo no he querido casarme nunca. Es verdad que el matrimonio no es un sacramento como los otros… ¡Como que tiene por ministros a los mismos contrayentes! Es una concesión que la Iglesia ha hecho a la impureza de la gente… No quieren dejar de pecar… por eso se les dio el matrimonio… no como una cosa buena, sino como un mal menor. San Pablo lo dijo: «Más vale casarse que abrasarse». Pero ya ves tú, sacramento y todo, el matrimonio es un estado menos perfecto que la castidad, que no es sacramento. Eso no quita para reconocer que la sociedad es así… tiene sus leyes y hay que respetarlas… Una mujer no puede hacer ciertas cosas… aunque estaría muy bien que las hiciese…

—¡Es cierto!

Le daba la razón para evitar más comentarios.

—Tú, créeme, has hecho mal en abandonar tu casa. Aquel era tu puesto. Antonio podía andar de acá para allá, pero tú eras la señora… y, al fin y al cabo, cuando pasan los años, los hombres vuelven a su casa y a su mujer, ya desengañados.

—Cuando necesitan una hermana de la caridad que cuide sus toses y sus reumas.

—¿Y qué somos más que eso? Si vieras tu casa te daría pena… Tú, que la tenías tan cuidadita y tan limpia… y que seguramente eres como yo… Yo les tengo cariño a las cosas…

Dolores sonrió. No, no le tenía cariño a aquella casa. No había tenido ella la iniciativa para hacerse un interior que le fuese agradable, que tuviese algo de espiritualidad. Antonio había querido los grandes muebles, los cuadros malos, los bibelotes caros, sin arte; y las cuñadas habían añadido su ofrenda de trapitos bordados, en todas partes, con lacitos rosa. No había allí nada que le fuese querido. Hasta el jardín, aquel jardín que quería cuidar y cultivar cuando se casaron, estaba destrozado por las jaulas de los gallos y por el palomar, sin flores y sin nada que pudiese agradarle. La otra siguió:

—¡Yo he ido varias veces… para decirles a las criadas que tengan orden… que esto no puede durar, que tú has de volver… a pesar de lo que dice Antonio en su enfado!… ¡Su lengua es un hacha!… No le queda nada malo que no diga de ti… ¡Es natural! Eso prueba que te quiere.

—¿Sí?

—No lo dudes… Y todo acabará como debe acabar. Ya lo dice el refrán: «Entre padres y hermanos, no metas las manos…». Es natural… Ahora estáis ofendidos… Él me puso mala cara… No es que me dijera nada. Eso no… Pero yo lo comprendí y no he vuelto… Mira… hasta creo que ha llevado a… a… esa mujer… ya sabes, a tu propia casa.

Después de lanzadas estas palabras se detuvo y añadió, extrañada de la serenidad de Dolores:

—¿Pero es que no te importa?

—Claro que no. Ya desde el momento en que estamos separados no me molesta que él ame a otra… ¿Por qué he de desear que no sea feliz?

—¡No me vengas con historias! Eso es inconcebible.

—Pues te juro que es así.

—Entonces tú no has querido a tu marido.

—Creía quererlo y quizás no me hubiera desengañado nunca.

—¿Pero es que no seguís siendo marido y mujer?

—Como si no lo fuéramos. No tenemos la misma sangre. El cariño era lo único que nos podía unir.

—¡Simplezas! ¿Y sabes lo que yo digo?…

Esperó que le preguntara, pero en vista del silencio de la joven, continuó:

—No es posible que una mujer no tenga ilusión con su marido… como no sea… que… la tenga con otro.

Volvió a quedarse mirándola, como si se dijese en su interior: «Anda, ya se la solté». Pero Dolores siguió inmutable.

—No faltarán gentes piadosas que lo crean así —dijo—; pero eso importa poco cuando se tiene la conciencia tranquila.

—¡Ay, hija! No se puede mirar con indiferencia que lleven y traigan en lenguas la buena fama de una…

—Cuando no se puede evitar.

—Es que cuando el río suena… agua o piedras lleva.

—¿Qué quieres decir?

—De ti nada…

—Bien clara es mi vida.

—Eso…

—¿Qué?

—La vida de una mujer que se va del lado de su marido, no es clara nunca.

—Pero todo el mundo sabe mi conducta y la razón que me asiste…

—Sí… no digo yo que Antonio fuese un modelo de maridos, pero tampoco era para tanto… ¿Qué es lo que te propones?

—Vivir lejos de él… Trabajando… Como pueda…

—¿Pero no pensarás en vivir siempre aquí?

—¡Naturalmente!

—¿Tú comprendes que, al fin y al cabo, en esta casa hay hombres?…

—¡Parientes de mi esposo!…

—Eso nada importa… ¡Cuanto más primos…! Pero no… no van por ahí las aguas… ya sabes tú por dónde van.

—¡No comprendo!

—Pues ya es antiguo que el mejor medio de comprometer a una mujer es defendería… ¡Pepe es demasiado joven y guapito!

Se levantó Dolores de un salto.

—¿Qué infamia es esa?

La otra sonrió satisfecha, Al fin había dado en el blanco.

—¡Yo no digo nada! Tú tienes bastante talento para no fiarte de nada. Ya se sabe: «la mujer casada, dos bocados y dejarla».

Se puso de pie.

—Me marcho. Yo no salgo nunca de mí casa como no sea para algo muy preciso… Ya lo sabes. Hoy van a sacramentar a la pobre doña Margarita… Tengo que estar allí, y temo no llegar a tiempo. ¡Esa sí que tiene la gloria ganada!… ¡Lo que la pobre ha sufrido con el marido y con los hijos! Se irá derechita al cielo… Y también tengo que ir a casa de Esteban… Su mujer tiene los pechos malos. Se le puso un pelo en el izquierdo; ya sabes, un caño tapado, y en lugar de darle de mamar al chico del revés, como yo le aconsejaba, llamó al médico y ¡claro!, se le han apostemado los pechos… Los médicos no entienden de estas cosas… Adiós, hija… ¡Juicio, juicio!… ¡Ah! ¿Sabes? También está con calenturas tu cuñada María Luisa… Tú no irás a verla… ¡Qué cosas! Hay que vivir para ver… yo… lo… es… ya…

Llegaron perdidas a sus oídos las últimas sílabas de lo que le decía Juanita, mientras se alejaba, sin cesar de hablar.

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