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La Malcasada: XI. En la garrofa

La Malcasada
XI. En la garrofa
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. I. ¡Biznagas! ¡Biznagas!
  4. II. Las cuñás
  5. III. Resignación
  6. IV. La familia
  7. V. Flores de luz
  8. VI. La pita
  9. VII. La tregua
  10. VIII. Las cometas
  11. IX. La caricia insoportable
  12. X. Complicidad
  13. XI. En la garrofa
  14. XII. Hacia la liberación
  15. XIII. El amigo íntimo
  16. XIV. El obispo de piedra
  17. XV. La riña de gatos
  18. XVI. Las catequistas
  19. XVII. El serrallo
  20. XVIII. La ratificación
  21. XIX. Amor que nace
  22. XX. Los protectores
  23. XXI. La traición
  24. XXII. La paz
  25. XXIII. Los perseguidores
  26. XXIV. La despedida
  27. XXV. Una tregua
  28. XXVI. Contra lo indisoluble
  29. Autor
  30. Otros textos
  31. CoverPage

XI. En la garrofa

—¡Si nos lo hubieran dicho no lo hubiéramos creído! —se repetían unas a otras.

Y, sin embargo, estaban contentas de verse allí, en aquella venta de «La Garrofa», frecuentada por la gente alegre, de la que se habían apartado siempre como de un lugar de pecado.

Se había necesitado toda la influencia del tío Eduardo, el jefe de la familia, para que se desvanecieran sus escrúpulos y consintieran en ir.

Él había creído necesaria aquella fiesta en honor de sus amigos de Madrid. Eran personas influyentes: el secretario y el sobrino de uno de los grandes políticos, el ministro que más le podía valer en la lucha que tenía empeñada.

—Si éstos van contentos y lo informan bien —le había revelado a su hermana—, vendrá la presión de Madrid y el triunfo es seguro. Tendremos juez y gobernador nuestro para las elecciones.

Era preciso obsequiarlos, tanto más cuando con ellos venía una señora madrileña, muy gran señora y muy considerada, según afirmaba tío Eduardo, y de una gran influencia, pues Clotilde Sáiz era viuda de un rey de armas, algo pariente de su excelencia.

Todos los forasteros eran gente joven y alegre. Había que festejarlos de un modo típico, algo distinto a las fiestas y banquetes que difieren poco en todas partes.

—Lo mejor es —habían acordado— una moraga en «La Garrofa».

Una vez aceptada la idea y vencidos los escrúpulos, estaba allí toda la familia, sin que faltase ninguna mujer, acompañadas las sobrinas de todas las amiguitas jóvenes y lindas, que tío Eduardo había tenido buen cuidado de hacer convidar. Sólo faltaban Antonio y Luis. El primero hacía ya ocho días que andaba por los pueblos cercanos, empeñado en su propaganda en busca de votos, y el tartajoso estaba ocupado en cortejar a una rica y vieja cubana, que se había enamorado de su figura de buen mozo, ya carcarrón, y le había pagado sus deudas y nivelado su situación, regalándole buenas joyas y viejas peluconas con el retrato de Carlos III, que él tomaba sin que protestaran sus principios de rancia nobleza y de sangre azul.

La idea de la fiesta había sido un acierto de tío Eduardo. Los forasteros estaban encantados. Desde que se puso en marcha la larga fila de coches no cesaban de alabar las bellezas del paisaje y del clima.

Cecilia estaba entusiasmada con el panorama espléndido del paseo de la Baja Mar. Era un sendero tortuoso, de vueltas y revueltas, abierto en medio de Ja vertiente del cerro, sobre el abismo de la roca cortada a pico y bajo el peligro de la alta cumbre, que amenazaba caer desde lo alto.

Los cortes en las canteras parecían hechos en una inmensa barra de jabón o en un enorme pan de azúcar. La cantería daba un tono blanco y desolado al paisaje. Era todo blanco, reseco, sin vegetación por aquel lado; pero la aridez y la blancura hacían resaltar más la extensión azul del Mediterráneo, que azotaba con sus olas las piedras de la costa, sobre las que estaba como colgado el camino.

Tío Eduardo se había reservado su sitio al lado de la hermosa viudita, en la berlina, adonde ella trepó con una soltura que no dejó de escandalizar un poco a las damas. Pero Eduardo iba satisfecho y hacía un derroche de discreteos durante todo el camino.

De vez en cuando veían pasar a los pescadores de ambos sexos, descalzos, con la nasa llena de pescado vivo, coleante, colocada sobre la cabeza. Marchaban con el cuerpo encorvado y un troteciílo de burro moruno, que sostenían en las dos leguas que separaban la ciudad de «La Garrofa», sin detenerse a descansar, a fin de llegar pronto al mercado.

Estaba la venta en la cima de un picacho, con los cimientos sobre las rocas, como esos pinos que nacen al lado del mar y parecen tener garras en vez de raíces para mantenerse sobre el abismo. Era como una especie de torreón, con los balcones abiertos de modo que desde todas partes se veían el cielo y el agua.

Olía allí a ese perfume de sandía madura que sale del mar en las bajas mareas, pero las damas olfateaban, queriendo percibir en la atmósfera algo de tabaco, de almizcle, de menta y de peleón, todo mezclado. Concebían así el olor de las mujeres de pecado.

No hicieron más que atravesar la gran estancia, cuyo vasar de arco servía de estantería, y en la que habían colocado el mostrador frente a la chimenea, para que la habitación sirviese a la vez de tienda y de cocina, y se internaron en el senderillo, abierto entre nopales y jaramagos, que iba de la venta a la playa.

Quedaba ya un solo copo que sacar. Se habían varado todas las otras barcas, y hombres, mujeres y chiquillos ayudaban a tirar de la gruesa maroma que arrastraba la red. Las últimas boyas estaban ya cercanas, flotando sobre el agua como ternerillos ahogados.

Cecilia palmoteaba de alegría, con gran contento del diputado, que la miraba con la baba caída, sin que su esposa pareciera darse cuenta de que en aquella asiduidad con la forastera había algo de anormal.

El secretario y el sobrino del ministro, por su parte, estaban mareados por el perfume de la castidad acre de todas aquellas muchachas, que parecían arcas cerradas esperando el momento de mostrar sus tesoros.

Tenían todas un mirar ansioso, profundo, avariento, dentro de su reserva. El aire del mar, que coloreaba las mejillas y agitaba los cabellos, las embellecía. Hasta Elvirita estaba apetitosa con su frescura juvenil, incitante.

Los jabegotes tiraban con brío de la cuerda. Mujeres descalzas, vestidas con refajos de lana amarilla y magenta, a pesar del calor, con pañuelos al talle y en la cabeza; chiquillos de tez tostada y cabello crocino por los efectos del sol; hombres aceitunados, con calzones bombachos, encarnados o amarillos, en mangas de camisa, despecherados, luciendo en el pecho desnudo el florón de pelos verdosos y rojizos como plantas marinas o afotístas.

Todos tenían largas cuerdas con rodajas de corcho en la punta, que servían para tirarlas a la maroma y que se enrollasen en ella a fin de poder tirar hasta llegar al límite de la arena, donde la iban enrollando como un gran cubilete.

Los que dejaban libre su tirante volvían a engancharlo junto a la orilla, y todos aunaban el esfuerzo con un «¡Ah, oh!», que rimaba con el tirón al unísono. Salía maroma, maroma, como una gran solitaria, del vientre del mar, y parecía que no iba a acabar de salir nunca. Los arrieros se impacientaban cerca de los borriquillos canosos, aparejados con capachos, y los vendedores preparaban sus nasas.

Al fin apareció la red llena de peces; que brillaron al sol poniente con reflejos de plata briscada, entre sus saltos y coletazos.

Los pescadores iban separando los diversos peces. La ventera, una rubia bien plantada, con los morenos brazos al aire, llenaba su canasta de gordos jureles y mantecosas sardinas para preparar la moraga.

Tenían fama las moragas de «La Garrofa», con sus apetitosas sardinas asadas en la arena, bajo la hoguera de plantas salobres, después de haberlas lavado con agua del mar y sin quitar las escamas, agallas ni buche.

Mientras se preparaba la comida volvieron todos a la gran cocina. Don Eduardo lo tenía todo preparado. Había dos tocaores de nombradía y un famoso cantaor de flamenco para que amenizaran la comida.

Los jarros de vino habían comenzado a correr entre ellos y los cocheros y zagales, que democráticamente se habían metido en la venta.

Los tocaores no acababan nunca de concertar sus guitarras. Era inacabable aquel modo de templarlas. Todo era torcer y apretar clavijas y sonar todas las cuerdas de tripa y de metal, desde el bordón a la prima. «Pom, dom, tin, ti, tiii. Dom».

Al fin consiguieron el acorde. Corrían ligeros los dedos de la mano izquierda punteando sobre los trastes, con temblores perláticos, mientras la derecha rascaba las cuerdas y hacía fiorituras de golpear a compás la madera.

La «malagueña» dejaba oír las notas melancólicas de las copias que no se cantaban.

Al fin el cantaor se acercó a los guitarristas, tosió, escupió, se pasó el dorso de la mano y el comienzo de la manga sobre los labios y lanzó con gran prosopopeya sus primeros lamentos:


Permita Dios de los cielos
permita Dios de los cielos,
que como me matas mueras,

En aquel momento la puerta de uno de los cuartos reservados se abrió con violencia, y una mujer, con el cabello y las ropas en desorden y las mejillas encendidas, se acercó al grupo y cantó los dos versos restantes, al mismo tiempo que el hombre, el cual continuaba impasible su tarea, como si no se pudiera detener:


y que te vean mis ojitos
querer y que no te quieran.

Era una mujer hermosa, de mirar canalla. Su voz acusaba la embriaguez que la dominaba.

—Vamos —gritó batiendo palmas—. ¡Venga de ahí!… Yo no he hecho nada para que me tengan ahí dentro encerrada como un loro, porque haya aquí marquesas.

Los invitados de tío Eduardo se miraban unos a otros sin saber qué partido tomar.

—¡Pues no parece sino que yo he asustado a tanta gente!, —siguió la moza—. ¡No es para tanto! Vamos, hijo, Antoñico, ven conmigo, a ver si se les pasa el mareo a estos señores.

Entró en el cuarto de donde había salido y no tardó en oírse un gran estrépito, corno de dos personas que luchaban. La puerta se abrió y la mujer apareció tirando de Antonio, el marido de Dolores, en tal estado de embriaguez, que no podía sostenerse.

La escena fue de confusión. La rubia ventera acudió y encerró a puñetazos a la causa del desorden, mientras Juan y los otros parientes se llevaron a Antonio, que no se daba cuenta de lo que sucedía.

Tía Pepita se había desmayado y todas las señoras la rodeaban, menos Dolores, que, pálida, con los labios contraídos y los ojos muy abiertos, parecía ajena a lo que acababa de pasar.

Doña Carolina se encomendaba a sus difuntos ángeles Burgundofero, Armogasío, Eldírudo, Társila, Perpedígna y Teopiste, que eran sus abogados en la corte celestial, como si los hubiera enviado para guardarle su silla en el Paraíso.

Cecilia se acercó a Dolores, la cogió del brazo, la sacó a la calle y le dijo:

—Llore usted, llore usted, no se contenga.

La joven permaneció silenciosa.

—¡Pobre criatura! —continuó la viudita—. ¡No esté usted más aquí! Pida el divorcio y escape…

Apareció el tío Eduardo queriendo arreglarlo todo. Era preciso tener calma. Aquello no tenía importancia. Habían echado a aquella mujer, y Antonio, cuando se diera cuenta, sería el primero en lamentar lo sucedido.

Pero Dolores se negaba a volver a entrar en la venta, y las demás mujeres se unían a su protesta. No, no podían consentir en permanecer allí.

La fiesta estaba desbaratada. La vuelta fue triste. El tío Eduardo estaba inquieto por cómo pudiera comentarse aquello en Madrid, y su enojo se revolvía contra Dolores. Ella era la que con sus gazmoñerías alejaba a su marido y tenía la culpa de todo aquello.

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