XXII. La paz
Gozaba Dolores en su nuevo domicilio el encanto de la placidez y del reposo. Tenía la casa de la buena ancianita algo que venía a realizar el sueño de paz que sugieren esas casitas pequeñas de las aldeas, que dejan ver por las ventanas abiertas, cuando pasamos rápidamente ante ellas, una lámpara, un tapete y un cromo, y que tienen frente a la puerta el parral o la enredadera. Encontraba la dulzura del orden del silencio y de la seguridad que allí se le ofrecía. Sentía Dolores un cariño al hogar que hasta entonces no había experimentado. Se entretenía en ayudar a doña Anita, en el cultivo de sus macetas, el cuidado de sus canarios y las tareas de la cocina, golosa como cocina de mujer sola, que tenía a orgullo hacer los mejores pastelillos y el mejor alfajor moreno de toda la población. Corrían así los días dulcemente, llenos de infantilidad, de goces inocentes.
De noche venían los dos únicos amigos de doña Anita, que se vanagloriaban de tener ya entre los dos reunidos, en la caja de ahorros del tiempo, cerca de siglo y medio. La mayor parte de aquellos años pesaban sobre don Andrés, un viejo gentilhombre de su majestad, que pasó en Madrid toda su juventud, y pasaba la vida hablando de la lejana corte de la reina Isabel, con la que parecía haber tenido muy íntima relación, y maldiciendo de los palaciegos que pasaron al servicio de Amadeo sin guardar fe ni ley a su señora.
—«Los mismos perros con diferentes collares», como decía Fernando VII —repetía.
Entonces fue cuando él se vino a Almería, y no había querido volver a salir de allí para nada.
El tiempo había quitado al gentilhombre toda su gentileza, pero conservaba su pulcritud en el aseo y en el vestir, y las formas cortesanas de mediados del siglo XIX. Sin pestañas, cejas ni cabellos, su cabeza tenía semejanza con la de esos pajaritos que se fríen enteros. Comenzaban ya a acusarse en él la calavera y el esqueleto.
El otro contertulio era un italiano, gran amigo del difunto esposo de doña Anita. Un hombre de dos metros de alto, delgado hasta no tener más que la piel y el hueso, que andaba encorvándose de un lado para otro, y daba la sensación de que se iba a tronchar. Sobre aquel cuerpo de hueso se destacaba la cabeza con gran pelambrera, de barbas y melena larga, que agitaba y revolvía, con sus vivos gestos, descompuestos, en contraste con la mesura del gentilhombre. Para ser amigos habían tenido que convenir en no hablar de Amadeo y de Isabel II.
Jugaban los tres a la brisca todas las noches, a céntimo de real el tanto, y a veces se ganaban o se perdían hasta dos y tres reales, que se echaban en la hucha, con destino a celebrar una fiesta: la Pascua.
Doña Anita lucía sus dotes de confitera, ofreciéndoles la cenita a sus amigos antes de que se fuesen a acostar, y alguna copita de licor de infusión de hierbas, que ella misma hacía y aconsejaba como estomacal.
Pero durante la cena solían enzarzarse siempre en alguna discusión. El realismo de don Andrés chocaba con el anarquismo teórico y furibundo del italiano, y doña Anita tenía que poner paz entre los dos.
Dolores contemplaba aquellas vidas que tocaban ya al fin, que parecían adelgazarse, desvanecerse y que aun conservaban ilusiones, entusiasmos, proyectos, aunque la sombra de la muerte parecía aletear sobre sus frentes y recordarles frecuentemente su presencia, que les hacía exclamar a menudo, condicionando sus planes futuros:
—Si vivo…
—Si estoy vivo…
—Si llegamos allá…
Ella leía o hacía su labor de aguja, sentada cerca de la mesa y fingiendo interesarse por quién ganaba o quién perdía. A veces, alguno de los jugadores le enseñaba las cartas para que se diera cuenta del compromiso en que podía ponerlo el juego de tener que echar tantos o de que se comieran una brisca con el as.
Dolores se distraía, dejaba volar su imaginación fuera de allí, mientras sus ojos erraban por la salita.
Era la salita que llaman burlonamente cursi, y que tiene tanto de inefable y de íntima que no la han podido sustituir, en mucho tiempo, los muebles modernos con sus rápidos cambios. Aquel era el estilo que había perdurado durante siglos. No le faltaba nada a la salita clásica: la consola de madera, pintada de negro, con piedra de mármol, adosada a la pared, entre los dos balcones, que desaparecían bajo las grandes cortinas blancas de tul bordado, recogidas con abrazaderas de cinta rosa.
Sobre la mesita se veían los dos fanales de cristal, cubriendo los jarros de porcelana blanca, dorada a fuego, que sostenían los ramos de flores de trapo y frutas de cera y los dos candelabros de muchos brazos, simétricamente colocados a ambos lados de la urna de la Dolorosa, dentro de la cual estaban, como pidiendo protección, el retrato del difunto, el de doña Anita y algunos otros de familiares o personas queridas. Estaba, entre ellos, el retrato de don Gabriel. El italiano se reía de verse en tan buena compañía, sabiendo que doña Anita esperaba que Dios le tocase en el corazón, y solía decir:
—Ni así me escapo del infierno.
Alrededor de las paredes estaban el sofá y las sillas de caoba, cubiertas con fundas de colera blanco y flequítos al borde. Ante el sofá, las butacas, y a sus pies la alfombra de cañamazo, bordado por doña Anita, así como el marcador y el cuadro con el perrito de aguas, en relieve, hecho con lanilla alemana, los cuales, con sus cristales y sus marcos, formaban parte del decorado de las paredes en unión de unas estampas bíblicas: Judit cortando la cabeza a Holofernes, Rebeca dando agua a Eliezer y Jacob regresando a su patria con Rebeca y Lía.
Aquellos cuadros de colores vivos, con sus trajes y tipos exóticos, con sus paisajes luminosos, atraían la mirada de Dolores. El demudo de las mujeres bíblicas no alarmaba a nadie, y así podía lucir el hermoso muslo desnudo de Rebeca al dar su cántaro, y la desnudez de Judit con el alfanje en la mano, al alzarse del lecho y asesinar al tirano.
Aunque jugaban allí, por ser la mejor pieza de la casa, no usaban la sillería ni pisaban la alfombra. Se había colocado una estera cerca de uno de los balcones y allí estaba la mesa, cubierta por un tapete de Cachemira, hecho con un chal viejo, y las sillas del comedor, que traían para sentarse y se llevaban después.
Lo que más sentía doña Anita era el olor a humo de tabaco que le dejaba el italiano. Era un fumador incorregible, que parecía una chimenea. Tenía la dentadura postiza ennegrecida, quemados los dedos, chamuscada la barba, y no dejaba de fumar, a pesar de aquellos ataques de tos chillona y pertinaz, en los que le faltaba el aliento, enrojecía y parecía que iba a morirse.
Don Andrés, que no fumaba y sacaba de vez en cuando su pañuelo perfumado para librarse de la peste del tabaco, había dejado de predicarle viendo que era imposible la enmienda.
Pepe comenzó por ir algunas noches y estar breves momentos. Esas noches se interrumpía la partida para atenderlo, pero él exigió que continuasen sus costumbres, para volver, y una vez admitido en la intimidad, menudeaban sus visitas y se quedaba, mirando el juego, hasta participar de sus cenas. La presencia del joven abogado hacía variar las discusiones de final de reunión. No se enzarzaban en los comentarios de la política, para ocuparse de los temas de derecho y, sobre todo, de la necesidad de que existiesen leyes para proteger a la mujer y establecer el divorcio.
—Buena manera de ayudarle —había dicho doña Anita—. Si existiera el divorcio se escapaban todos los maridos.
—No perderían mucho con eso —exclamó el anarquista—. Así aprenderían ellas a pensar, a trabajar, a tener dignidad y a no aceptar el papel de amas de llaves para que les den de comer y las vistan.
—¿Pero y los hijos? —exclamó la buena señora.
—¿Cree usted que es más moral que se eduquen en un hogar donde reina la desigualdad y la tiranía, contemplando los vicios de los padres?
Pepe se esforzaba por probar que el divorcio favorece a las mujeres.
—Los hombres —decía—, el que no lo tiene de derecho, lo tiene de hecho. Nada les impide hacer lo que quieren.
Contaba casos de hombres que se casaban en América con otra mujer, contando con la piedad de la suya, que no había de perseguirlos; de otros que perdían la nacionalidad española y se acogían a los privilegios que las leyes de algunos países conceden a los sin patria, para divorciarse y casarse después allí.
—Y lo más curioso es —añadió— que la esposa, si habita en España, continúa casada, tanto ante la ley eclesiástica como ante la ley civil. No puede formar, como él lo ha hecho, un hogar legítimo, y hasta está expuesta, en caso de faltar a las conveniencias, a que la persigan por adulterio.
—Es verdad que las pobres mujeres lo pagan todo —asentía don Andrés— y que muchas, y no quiero citar la presente, tienen razón; pero si se abriera la puerta a los matrimonios, es decir, al vicio libre, ¿adónde iríamos a parar?
—Usted se cree —exclamaba el italiano— que con la ley de divorcio iban a tirar del marido por un lado y de la mujer por otro y separarlos a la fuerza; pero no señor, el divorcio es un remedio para los que sufren, como la quinina para las fiebres; quien no lo necesita no lo toma. Los biencasados no se separan por eso, y unos y otros cuidarán más de hacerse la vida agradable y no los oiremos decir a cada paso: «Yo ya no tengo que agradar».
—¡Palabras! ¡Palabras! —decía el gentilhombre—. No valen esas comparaciones de usted. La quinina es amarga y el vicio es dulce. ¡Pobre sociedad si el matrimonio no fuera más que un contrato como quieren los impíos! Se disolvería la familia. ¡Más vale que sufran unas cuantas, que no la inmoralidad de todas!
—Conozco esa moral de usted —decía ahogándose en su tos el anarquista—. Para conservar la moral necesitan meter a la gente en la cárcel.
—No es eso.
—Es inhumano condenar a dos personas a vivir juntas, aunque no hubiera motivo ninguno para su repugnancia. Eso de no haber más medio de liberación que la muerte, hace cometer el pecado de desear que mueran muchos cónyuges.
—Exagera usted.
—Vea usted si no hay quien pide a la Divinidad la muerte de quien le estorba.
Tenía que intervenir Pepe para ponerlos de acuerdo. Él tenía demasiado arraigadas en su propio espíritu las ideas con que las costumbres moldean y esclavizan para estar libre de la preocupación de la organización de la familia, el orden y las conveniencias.
—Pero —decía— hay que ver la manera de que las cosas cambien. Hay que evolucionar con la sociedad en que vivimos. Hoy la mujer no tiene como único medio de vida el matrimonio, para verse obligada a soportarlo todo; ni el hombre conserva esa idealidad que sabe mantener el sagrado del hogar. Hay que buscar nuevas fórmulas de sanción a las uniones.
—¿A qué sanciones? —decía entre su tos, excitada por la discusión, don Gabriel—. El corazón es el juez más sabio.
—No diga usted esas inmoralidades —exclamó ya asustada doña Anita.
—¿Lo ve usted cómo las mujeres protestan? —dijo don Andrés.
—Ya lo sé; aquí se puede tocar a todo menos a estas cuestiones de falsa moral; pero la Naturaleza se venga, y, como diosa soberana, castiga a los que la contrarían. Si se le pudiera mandar al corazón: «ama», la cosa estaba resuelta; pero los corazones florecen como los rosales y es una crueldad matar sus flores. Mientras no exista el divorcio perfecto, no debía castigarse el adulterio. La pobre esclava que no puede obrar libremente, tiene que engañar; la obligan a ello.
Dolores nada decía, pero sentía como penetraban a la vez en su corazón y en su cerebro aquellas doctrinas. No era ella sola la malcasada. ¡Había tantas malcasadas! ¡Se ocultaban tantas lágrimas desesperadas en el fondo de los hogares! Mujeres vejadas unas, martirizadas otras, incomprendidas la mayoría, sufriendo un yugo irritante, despótico, o languideciendo como plantas sin sol, por falta de compenetración espiritual con sus maridos. Hasta algunos, muy santos y muy buenos, no se ocupaban más que de su trabajo, de que nada faltase a su esposa, pero no se acordaban jamás de que tenía alma. Sus ocupaciones, sus gustos, les llevaban todo el tiempo. Apenas le preguntaban alguna vez al notar su inquietud:
—¿Pero qué tienes, niña; qué te pasa? ¿Te falta algo?
Y ellas no sabían, no podían formular la queja de aquella cosa espiritual, intangible, que no lograban materializar y representar con una palabra y que, sin embargo, murmuraba en su interior:
—Me falta todo.