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La Malcasada: V. Flores de luz

La Malcasada
V. Flores de luz
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. I. ¡Biznagas! ¡Biznagas!
  4. II. Las cuñás
  5. III. Resignación
  6. IV. La familia
  7. V. Flores de luz
  8. VI. La pita
  9. VII. La tregua
  10. VIII. Las cometas
  11. IX. La caricia insoportable
  12. X. Complicidad
  13. XI. En la garrofa
  14. XII. Hacia la liberación
  15. XIII. El amigo íntimo
  16. XIV. El obispo de piedra
  17. XV. La riña de gatos
  18. XVI. Las catequistas
  19. XVII. El serrallo
  20. XVIII. La ratificación
  21. XIX. Amor que nace
  22. XX. Los protectores
  23. XXI. La traición
  24. XXII. La paz
  25. XXIII. Los perseguidores
  26. XXIV. La despedida
  27. XXV. Una tregua
  28. XXVI. Contra lo indisoluble
  29. Autor
  30. Otros textos
  31. CoverPage

V. Flores de luz

No estuvo mucho tiempo sola Dolores. Sus cuñadas vinieron a buscaría para no faltar a los fuegos artificiales, el espectáculo más popular y más del agrado de aquella gente, que conservaba la afición de les moros a los juegos de pólvora.

Había quien pasaba durante el día por el lugar donde estaba el castillo, tratando de averiguar que encerraría cada uno de aquellos ramilletes de caña, descarnados esqueletos, envueltos en extraños vendajes.

Los miraban con inquietud, con el temor de que pudieran estallar e incendiarse bajo las llamas de aquel sol africano, en el ambiente de horno de los días de Agosto, y propagar el fuego a toda la dudad. Otras veces, cuando las nieblas obscurecían la luz, tenían miedo de que la lluvia acudiese, por esa simpatía que las nubes deben tener hacia los cohetes que las van a buscar.

Para todos aquellos ingenuos campesinos y gentes de los pueblecíllos cercanos, era un triunfo que llegase la noche y que los castillos de caña se hubiesen salvado.

Algunos estaban allí desde las primeras horas de la tarde para coger sitio. Se llevaban la merienda y esas grandes botas que prueban la resistencia del hombre que las alza entre las manos y permanece como absorto, englutiendo el vinillo, que le pone en la garganta un rumor de gargoteo, mientras se marcan en la piel de la vasija hoyos como los que el cansando imprime en los ijares de los potros; hasta que ya rehartos, la separan de golpe, se pasan el dorso de la mano por los morros humedecidos, y la entregan al compañero, que espera sediento y ansioso.

La multitud se apretujaba emocionada en la gran plazoleta de la Rambla. A pesar de la proximidad las aldeanas no dejaban sentir el contacto de su cuerpo, envuelto en tantos pares de refajos de lana, en pleno verano, y tantas enaguas almidonadas y superpuestas.

Ofrecían el espectáculo de un pueblo árabe. Los hombres eran verdaderos rifeños disfrazados con los trajes de majo: calzón ajustado a la rodilla, chaquetillas de alhamares de plata, chaleco de seda bordado, camisa de chorrera, ligas con borlas sobre las calzas, y sombrero calañés encima del pañuelo de tomate y huevo anudado en la nuca.

Las mujeres parecían escapadas del harem: morenas, pálidas, color de pasión, ojos de pasión, boca de pasión, con labios muy rojos y pestañas muy largas.

El graneado de la piel tenía algo de reflejos de tisú o de escamillas plateadas.

Todos aquellos ojos miraban al cielo, clavándose en la oscuridad, para seguir la trayectoria de los cohetes. Estaban inmóviles, atentas, con la respiración contenida y la boca entreabierta. Para ellas era algo maravilloso la lluvia de fuego de las ruedas giratorias, chispeantes como brasa sobre yunques golpeados por el martillo; las fuentes, manando ascuas de lava; los castillos, con su simulacro de bombardeo, que lanzaban proyectiles inofensivos entre un torbellino de luego.

Seguían ansiosas los cohetes que subían al cielo, en un haz de flechas obscuras, escondidas en la sombra, y que se convertían allá arriba en cientos de sierpes de fuego para precipitarse zigzagueando cabeza abajo, como una plaga bíblica; pero que se extinguían antes de llegar al suelo, en virtud de algún conjuro.

Subían coronas y canastillos, que se abrían entre la sombra y daban la impresión de no extinguirse, sino de continuar ascendiendo para convertirse en estrellas.

Había algunos que crujían o silbaban, trazaban rúbricas de fuego, se perdían, como si se consumiesen, para luego aparecer más lejos; pero los que más entusiasmo despertaban eran los que se descomponían en luceros de colores vivísimos, flores de luz abiertas blandamente para esparcirse en la noche.

No eran ruidosos como los otros ni estremecían violentamente los nervios; en vez de un sasssss prolongado y el pum final, salían con su leve sisssss y acababan en un pam amortiguado, del que nacía la brillante floración de gemas topacio, rubí, coral, amatista y esmeralda, tan lúcidas, tan límpidas, tan vivas, que brillaban sosteniéndose en el aire, luchando por asirse y afianzarse en él, y se apagaban como absorbidas por las pupilas que las buscaban y las seguían con el deseo de hacer duradero lo que tenía su mayor encanto en lo efímero y fugitivo de su existencia.

Cada uno de aquellos cohetes hacía brillar todos los ojos, poniendo en ellos reflejos cambiantes e intensos. La aparición de las luces arrancaba de todas las bocas un «¡ah, ah, ah!» repetido, apagado, admirativo, El gran trueno final, el gran trueno paup, remate de la traca morisca, llegaba siempre de improviso, por más que se le esperaba.

Era la señal de dispersarse la multitud en la sombra de la gran plaza mal alumbrada, cuya oscuridad resaltaba después del contraste de la iluminación.

Se iban todos un poco sobrecogidos y descontentos, sin saber de qué; tal vez las mujeres llevaban la inconsciente nostalgia de ponerse en los cabellos una de aquellas biznagas de luz.

La mayoría iban rendidos de estar de pie, y muchos estaban chamuscados por la caricia de un cohete humeante aún. Los que estuvieron en primera fila se habían achicharrado con el chisporrotear de las ruedas… pero ninguno confesaba que no se había divertido.

Desde allí se iban a dar unas cuantas vueltas, muy tiesos y muy graves, con esa digna compostura de que tan celosos son los aldeanos, más protocolarios que ninguna otra clase social. Miraban las bendecidas de madera, instaladas a ambos lados del paseo, en las que estaban expuestos todos los trebejos del comercio de la ciudad, y disimulaban su sentimiento de admiración, como si todo aquello les hubiese sido familiar.

Los enamorados llenaban los pañuelos de las muchachas que festejaban de torraos, cacahuete, avellanas tostadas y toda clase de ñiquiñaque.

Así que daban unas cuantas vueltas al compás del chin-chin de la banda, se retiraban, como de común acuerdo, para dejar el sitio al señorio, que venía más tarde, y con el que no se atrevían a mezclarse, porque en ninguna parte se conservaban tanto corno allí las reminiscencias feudales.

Además de esta separación del pueblo, la clase media se dividía en grupos, que no se mezclaban jamás unos con otros. Las señoras, cuyos esposos pertenecían a un partido político, ni siquiera saludaban a las esposas de los que figuraban en otro bando distinto.

Las damas linajudas y devotas formaban grupo aparte. Lilas eran las que recibían la visita de la Sagrada Familia, la cual no iba a casa de las menos conceptuadas.

Luego estaba el grupo de la aristocracia de segunda clase, más tolerante, más libre; pero que no admitía en su trato a las modestas esposas de empleados y comerciantes.

Éstas se vengaban criticando a las que asistían a la Peña y al Casino y no se desdeñaban de jugar y bailar. Veían eso como una cosa escandalosa para sus costumbres tradicionales, y trataban de averiguar si la esposa de don Fulano se entendía con don Zutano y la de éste con don Mengano.

Las militaras formaban como clase aparte y rara vez se trataban con las civilas. Parecía, que andaban entre ellas con el escalafón en la mano, según se exigían unas a otras el respeto que correspondía al grado de sus maridos. Así la coronela mandaba en la capitana y ésta a su vez en la tenienta. Eran ellas más militares que sus esposos, y no era raro que se llamasen mi comandanta o mi capitana y que designaran a toda la gente que no pertenecía a su grupo los paisanos.

La concurrencia al paseo era brillante; lucía agrupada entre las casetas, bajo los arcos de luz y la blandura de la noche andaluza. Tenía el paseo algo de salón de baile, propio para una agradable sonochada.

Las jóvenes iban todas vestidas con trajes de seda blancos y de colores claros, verdaderos trajes de baile, recargados de profusión de adornos. Las mamas se engalanaban con los tradicionales trajes de seda negros. Aun se veían allí el paño de Lyon, el gro y la falla, en vestidos que sacaban del arca de año en año, oliendo a manzanas, a alcanfor o a naftalina. Solían no haber variado la forma de ellos ni de los sombreros, que eran los mismos que usaron en su juventud.

Aquellas señoras se quejaban de que la feria no tenía ya el encanto que le hallaron en su mocedad y lo atribuían al cambio de sitio. Hubieran querido que continuase bajo los soportales de la vieja plaza de la Constitución, que pasó de plaza de Abastos a Real de la Feria, y al fin guardaba sólo en su silencio el cenotafio de los que por la Constitución se sacrificaron. No pensaban que ya no cabría allí la concurrencia por el aumento de población, y siguiendo la trayectoria que habían hecho las casetas en los años anteriores, de la plaza al paseo y de éste al «Bulevar», solían decir:

A este paso van a echar la feria al mar.

La gente joven, en cambio, encontraba muy bien aquel paseo, que les permitía, por su largura, alejarse de la vista de las mamás, porque después de la primera vuelta los señores de categoría y las señoras casadas se sentaban en los grandes sillones de junco que desde los cafés inmediatos invadían el paseo.

Allí ellos se entretenían, en hablar de política, con el cigarro en la boca, medio tendidos de puro repanchigados y golpeándose la punta de la bota con la contera del bastón. Las señoras tijereteaban, mirando pasar a las otras, y las niñas se paseaban en lindos grupos, cogidas del brazo y seguidas de los cortejos, más o menos disimulados de los pollitos y de los gallos enfundados en sus trajes nuevos, con el pañuelo saliendo en punta del bolsillo, la flor en el ojal y muy enluchiquinados.

A esa hora no era ya la feria de objetos y comercio, apenas se hacía caso de las casetas engalanadas, que ofrecían abanicos, joyas, encajes, juguetes y demás zirigañas. Era la feria de las mujeres. Tenían que aprovechar el tiempo. ¡Se quedaban tantas sin casar! La mayor parte de los escasos hombres casaderos se enamoraban en Granada o en Madrid, donde iban a estudiar. La feria era el recurso para pescar marido entre los uveros y los hacendados de los pueblos del río.

Ya sabían las muchachas gobernarse para cazarlos, dirigiéndoles las miradas ansiosas, profundas, de sus ojos andaluces, donde se reconcentraba todo el fuego de la vida, preparada para el matrimonio como fin único.

Pasaban riendo, hablando alto, hacían carantoñas y cuquimangas, se movían con estudiada coquetería, aunque les resultaba torpe las más de las veces. Ellas sabían que las miraban, y deseaban hacer valer su belleza. La que lograba ser acompañada por alguno de los notables de la ciudad o de algún rico forastero, pasaba con la ufanía del triunfo, que le envidiaban las demás y del que se envanecía la madre.

Generalmente los mayores éxitos eran de tas bellezas ya consagradas como célebres. Era a ellas a quienes les presentaban todos los forasteros; pero se encontraban, esclavas de su fama, obligadas a guardar mayor mesura y prodigarse menos. Daban el tono de la moda en su pequeño mundo y lucían con gran prosopopeya los nuevos peinados, que luego imitaban las demás.

Era un paseo sólo de gente joven, y eso ponía en él mayor alegría.

Las señoras casadas, por jóvenes que fuesen, tenían que permanecer sentadas en los grupos aislados, donde rara vez se veía a los maridos, que tenían a gala hacer su vida con la misma independencia de solteros.

Las mujeres no eran más que seres a propósito para tenerlas en casa, a fin de que los cuidaran y les sirvieran pasivamente de regalo en sus ratos de ocio; pero a las que no se les podía dedicar demasiado tiempo ni hablar con ellas de asuntos que, dada su escasa cultura, no entenderían.

Preocupaciones y negocios eran para discutirlos con los amigos. Se hubieran reído de un marido siempre pegado a las faldas de su mujer.

De todo aquel conjunto de mujeres vírgenes se desprendía una sensualidad, que aumentaba la sensualidad del ambiente.

Las pasiones eran allí fulminantes, terribles; se enamoraban de repente y era inútil toda oposición. Era una cosa corriente el que muchas señoritas se escaparan con el novio. Después de estar perdidos un par de días, la Guardia civil los conducía de nuevo al domicilio paternal, y todo solía acabar en boda, ahorrándose trámites, tiempo y dinero.

Manuela y María Luisa, las dos cuñadas de Dolores, vigilaban atentamente a sus hijas. Sin confesárselo tenían celos maternales una de otra.

No podían ocultarse los vestidos y los sombreros que les hacían a las niñas para sorprenderse el día del estreno, como hacían casi todas las que competían; pero rivalizaban en componerlas y adornarlas. María Luisa, que no había perdido la ínfantilídad, a pesar de ser esposa y madre, pasaba el tiempo en inventar toilettes, que ella misma cosía y bordaba cachazudamente para las dos niñas.

Su moral era tan estrecha, que a pesar de su deseo de verlas casadas, había estropeado el matrimonio de las dos.

A la mayor le hizo reñir con el novio porque le escribió en una tarjeta donde estaba retratada una artista con excesivo descote. La otra acabó con su enamorado porque él se enteró de que María Luisa estaba detrás de su hija en la reja, y le dictaba todo lo que tenía que decirle.

En cambio Manuela tenía la manga más ancha; lo que deseaba era casarlas, fuera como fuera, pero no encontraba yernos. Los diálogos de las dos hermanas causaban risa a Dolores, detrás de la cual andaban siempre para que les hiciese un lazo o un adorno y les aconsejase tal o cual cosa.

Aquella noche ambas estaban igualmente disgustadas: las niñas paseaban mucho tiempo solas. Manuela no pudo aguantar su malhumor.

—Estas criaturas son demasiado sosas —dijo a su hermana—, y eres tú la que las enseñas a ser así con tu beaterío.

—No me pesa —respondió vivamente María Luisa—. Lo que esté de Dios ha de pasar.

—Sí, pero Dios dice: ayúdate y te ayudaré.

—Es que el buen paño en el arca se vende. Acuérdate de cómo ha sido nuestra madre, y nos hemos casado todas.

—¡Es verdad!

Aquel «Es verdad» estaba pronunciado como un suspiro, que equivalía a toda una vida de desengaño y tristeza. Dolores la miró con simpatía, pero ella, recobrándose, añadió:

—Mira. Para que faltaran esas. Las mesillas del turrón.

Pasaban tres señoritas vestidas de rojo, con grandes descotes, riendo a carcajadas, entre un grupo de jóvenes.

Eran el odio de casi todas las madres, que tenían contra ellas esa aversión injustificada que suele acumularse en las ciudades provincianas sobre algunas personas.

Hijas de un teniente retirado, que a falta de madre las acompañaba siempre, las tres muchachas eran generalmente conocidas por las niñas de Papá o por las mesillas del turrón, aludiendo a que eran ellas lo primero que se veía en toda fiesta.

Trabajaban las tres sin remilgos de aparentar fortuna y ocultar sus necesidades. Se ayudaban para poder vivir y que les alcanzase el corto retiro de su padre, y hacían flores artificiales con tanta maestría que parecían flores verdaderas, por esa cosa que hay en las flores que para ser perfectas deben parecer lo contrario de lo que son.

Llevaban siempre las manos pintadas de todos colores, y algo de la pintura se escapaba hada sus rostros y aparecían con las mejillas y los labios empurpurados y los ojos con gran cerco oscuro.

Sólo eso, su continua risa, el desenfado de su trato y la libertad con que recibían en su casa, eran motivos para no tener ni una sola amiga y que ninguna señora las saludase, por más que las tres hermanas, a pesar de sus risas y sus juegos, eran de una honradez irreprochable.

Pasaron charlando, con grandes risotadas y algazara, como si estuviesen en el patio de su casa, sin preocuparse de todas aquellas señoras que les hacían blanco de sus críticas y rehiletes.

Aquella noche era de mayor gala. A las doce se celebraba el gran baile en el Casino. Esta era la diversión preferida de las jóvenes, y más en la ocasión de haber un barco de guerra en el puerto y saltar la oficialidad a tierra.

Los marinos eran rivales terribles, aunque rivales de un día, para los hombres de la ciudad. Las muchachas, con gran imprevisión, desdeñaban los novios seguros por el encanto que tenían para ellas aquellos hombres desconocidos, de países lejanos, que les juraban amor una noche y que no volvían a ver más. En realidad no elegían entre ellos, el que las elegía era su preferido; más que el hombre, lo que las sugestionaba era el traje, su condición de habitantes del mar y desafiadores del peligre. Ellos pasaban alegres, sin dar importancia a la aventura de una noche. Apenas si al volver algún oía a divisar la ciudad desde el mar, recordarían haber bailado allí con una linda muchacha. En cambio ellas, dentro de su vida monótona, guardaban aquel recuerdo, siempre juvenil, en su imaginación. No olvidaban jamás la figura del hombre que hizo latir de amor y de vanidad su corazón. Se veían pasando de su brazo entre las muchachas que las envidiaban y quizás triunfantes también de otros amores y de otras mujeres que no conocían, y a las cuales eclipsaban en aquellos momentos, que tenían para ellas el valor de un triunfo definitivo.

El grupo donde estaba Dolores se hacía cada vez más numeroso con la llegada de otras personas de la familia, que se iban sentando allí.

La larga parentela de Antonio se había dado cita: tías, primas, sobrinas; todas con los maridos, los hijos, y algunas hasta con la criada para que cuidara de los niños.

La prima Aurora, que era la más rica y de más postín, iba con todos sus pequeñuelos; pero los tenía tan bien educados, que cuando llegaba la hora de tomar algo se informaban primero de quién había de pagar. Si era su padre no pedían jamás nada, pero si era otra persona elegían a tutiplén chocolate, pasteles, helados y jamón.

Los padres estaban orgullosos del talento práctico de la prole, que tanto prometía, y contaban, en alabanza de la mayor, que apenas tenía seis años, cómo el angelito lloraba todos los meses cuando les pagaban a las criadas.

Todos miraban con prevención a Dolores: era una extraña en medio de ellos. Sin explicarse por qué, sentían que la joven era de otro espíritu, de otra raza; no se entendían con ella más que si hablasen en diferentes idiomas, No le perdonaban su retraimiento, su no saber mezclarse a sus charlas y sus murmuraciones, y sobre todo, por ser la que, sin llevar nada llamativo, atraía más la atención en el paseo. Todos volvían la cabeza para verla cuando pasaban cerca del grupo, aun yendo con muchachas guapas.

La belleza de Dolores tenía un sello de noble distinción y una elegancia cautivantes. A veces las cuñadas pensaban que no debían salir con ella porque eclipsaba a sus niñas; pero no se atrevían a decir nada al ver que Dolores nada hacía para atraer la atención. Sin embargo, les quedaba el recelo de que fuese una gran hipócrita y supiese disimular para fingir que ni se enteraba ni ponía nada de su parte.

La última que llegó a la reunión fue Rosalía, sudorosa, jadeando, casi sin respiración. Había sido siempre la suya una belleza de gorda, de carne blanca, blanda, como adobada y pulida para despertar el apetito; las manos, pequeñas y carnosas, y las formas redondeadas. Por eso se había enamorado de ella, en la viudez de ambos, el tío Eduardo Ella supo barajar su vida para llegar a ser la indispensable al lado suyo. Tía Pepita, por evitar el escándalo y el pecado mortal de su hermano, los casó, y Rosalía, convertida en señora, merced al dinero y la posición política de su esposo, logró que la sociedad más severa le abriese sus puertas.

Hubiera podido ser feliz si no la hubiese acometido la manía casamentera. Supo tejer intrigas para casar a cinco hermanas, allí donde la mayoría de las muchachas se quedaban solteras. Les encontró maridos de todas las clases sociales, desde un zapatero a un banquero. Todos eran viejos, pero todos constituían buenos partidos. El corazón de las cinco muchachas no había hablado jamás ni se habían preocupado del amor. La cuestión era casarse.

Era fama que todas ellas brincaban y triscaban con el cuñado, sin que Rosalía se inquietase de aquella promiscuidad, en la que el bueno de don Eduardo tenía todo un serrallo.

Rosalía, que no había tenido hijos, prohijó a una sobrina, a la que estaba empeñada en casar, con el doble empeño de triunfar de aquel modo sobre Elvira, a la que pretendía un gordo y rico comerciante en grasas, que no se atrevían a rechazar por si no se presentaba otro, a pesar de que su vulgaridad revolvía de indignación los humos de grandeza de la familia.

Glorita se parecía a Rosalía como una gota de agua a otra; tenía las mismas redondeces, la misma carne blanda y lechosa, los mismos ojos claros y los mismos rizos castaños.

Pero a pesar de su belleza y de que Rosalía andaba paseándola siempre, sin perder ocasión de exhibirla, la chica no se casaba. Tenía fama de guapa, de elegante, de buena; iba siempre vestida con un lujo ostentoso; todos los hombres mariposeaban a su alrededor, pero ninguno solicitaba el honor de ser su esposo. Glorita era tan hermosa que hacía temer esa tragedia de la mujer hermosa que exige siempre servidumbre. Había doblado ya el cabo de los veinte años, allí donde de los veinte a los treinta años se declara solteronas a las mujeres y cae con eso sobre días el ridículo, del que nadie se atreve a redimirlas.

La solterona era un tipo tan corriente en Almería, que hasta por el número debía merecer respeto; pero que estaba siempre vejada, ridiculizada, en un aislamiento forzoso.

Rosalía se dejó caer en una silla y se limpió el rostro, congestionado, con su pañuelo de encaje, bien oliente a agua de Colonia.

—¿Qué te pasa?

—Nada… Me he cansado… ¡Es tan tarde!…

—¿Y Glorita? —preguntaron a la vez Manuela y María Luisa.

—No está aquí.

Las dos procuraron disimular su alegría, porque la chica era una rival terrible para sus hijas.

Rosalía procuró tranquilizarse, arregló los encajes de su vestido de seda y las innumerables alhajas que la cubrían. Su abultado pecho, tan abultado que se levantaba hasta suprimir el cuello, era como un escaparate de joyería, en el que se entrechocaban collares, cadenas y broches, con los que jugaban sus manos para lucir el valor de sortijas, pulseras y reloj.

Pasados algunos momentos se levantó y fue a sentarse al lado de Dolores.

—Estoy en un compromiso y es necesario que me ayudes —le dijo.

—Tú me dirás.

—¡Ha venido un forastero! ¿Me comprendes?

—No.

—Un forastero viudo y rico, ayudante del General… No es joven, pero sería un partido ideal para Glorita… Me lo acaban de decir en casa de doña Josefa.

—Pues me alegro.

—Sí, pero es que Glorita no está aquí. Se fue al cortijo porque no le hice un traje para el baile del Casino, y no era cosa de presentarse con el que ya le han visto. ¡Qué compromiso!

Dolores no sabía qué decir.

—Es menester mandar un coche al cortijo para que venga —seguía diciendo la casamentera—. Se necesita que esté aquí mañana mismo… y mientras ella viene, si tú me ayudas, le improvisaremos un traje como no habrá otro… Pero que no se enteren tus cuñadas… ya puedes comprender.

—Pero…

—No me digas que no… tú me aconsejarás… ya sé el buen gusto que tienes… Puedes hacer la felicidad de Glorita. No tienes idea de lo hermosa que está. Me da el corazón que lo pilla si nos adelantamos a las otras. ¡Vaya si lo pilla!

—¿Pero no es el baile esta noche?

—Queda otro pasado mañana. Yo voy a este… ya le he dicho a Eduardo lo que pasa… Él se ríe; pero como estaremos con el General, me presentarán al forastero. Así, cuando venga Gíorita, ya se fijará en ella; tendrá que saludarnos… de esta hecha la caso, no tengas duda. ¡Y qué boda! ¡Pobre hija! ¡Ya me podría morir tranquila!

En aquel momento las interrumpió una espantosa gritería; resonó un terrible jabardillo, una barahúnda de silbidos agudos, pitos, caracoles, cencerros, golpear de almireces y sartenes, arrastrar hierros, como si estallase una estruendosa y colosal cencerrada.

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