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La Malcasada: XVIII. La ratificación

La Malcasada
XVIII. La ratificación
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. I. ¡Biznagas! ¡Biznagas!
  4. II. Las cuñás
  5. III. Resignación
  6. IV. La familia
  7. V. Flores de luz
  8. VI. La pita
  9. VII. La tregua
  10. VIII. Las cometas
  11. IX. La caricia insoportable
  12. X. Complicidad
  13. XI. En la garrofa
  14. XII. Hacia la liberación
  15. XIII. El amigo íntimo
  16. XIV. El obispo de piedra
  17. XV. La riña de gatos
  18. XVI. Las catequistas
  19. XVII. El serrallo
  20. XVIII. La ratificación
  21. XIX. Amor que nace
  22. XX. Los protectores
  23. XXI. La traición
  24. XXII. La paz
  25. XXIII. Los perseguidores
  26. XXIV. La despedida
  27. XXV. Una tregua
  28. XXVI. Contra lo indisoluble
  29. Autor
  30. Otros textos
  31. CoverPage

XVIII. La ratificación

Le parecía a Dolores que el color de la luz tenía aquel día algo de solemne, de esa luz de obsesión de los Viernes Santos. Era el día que había de ir el juzgado para que se ratificara en su demanda, y tenía que verse de nuevo cara a cara con su marido, sostener su acusación delante de él, bajo las miradas curiosas de parientes y extraños.

Sin darse cuenta ponía más coquetería que de costumbre en su tocado. A pesar suyo, pensaba que Pepe iba a verla, y esa idea la preocupaba mientras se vestía. Cuando bajó a almorzar, la madre de Luis la miró con una seriedad curiosa, como miran las burguesas asustadizas a las mujeres de cuya conducta no están muy seguras.

No se habló apenas en la mesa, y todos comieron poco. Al acabar Luis sacó del bolsillo una carta y se la dio a Dolores.

—Te ruego que la leas, prima, antes de que llegue el Juzgado —le dijo.

Dolores sintió un rehílo en la médula al pensar en la proximidad del Juzgado. La justicia, en España, ofrece el fenómeno de asustar hasta a los que buscan su amparo.

Se levantó, tomó la carta y fue a encerrarse en su habitación. Mientras rompía el sobre miró por entre las persianas y le pareció sentir la presencia de toda la vecindad espiando la llegada del juzgado.

Leyó:

«Dolores; Estás aún a tiempo de retroceder. Yo estoy dispuesto a perdonarte. Mira bien lo que haces —Antonio».

Aquellas cuatro líneas estaban escritas con letra segura, sin emoción ninguna. Era la letra que ella tanto conocía, pero no le evocó otras misivas llenas de amor, sino que le revolvió todas sus indignaciones. ¡Perdonarla! ¿De qué? ¿Acaso de no resignarse a sufrirlo, como una pobre privada de sensibilidad que se presta a una convivencia bestial, ofreciendo lo más íntimo de su ser, sin amor, como una mujerzuela impúdica?

Rompió la carta con un movimiento nervioso, y golpeando su piececito contra el suelo, enérgicamente, exclamó:

—No, y no… No me arrepentiré.

—Señorita… que baje usted.

Había un temblor en la voz de la criada que la llamaba. Ella también se estremeció; pero con su instinto de mujer bonita, dirigió la mirada al espejo y arregló sus rizos.

Conforme bajaba la escalera iba sintiéndose poseída de una importancia que no había tenido hasta ahora. Se veía libre, desligada de los demás, para manifestar su voluntad, para ser día, para afirmar su personalidad y su vida: se sentía acrecentada. Experimentaba la impresión de la artista que va a debutar ante el público y que, a pesar de su susto, no pierde el deseo de aparecer bella.

Al entrar en la sala no vio a nadie en el primer momento. Estaban entornadas las ventanas y caídos los portieres, como era costumbre en una estancia donde no se abrían las ventanas lamas. La habitación, siempre cerrada, sin intimidad, esperando unas visitas que pasaban meses sin llegar, y sin que nadie la habitase, tenía un helor de casa abandonada, sin ese calor que presta la vida de las personas.

Bien pronto distinguió al juez, al escribano y a otro dependiente del Juzgado, agrupados los tres, cerca de la consola, como para dar idea del todo orgánico que formaban, con sus legajos de papeles y el aire profesional en el que se envolvían, como si se pusieran un traje.

Detrás de ellos estaba Pepe, muy serio también, también frío. Al otro extremo, su marido, con Luis, Juan y César Lope. La vista de éste devolvió toda su serenidad a Dolores. ¿Qué iba aquel hombre a hacer allí?

Saludó ligeramente y fue a sentarse cerca de su tía.

No la había acogido ninguna sonrisa amable, ni ningún gesto amistoso.

—¿Podemos empezar? —preguntó el escribano.

Ante el silencio de asentimiento comenzó a leer la demanda, que se fundaba en la sevicia, y en la que Pepe había acumulado las faltas del marido para demostrar la razón y el derecho de la esposa.

Parecía que, conforme iban leyendo, iba ella recordando ofensas y serenándose más y más. Veía a su marido sonreír sarcásticamente ante los cargos y mirar furiosamente de vez en cuando a Pepe. Éste oía impasible, como si no le concerniera nada de aquello, como si escuchase la lectura de una cosa que no había escrito él. Lo que más indignaba a Dolores era cómo César Lope y los otros subrayaban con sonrisitas la sonrisa de su marido. Era burlesco que una mujer llegase a quejarse de aquel modo porque su esposo se divertía y se iba con otras mujeres. Y todos miraban con sorna, casi amenazadores, al abogado que formulaba su querella.

Cuando el escribano acabó de leer, el juez hizo, con voz breve, las preguntas de rigor y propuso la reconciliación de los cónyuges. Dolores tuvo un grito salido del fondo de su alma:

—¡No!… ¡Jamás!

—¿Se ratifica usted? —preguntó el magistrado.

—Sí.

Entonces fue preciso llenar las formalidades de confirmar a Luis en el cargo de depositario y requerir a Antonio para que entregara a su mujer el lecho conyugal, las ropas de su uso y declarase los bienes que poseía para fijar la pensión que para alimentos había de señalar, y antes de que contestase Antonio, Dolores, deseosa de evitar una vergonzosa escena de regateos, se adelantó:

—No, señor juez, yo no quiero que me den nada.

—Tiene usted un derecho.

—Renuncio a él.

—¿Como vivirá usted?

—No me preocupa.

—Piense bien lo que hace.

—Lo tengo pensado No quiero nada, nada.

—Bien —dijo el juez, y dirigiéndose a su dependiente que extendía las diligencias, añadió—: Consigne usted que la señora renuncia a su derecho a los alimentos, por ahora. ¡Quién sabe lo que puede suceder en lo porvenir!

El rasgo de Dolores había iluminado de un matiz de dulce simpatía la mirada de Pepe.

—Pero, señor juez… —comenzó diciendo César.

—En este momento no puedo oírlo a usted.

—Es que yo protesto de esas calumnias que encierra la demanda, en nombre de mi amigo.

—No tiene usted facultad para eso.

—Es que yo también protesto —exclamó Antonio.

—Ya tendrá usted ocasión de hacerlo. No es este el momento —atajó el juez.

Se volvió hacia el escribano y añadió;

—Lea usted el apercibimiento.

La voz mecánica y sin inflexiones recitó aquellas disposiciones por las cuales el marido quedaba apercibido a no perseguir a la esposa, ni molestar al depositario, bajo severas penas.

En cuanto terminó la lectura todos los asistentes se pusieron de pie. El primero en salir de la sala, sin saludar a nadie, fue Antonio, seguido de César y Juan. Detrás salieron el juzgado y Pepe, a los que Luis hacía cortésmente los honores de su casa de un modo meloso y falso.

Cuando las dos mujeres se quedaron solas, la tía se levantó y se fue sin decirle una palabra a Dolores, sin mirarla siquiera; marcando con su actitud que no concebía tanta abominación.

Dolores se quedó inmóvil, mirando el lugar donde había estado sentado Pepe, como si aun lo viera allí alentándola y sonriéndola con el brillo húmedo de su mirada. Le parecía que había roto ya un nuevo eslabón de aquella pesada cadena que la sujetaba.

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