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La Malcasada: XXIII. Los perseguidores

La Malcasada
XXIII. Los perseguidores
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. I. ¡Biznagas! ¡Biznagas!
  4. II. Las cuñás
  5. III. Resignación
  6. IV. La familia
  7. V. Flores de luz
  8. VI. La pita
  9. VII. La tregua
  10. VIII. Las cometas
  11. IX. La caricia insoportable
  12. X. Complicidad
  13. XI. En la garrofa
  14. XII. Hacia la liberación
  15. XIII. El amigo íntimo
  16. XIV. El obispo de piedra
  17. XV. La riña de gatos
  18. XVI. Las catequistas
  19. XVII. El serrallo
  20. XVIII. La ratificación
  21. XIX. Amor que nace
  22. XX. Los protectores
  23. XXI. La traición
  24. XXII. La paz
  25. XXIII. Los perseguidores
  26. XXIV. La despedida
  27. XXV. Una tregua
  28. XXVI. Contra lo indisoluble
  29. Autor
  30. Otros textos
  31. CoverPage

XXIII. Los perseguidores

Hubiera sido casi feliz Dolores en aquel ambiente de reposo, si no llegara a todas partes la saña de sus perseguidores.

Antonio, herido en su amor propio de buen mozo y preocupado con sus aventuras y sus cuestiones políticas, no parecía hacer caso de su mujer.

—No quiero que me hablen de ella. Es como si se hubiera muerto —decía—. Si me opongo a la demanda, no es más que por dignidad; pero yo no he de volver a mirarla a la cara.

La familia toda, imitándole, y para dar gusto al tío Eduardo, que se mostraba indignado de que no hubiera atendido sus consejos, no se ocupaba de ella para nada.

Pero la calumnia y los odios velaban. De vez en cuando recibía anónimos groseros. No hubiera querido leerlos y, sin embargo, los leía. En ellos había, a veces, amenazas contra Pepe, que le causaban siempre miedo Temía que pudiera ser víctima de una asechanza al salir de su casa o al pasar de noche, a las altas horas, frente a su ventana.

Ahora ella lo esperaba con la ventana abierta, y siempre se cambiaban alguna frase al pasar. Era eso lo que le daba más la sensación de su libertad a Dolores.

Bajo los anónimos veía las innobles figuras de César y de Luis, a los cuales temía más que a su marido. Con los anónimos de éstos se mezclaban otros, más injuriosos aun, de las beatas y de sus antiguas amigas.

—Y, sin embargo —le decía a doña Anita, que se había compenetrado maternalmente con ella—, mi suerte es tal, que me hace más agradable el que me insulten que el que me hablen de amor.

La pobre joven sentía la tragedia de la persecución amorosa de todos los D. Juan de la población, que había comenzado el amigo íntimo de su marido y continuado su propia familia.

Pasaban semanas enteras sin atreverse a poner los pies en la calle, acosada por los piropos de todos los imbéciles que encontraba al paso.

Su belleza, su condición de forastera y la indiferencia del marido, contribuían a que todos se ocupasen de Dolores. No había hembra que no se complaciera en calumniarla ni macho que no la persiguiese.

Era como si la jauría de hombres de la ciudad se hubieran propuesto acosarla.

Parecía que la divorciada era una cosa que se ofrecía a todos como un objeto en subasta.

Creían tener ya a su alcance a la mujer altiva y blanca, a la cual no habían podido pensar en acercarse.

Diariamente recibía cartas, recados audaces, dándole citas groseras, con atrevimientos incomprensibles. A veces las cartas venían firmadas con descaro.

No bastaba su gran dignidad, su mesura, su falta de coquetería para hacer que la respetasen. Parecía que la divorciada, viuda de un marido vivo, inspiraba un deseo más acre, más incitante, que las viudas de muertos.

Todos veían en la divorciada la satisfacción de sus egoísmos: era la mujer que no comprometía, que no obligaba; la mujer de quien no había que temer la asechanza matrimonial.

Los hombres respetables, que temían al alarde de las queridas, encontraban en la situación de la divorciada una garantía de secreto y prudencia.

Algún cínico llegó hasta llamar de noche a su ventana solicitando que le abriera. Le hacían descaradamente proposiciones para pagar su amor con dinero.

—Hija mía —le decía doña Anita—, debíamos de dar cuenta de todo esto a Pepe y a nuestros amigos y que hicieran un escarmiento. Todos esos canallas se atreven así porque te ven sin más compañía que yo, que soy una pobre vieja inútil; pero en cuanto intervenga un hombre ya verás como la cosa cambia.

Dolores se oponía.

—Me sentiría morir de vergüenza al hablar de una cosa que tanto humilla —decía.

—¿Y tú qué culpa tienes?

—No sé… pero me siento avergonzada. Le ruego a usted que nadie sepa estas ofensas que me hacen.

Los días de las elecciones, llenos de sobresaltos y peligros, vinieron a agravar la situación.

El triunfo fue para sus enemigos. El tío Eduardo había vencido a sus contrarios.

Dolores se sentía perdida, por más que Pepe trataba de animaría.

—Lucharemos hasta el último momento —le decía.

Pero en su acento, en su decaimiento, en su tristeza, se veía bien claro que él tampoco tenía mucha esperanza.

Hasta entonces se habían contentado con la dulzura de tener libertad, de verse, de hablarse, gozando la voluptuosidad de saber qué se amaban y sin atreverse a formular ningún proyecto para lo porvenir. Parecían tener la esperanza de poder continuar siempre así. Ahora que se acercaba el desenlace era cuando veían la tristeza de su situación.

—¿Qué será de mí si tengo que volver a casa de mi marido y separarme para siempre de Pepe? —se preguntaba Dolores con terror.

—¡Qué vacío tan grande me quedará cuando no vuelva a verla! —pensaba Pepe con tristeza.

Pero los dos estaban como esas personas que se quedan paralizadas de terror ante el peligro, sin saber hacer nada para conjurarlo.

La visita de Juana, en aquellos momentos, le pareció a Dolores un signo de mal agüero.

—¿Te extraña verme, hija, verdad? —dijo la solterona—. Es natural… lo comprendo… Pero vengo de comulgar y… he tenido necesidad de hacer una buena obra… Consolar al triste… Porque me figuro lo triste que estarás… ¡Pobrecita! Yo sé que tú no eres mala. Te has desmejorado mucho. No hay que preguntarte. Quien no crea en dolor, que crea en color. Salta a la vista.

Se sentó en el sofá, y casi sin dejar meter baza a la joven, continuó su retahíla contándole el lujo del primer vástago de Glorita, que pesaba cinco kilos al nacer.

—Por poco se muere. Estuvo muy malita. Todas pensábamos que Dios iba a castigar a Rosalía por su manía en casarla cuando quizás no sería esa la voluntad del Señor, Pero al fin se salvó. Tuvieron que usar los fórceps y todo. El chico salió con la cabeza como un pepino… y había que ver al marido… ¡Qué extremos de hombre! Si ella se muere, se da un tiro. Corno que no hay más cariños en el mundo que el de padres e hijos y el de marido y mujer. Aunque tú no lo quieras creer.

Dolores comprendió que había llegado la conversación al punto donde la quería conducir, y esperó.

—Y ya verás como al fin lo reconoces. ¿Qué ha pasado con tu marido? Cuatro tonterías. Nada entre dos platos. Todos los hombres son así. ¿En qué matrimonio no hay dimes y diretes? Él es bueno. Las malas compañías… y tú que también has estado mal aconsejada.

—Te ruego que no hablemos de esto.

Como tú quieras. ¡Pero si vieras qué pena me da verte así, tan sola, cuando toda tu familia está de fiesta! Se casa Elvira. El que el padre sea diputado ha decidido al yerno, que se quiere meter en política. Es una buena boda. Tiene dinero, y el dinero lo da todo.

—Me alegro de que sean felices.

—¿Pero y tú?

—No deseo más que paz.

—La paz sólo se puede encontrar en Dios, y no por el camino que tú la buscas. La paz está en tu casa, al lado de tu marido. ¡Si vieras qué limpio y qué cuidado lo tienes todo ahora! Se diría que está preparado para recibirte. Yo voy a regar tus macetas. Lo encontrarás todo bien.

—Yo no volveré.

—¡Pero no ves que no hay motivo para el divorcio y que te obligarán!

—¿Sabes algo?

—Lo que todo el mundo.

—¿Qué?

—Que todo tiene que acabar bien.

—Yo no iré.

—No tendrás más remedio.

—Prefiero morirme.

—Tonterías.

—¡Me mataré!

—¡Ave María Purísima! ¡Pero qué cosas dices! —exclamó la otra asustada—. La falta de religión tiene la culpa de todo. Pero ya lo pensarás mejor.

Se dirigió a la puerta sin cortar la conversación, como era su costumbre, y antes de salir se volvió.

—El que queda con mala situación es el abogadito. ¡Y él que estaría esperando a ver si le caía algo! ¡Qué hombres! Por un capricho, sólo por un capricho, comprometen así la felicidad de una mujer. Bastante daño te ha hecho, sólo por fastidiar a los otros. Pero ahora peor para él. Le servirá de escarmiento… Vaya. Adiós, hasta que nos veamos. Ya sabes que siempre te he querido… ¡Juicio!… ¡Juicio!

Iba contenta, con el maligno goce de dejar a Dolores llena de terror. Había cumplido su obra de caridad.

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