X. Complicidad
Un día, mientras le desenredaba los hermosos rizos, Enriqueta le dijo:
—El señorito Pepe se ha ido a Madrid, pero su mamá nos prestará los libros.
Aquella tarde Dolores subió al terrado. Los vecinos estaban tristes, faltaba a su lado la alegría moza de Pepe.
Entablaron una conversación, frívola al principio, que acabó por irse haciendo más íntima. Sentíase Dolores a gusto cerca de ellos. El viejecito tenía una ironía suave, lejana a las preocupaciones habituales allí, e impregnada de la amable y sana galantería de los buenos ancianitos de espíritu limpio.
Desde entonces la joven no faltó a la reunión de la terraza todas las tardes. Se había establecido una confianza entre ella y los vecinos, que le daba la impresión de no estar ya tan sola. Ella, tan reservada, no tenía reparos en abrir su corazón a don Felipe y doña Gertrudis. La acogían los dos tan dulcemente, sin exagerar su cuidado para enconar más sus heridas, y sin pretender tampoco ofrecerle falsos consuelos, que la joven se sentía aliviada. Era como si hubiese encontrado la madre, en cuyo seno podía desahogar su dolor.
Nunca preguntaba Dolores por Pepe, pero sentía un gran placer cuando le decían que había llegado carta suya.
A veces la madre leía aquellas cartas. Tenían algo de cartas de niño, inocentes, bondadosas, optimistas. No se mezclaba en ellas la idea de ningún noviazgo, ni de ninguna preocupación.
Una tarde Antonio le dijo:
—Te veo muy aficionada a subir al terrado.
Ella enrojeció para responder:
—Me gusta tomar el sol.
—Pues me vas a hacer el favor de tomarlo por otro lado.
—¿Por qué motivo?
—No quiero que vuelvas ni a cambiar el saludo con esa gente, de quien te has hecho tan amigota…
—¿Qué mal hay en eso?
—Que no me da la gana de que mi mujer tenga trato con mis enemigos.
—¿Tus enemigos?
—Sí; el hijito se ha afiliado al partido liberal… ¡Hijo de su padre!… ¡Un viejo sinvergüenza!…
Algo muy arraigado protestaba en el corazón de Dolores.
—No debías hablar así.
—¿Tanto te interesa esa gentuza?
—No merecen que digas eso.
—Pues tendrás que aguantarte. Ya sabes que aquí no hay más calzones que los míos. Cuida de que no vuelva a suceder.
—¿Y si no quiero hacer caso de tus absurdas prohibiciones?
—Te llevaré arrastrando delante de ellos.
El miedo al escándalo, que podía molestar a sus amigos, obligó a la joven a obedecer a su marido. Volvió a la soledad de su habitación. Pasaba los días inmovilizada en su butaca.
—Doña Gertrudis y don Felipe me han preguntado que si estaba enferma Dicen que hace muchos días que no la ven —le dijo una mañana la peinadora.
Otro día añadió:
—Me ha encargado doña Gertrudis que le diga a usted que tiene muchas ganas de verla, que la tiene usted olvidada.
El miedo a parecerle ingrata a sus amigos rompió la reserva de la joven.
—No es eso, Enriqueta, no es eso… Es que ni libertad para verlos tengo.
—Vamos, no llore usted así; por Dios, señorita Dolores… Que se me parte el alma… Ya me figuraba yo algo de lo que a usted le pasa. Lo que no comprendo es cómo puede usted aguantar tanto.
—¿Qué remedio me queda?
—Yo le juro que no haría los huesos viejos al lado de un hombre así. Yo no sé para qué se casan algunos hombres. Para tener una esclava…
Fue Enriqueta la encargada de revelarle a sus amigos la situación de Dolores. Aunque la joven no se atrevió a preguntarle el resultado del mensaje, ella le dijo:
—No puede usted figurarse el disgusto que han tenido los señores de Suárez con esto. Don Felipe se puso rojo de rabia, estaba hecho un cangrejo y puso a don Antonio como chupa de pascua. Le dijo cuanto se merece.
—¿Y doña Gertrudis?
—¡La pobre es tan buena! Me encargó que le dijera que obedeciera a su esposo, pues no quería que por ellos tuviera usted disgustos.
—Pero ya sabrán que no es culpa mía.
—De sobra lo comprenden. La quieren a usted mucho.
—¡Si quisiera usted llevarles una carta!
—No tengo inconveniente. Lo haré porque me da lástima de la señorita y veo que no se trata de ninguna cosa mala. Yo, aunque me esté mal el decirlo, soy muy honrada y tengo mi conciencia muy limpia. No soy capaz de alcahueterías como otras. Por eso tengo entrada en las casas de todo lo principalito de aquí y nadie ha tenido que decir nada jamás, en buena hora lo diga.
Comenzó a citar nombres de las damas adineradas cuyos cabellos peinaba ella: cofrades de la Sagrada Familia, damas de San Vicente.
Dolores conocía sólo de nombre a la mayor parte de ellas; pero recordaba las escandalosas historias que había oído contar a sus cuñadas de las señoras de García, de Martínez y de Pérez, anteponiendo a sus murmuraciones un piadoso: Se dice o un Dios me libre de creerlo.
Al día siguiente le entregó a Enriqueta la carta, y como no disponía de dinero le pagó el servicio con una de sus sortijas.
Sentía un alivio en tener una aliada para luchar, en caso necesario, contra la tiranía del marido.
Aunque los vecinos no le contestaron, Enriqueta le siguió hablando de ellos todos los días.
Unas veces le decía que habían preguntado por ella, otras, que estaban indignados de lo que le su cedía y otras, que le enviaban sus recuerdos.
Un día le dio cuenta de la vuelta de Pepe y de su indignación al enterarse de la esclavitud que Dolores sufría. Hábilmente conoció la peinadora la impresión que las noticias del joven le causaban a Dolores, y todos los días le hablaba de él. Le decía cuánto se interesaba por su suerte, y cómo le preguntaba por ella constantemente.
—Yo creo —le dijo un día— que si usted fuera soltera no se quedaba sin que le dijera algo el señorito Pepe.
¡Qué cosas tiene usted!, —balbuceó Dolores.
—No. Es que una tiene experiencia. Cuando a un hombre le gusta una mujer se conoce… y lo que es usted ¡vaya si le gusta al señorito! ¡Más que el arroz con leche!
Ella lo pensaba también así. Volvía a escuchar los pasos del joven cuando se retiraba a su casa todas las noches, y le oía pasar de día con bastante frecuencia.
Iba siempre ligero, sin mirar, sin detenerse; pero Dolores tenía la certeza de que pensaba en ella, de que sabía que estaba allí. Sólo por la madrugada miraba al balcón y se levantaba el sombrero. Ella le respondía haciéndole un signo amistoso con la mano.
Sentía un cariño grande por sus amigos, y tenía que resignarse a oírlos insultar continuamente. La pandilla política de tío Eduardo estaba indignada de la oposición que encontraban en el joven. Hablaban de acecharlo, de darle un tiro, de propinarle una paliza. A pesar de la costumbre de oír bravatas, aquellas amenazas asustaban a Dolores.
Hubiera deseado escribirle a Pepe, prevenirlo de lo que contra él tramaban; pero no se atrevía a confiarse a Enriqueta, después de sus insinuaciones. La asustaba que pudieran creer que la guiaba un interés de otra naturaleza, distinta de aquella gran simpatía que le inspiraba el joven por su dedicación y su nobleza.
Sin pensar en que eso pudiera comprometerla escribió en una hoja de papel su aviso, y al pasar lo dejó caer a sus pies.
Le vio recogerlo y apresurar el paso, con prisa de enterarse del contenido del papel.
Aquella noche, cuando esperaba oírlo pasar, vio caer una piedrecita del terrado sobre el balcón. Iba envuelta en un papel con una sola palabra:
«Gracias».
Debía haber saltado a su azotea para enviarle aquel sencillo mensaje.
Se establecía así una mayor inteligencia entre ellos. Dolores, con el papel en la mano, gozaba la embriaguez de sentirse culpable por aquella amistad que, en cierto modo, la vengaba de su marido.
Algunas tardes venía a buscarla tía Pepita en su vieja galera tirada por dos poderosas mulas castellanas, por las que desdeñaba los automóviles. Ninguno de la familia se hubiera atrevido a rechazar el honor de aquellos paseos monótonos, siempre por las carreteras polvorientas, que se parecían todas. A tía Pepita no le gustaba dar vueltas al paseo, ni ir por los lugares frecuentados. Unos días era su paseo por la antigua ruta de Granada, hasta la cruz de Caravaca, la gran cruz de piedra que se alzaba en medio del camino, o hasta llegar a los callejones, como llamaban al estrecho paso, abierto en el cerro, donde todas las tardes se renovaban los relatos y los recuerdos de los leprosos que antiguamente desterraban allí, y que albergados en las cuevas, presentaban a los viajeros las esportillas de pleita para implorar las limosnas, o bien las historias de bandidos que asesinaban a los viajeros, hasta que un gobernador tomó la medida dictatorial de fusilar a todos los hombres del pueblecillo cercano. Volvían dando la vuelta por el Quemadero, que conservaba el nombre desde que se realizaban allí los autos de fe de la Santa Inquisición o por el Barrio Alto. Eran los barrios pobres e infectos, que parecen acechar cerca de todas las ciudades. Estaban formados de casas hechas con piedra y barro, con las paredes sin enlucir, los techos de alcatifa y los suelos de traspol. Se respiraba en aquellos barrios una mezcla tónica y picante de esparto maduro y de suciedad.
El esparto ponía un tono dorado en todo el Barrio Alto. Se veían, sentadas cerca de las puertas de las míseras viviendas rifeñas, mujeres morunas, haciendo fascal o tomiza, con los manojos de esparto bajo el brazo y las mechas, que arrancaban de ellos, sujetas entre los dientes para ganar en velocidad.
Los hombres, sentados también a las puertas de las casas, tejían pleitas y crinejas, sujetando la labor con el pulgar del pie derecho. Estaban descalzos, sucios, roñosos, con aquella uña negra y recomida como una gran haba seca. Algunos mocetones, en mangas de camisa, mojaban el esparto, ablandado durante algunos días en agua corrompida, con grandes mazas de madera, que volteaban sobre su cabeza para dejarlas caer sobre el manojo, colocado encima de la piedra viva. Algunos cosían las esparteñas, que eran el calzado que se usaba en toda la región. El suelo estaba alfombrado de briznas de esparto, entre las que picoteaban las gallinas y hozaban los cerdos, en libertad y plena camaradería con las personas.
Aquel barrio era el que había dado lugar a que los habitantes de los pueblos vecinos, en las continuas luchas a que los lanzaba su carácter belicoso, dijeran que las mujeres de Almería eran legañosas a pesar de sus hermosos ojos, porque el polvillo corrosivo del esparto les escaldaba los párpados a los que lo trabajaban, y todas las gentes del barrio tenían los ojos rojizos, hinchados y sin pestañas, ojos de rata blanca, y las bocas rajadas y llenas de boceras.
La pobreza del barrio no excluía que abundasen en él las tabernas, y que siempre al pasar por ellas se oyesen ruido de voces y chocar de los jarros de latón, que corrían de unos en otros los bebedores. Era un barrio de matones, que se pasaban la vida jugando groseros juegos de cartas, esperando que los políticos de uno u otro bando solicitasen sus servicios. Hasta las mujeres, las barrialteras, tenían fama de bravas.
En cuanto la galera cruzaba el arenal reseco del Andarax y seguía por entre boqueras y baches para desembocar en el barrio, acudía un hormiguero de muchachos en cueretes, que trataban de encaramarse en los estribos, corriendo en torno del carruaje, y que a veces lo apedreaban.
La galera iba siempre cargada de gente: seis personas dentro y cuatro en la berlina, pues en estos paseos tenían que alternar todos los parientes.
En las épocas de gran efervescencia política solían acompañar a tía Pepita los sobrinos, que se aprovechaban de la influencia que las dádivas de la buena señora le habían granjeado en el barrio, para hacer su propaganda.
La gran galera se detenía ante míseros tugurios o en la puerta de las tabernas, y mujeres, chicos y hombres acudían a saludar a la señora, que era la madrina de todos los que se casaban y de todos los chicos que había que bautizar. Y tía Pepita misma, influenciada por aquella ansiedad que la pasión política ponía en torno suyo, era la que les comprometía los votos.
—Tía —solía decirle el sobrino tartajoso, que conocía su flaco—. Es preciso que mandemos nosotros para evitar las impiedades y la falta de religión que fomentaran los liberales.
Las señoras sentían despertarse con aquellas palabras su fervor, su fe de catequistas, y aprovechaban el paseo para ayudar a la propaganda de la candidatura de tío Eduardo.
En su indignación contra los adversarios, execraban a Pepe como uno de los mayores réprobos. ¿Qué podía esperarse del nieto de un viejo miliciano nacional y de una madre que si se caía la iglesia no la pillaba debajo?
Una de las más indignadas era Lola, una prima de tía Pepita, casada con un calavera arruinado, que fomentaba su afición de arreglar altares, vestir imágenes y celebrar juntas de devotas y curas; con tal de que no se metiera en sus devaneos y lo dejara gastar todo el dinero de que podía disponer burlando la previsión de la suegra, doña Nicolasa, que era la que administraba la hacienda, cuidaba de la casa y de la educación de los nietos, cosa esta última que hacía bastante mal, pues los dos tagarotes no se ocupaban más que de jugar, ensoberbecidos con su dinero y su situación de privilegio.
—Esta señora es vuestra tía —les había dicho una tarde la abuelita presentándoles a Dolores.
Los dos la miraron sin conmoverse por el parentesco y uno de ellos preguntó:
—¿Es rica?
—No, hijos míos, no soy rica —contestó riendo Dolores.
—Entonces tendrás piojos —exclamó el otro, y los dos huyeron del beso, que por amabilidad intentaba darles la joven.
Lola era tonta de capirote, de mala intención, y encontraba medio de citarse siempre como modelo de todas las virtudes y de dirigir remoquetes a Dolores, con gran placer de todas las otras, que no se entendían bien con ella. No le perdonaban que no tomase parte en sus conversaciones de intimidades matrimoniales, de sus accidentes de sexo, de todas aquellas cosas que eran el alimento de las virtuosas casadas, las cuales recibían el sacramento del matrimonio para ocuparse constantemente de sus deberes conyugales, y de la maternidad.
—Yo —decía una— necesitaría tener un hijo cada año para estar saludable, porque mi naturaleza es muy fuerte.
La esposa del sobrino Juan se alababa de su frecuente maternidad como de la mayor de las virtudes. Rosalía, con la tristeza de no haber tenido hijos, les relataba sus dolores de riñones, sus desates y sus miserias. Ahora estaba contenta porque Glorita, apenas casada hacía un mes, daba ya indicios de maternidad.
—Desde el primer momento —decía satisfecha.
Gozaban en aquellas conversaciones, dándose unas a otras remedios de todas clases para tener familia, y que nacieran de uno u otro sexo, pues como decía Juana:
—Los padres quieren siempre tener varones, pero para las madres vale más una hija mala que cien hijos canónigos.
Dolores sentía subir el rubor a su rostro al oír algunas confidencias, pero aquellas eran las conversaciones propias de las virtuosas y honestas mujeres.
En cambio ellas estaban escandalizadas de Dolores, que parecía no preocuparse de su esterilidad y quería ser igual que su marido. Allí el hombre era señor sólo por ser hombre. Los hombres del pueblo dejaban sentir su señorío apaleando a las mujeres y haciéndose servir de ellas sin miramiento alguno.
En las clases acomodadas pasaba, sobre poco más o menos, lo mismo, y las mujeres no se atrevían a tener iniciativas ni a disponer de nada. Todas las mujeres de la casa estaban pendientes de la voluntad de los hombres, cuyas más vulgares palabras se reían como gracias, y cuyas voluntades se cumplían sin murmurar. Dominaba aún en la dudad mora el espíritu de serrallo.
Lola no se preocupaba de que el marido fuese tan enamoradizo que, engañado por su miopía, llegó a seguir a los curas por la calle, creyendo que eran señoras.
—A la mujer legítima no le perjudica nada de eso —decía.
Cándida tenía la vanidad de ser la propietaria de un marido guapo y buen mozo, que le envidiaban todas las mujeres. Daba tal fe a sus palabras que llegó a referirles que a su Manuel se le había caído un día la camiseta en la calle sin sentirla, y vino sin ella a su casa.
Adela era celebrada como modelo de buena pasta, porque consentía que su marido pasase las noches fuera de casa y la querida estuviese cubierta de joyas cuando ella apenas tenía qué ponerse. Y eso que aquel era caso de protesta. Las mujeres comprendían la indignación y los celos cuando la querida costaba demasiado dinero. Por lo demás, la querida era casi una institución, una de las muchas esposas que compartían el afecto del señor con la esposa favorita. Quedaba allí la raíz de la poligamia, y se citaba el nombre de la querida de cada uno al lado del nombre de la esposa. Un hombre sin querida no parecía un hombre completo.