III. Resignación
No era sólo la falta de inteligencia con su marido lo que afligía a Dolores. Sentía en torno suyo la hostilidad de todas las personas que la rodeaban, de la ciudad toda, sin que ella hubiese hecho nada para merecerla.
No le perdonaban el que su marido hubiese elegido una forastera, cuando tantas chicas guapas se quedaban para vestir santos, sin ser esa su vocación, pues en pocas ciudades del mundo tenían más afán de casarse que en Almería, donde las señoritas de la clase media no podían trabajar, sin desprestigiarse, y las mujeres no tenían empleo ni ocupación alguna.
Le llamaban la Madrileña, con un tono que envolvía una secreta envidia. Había como la superstición de que las madrileñas poseyesen un sortilegio, un refinamiento de voluptuosidad oculta que conquistase a los hombres de una manera decisiva. Todos los parientes y amigos de su marido la recibieron, desde el primer día, con hostilidad y recelo.
Educada en un colegio, casada antes de tener amigas y experiencia, sin más familia que un padre rico, viudo y joven, demasiado ocupado en sus asuntos para dedicarse a ella, Dolores desconocía la vida. No veía, del inmenso panorama desplegado ante sus ojos, más que el espacio que ella iba viviendo, lo que consumía y gastaba en sí misma: su existencia desligada del conjunto gen eral.
Antonio había sido su primer novio; se casó entusiasmada, soñando con el idilio de la vida provinciana, en una perpetua y mutua adoración.
Cuando el mismo día de la boda tomó el tren, con su marido, para ir a Almería, comenzó su desencanto. No encontró en la brusquedad del deseo de Antonio la dulce ternura y la suave caricia que había esperado.
No podía olvidar la sensación de miedo que sintió, el deseo de huir y cómo tuvo que replegarse y que esconderse en sí misma ante la ruda acometividad de su marido, que no se preocupó para nada de su pudor alarmado ni de su espíritu.
Y luego, ya en su casa, una casa en la que se sentía extraña, veía que no rimaban sus gustos ni sus costumbres. Estaba obligada a un continuo sacrificio de renunciación para acomodarse al ambiente y a los hábitos de Antonio.
Le criticaban sus inexperiencias de dueña de casa su afición a vestirse con elegancia.
—Es una ganga para un hombre —comentaban parientas y vecinas— dar con una mujer tan amiga de componerse y de cuidarse, cuando ya no tiene que agradar.
—Esas son las que tienen suerte —decía sentenciosamente alguna despechada.
—Porque los hombres son muy canallas y les gustan esas coqueterías, que no emplean las mujeres decentes —solía añadir alguna.
Si Dolores hubiera tenido duda acerca del espíritu de la ciudad, sus cuñadas y sus amigas tenían buen cuidado de que se enterase de todas las murmuraciones. Se asustaba cuando su cuñada Manuela le lanzaba su exordio:
—Yo, hija mía, la verdad, no quisiera ofenderte… pero como soy tan franca…
Después de la invocación de franqueza ya podía permitírselo todo. La pobre Dolores escuchaba asustada los comentarios que hacían de sus más inocentes actos.
Todo aquello le tornaba más pesante el ambiente; comprendía que jamás podría acostumbrarse al espíritu del país y ser, como las otras mujeres, sometidas y pasivas, que veían deslizarse la vida sin hacer nada, casi sin pensar en nada, esperando que el esposo y señor, que aun conservaba algo del dominio árabe, fijase la atención en ellas y las emplease en su servicio.
Todas declaraban que no les gustaría que su marido fuese «un soso, incapaz de ir adonde van los hombres, y que no tuviera quien le hiciese caso».
Se educaban los hombres en aquella desigualdad, viendo tratar a sus madres peor que a las criadas, vejadas, sin influencia. Los jóvenes no tenían costumbre de tratar a las señoritas. No acompañaban a las madres en sus visitas y huían a esconderse cuando venían amiguitas de las hermanas.
Así es que luego se sentían disgustados, molestos, en presencia de señoras: no sabían alternar más que con muchachas fáciles y con las criadas, a las cuales requerían de amores.
Su galantería con la novia era forzada, huraña, y no podían mantenerla después de casados. Necesitaban alternar con hombres solos, en sus juergas y obscuras combinaciones, y con mujeres ante las que pudieran prescindir de toda cortesía.
Para Antonio, corno para casi todos los hombres de aquel país moruno, la esposa era una servidora más. Se casaban porque era una cosa que se debía hacer por comodidad, para tener una especie de ama de gobierno.
Señoras y criadas rivalizaban en que nada les faltase a los dueños. Los hombres tenían que encontrarlo todo preparado para sus caprichos, sin agradecerles jamás su celo.
La vida de Dolores era triste, solitaria, aburrida, impregnada de aquel ambiente moro. A Antonio le aburría la lectura, no podía soportar una poesía ni escuchar un trozo de música.
—No toques el piano cuando estoy en casa —le decía—, yo voy más allá de Napoleón: la música es uno de los ruidos que más me incomodan. No sé por qué pasas el tiempo en una cosa que no te sirve para nada. Eso es cosa de niñas, que tienen que lucir en sociedad.
Cuando Dolores quiso arreglar el huerto, rodeado de altas tapias, con algunas plantas, Antonio se opuso.
—Las flores no sirven para nada, y las hortalizas salen así más caras que compradas —afirmó.
Él había hecho arrancar los heliotropos y las madreselvas, las diamelas, los jazmines azules y los rosales trepadores que cubrían antes los muros, para adosar a ellos las jaulas de los gallos ingleses.
Eran los gallos la gran pasión que dominaba a Antonio, y Dolores no podía comprender la afición a aquellos animales tan feos, de un genio tan endemoniado. Le parecía que la afición a los gallos revelaba su espíritu malo, cruel, torpe, grosero, que le causaba miedo.
No tenían nada de simpáticos aquellos animales, mal formados, zancudos, con las culcasillas y el pescuezo pelados casi siempre, y con aquellos ojos redondos, relucientes de rabia, de maldad, de recelo, en los que brillaban todas las malas pasiones humanas con una mayor bestialidad.
Antonio pasaba los días enteros frente a esos gallineros, que a pesar de todos los cuidados, tenían siempre ese vaho a estiércol caliente y nauseabundo que se escapa del cuerpo de las gallináceas, con algo del fato de la calentura.
Antonio era cirujano y enfermero de sus gallos. Los cuidaba con esmero y crueldad a un tiempo. Los bañaba para librarlos del piojo, ese terrible piojo de las aves, como harina cernida, que las consume y las mata; les curaba las heridas de las riñas o el gargajuelo, haciéndoles las difíciles operaciones de rasparles la lengua, saltarles los ojos o practicar la trepanación.
Tenía gallos veteranos, que ostentaban innumerables cicatrices. Algunos le costaban miles de pesetas y tenían su árbol genealógico, en el que se mencionaban los nombres de sus antecesores y se hacía constar la raza.
Él hubiera deseado que Dolores le ayudase en el difícil cuidado de los gallos, a los que era necesario dar de comer callos crudos, malolientes, cortados con las tijeras. A veces necesitaban tomar verduras refrescantes que mitigasen el ardor de la sangre, encendida por la calentura, o bien alimentos excitantes para enardecerlos más; pero Dolores no podía soportar a los gallos, que le causaban el efecto de las feroces aves de rapiña.
Ella comprendía que el espíritu de Antonio y el suyo no se habían casado. Estaban el uno lejos del otro. Su marido parecía complacerse en contrariarla más cada vez. No era dueña de elegir un traje, un color o un perfume sin sufrir toda clase de prohibiciones.
Nunca se tenía en cuenta su gusto para salir o quedarse en casa. Él era sólo el que disponía. Si pensando agradarle ella elegía un paseo solitario por la Vega o la Baja Mar, Antonio se irritaba.
—Parece que no te gusta que te vean conmigo.
Si ella deseaba un paseo céntrico él se enfurecía.
—No quieres más que ir a lucir, a buscar la gente. No te gusta estar sola a mi lado.
Cuando la sorprendía leyendo se burlaba.
—No es extraño que mi mujer no se cuide de nada. Se va a volver tonta de tanto leer. ¡Yo no sé qué tendrán que leer las mujeres! Sería mejor no enseñarlas, porque no sacan nada bueno y se vuelven noveleras.
Aunque él no se cuidaba de limitar sus despilfarros, reprendía a Dolores por sus pequeños gastos.
—Es insoportable que no lleves cuenta con nada, Mis hermanas, con tanta familia, no gastan ni la mitad que nosotros. Si todo se da a hacer no hay fortuna que resista.
Aquella aspereza, aquella desconsideración, la humillación continua, habían acabado por apagar el amor de Dolores y desvanecer sus ilusiones. Parecía que aquel hombre se había propuesto rehelear su vida. Se apoderaban de ella un desencanto y un cansancio profundos. Cuando su marido iba a buscar sus caricias de un modo rutinario, Dolores se sentía incapaz de corresponderle. Antonio, tan buen mozo y tan jacarandoso, le causaba una repugnancia invencible. Lo prefería enfadado a amoroso.
Permanecía muda, helada, sufriendo aquellos besos, que martilleaban dolorosamente en su cerebro; pero no tenía energía para rechazarlo. Su voluntad se dormía hasta para aceptar aquella abyección. Ella era como una cosa que le pertenecía a aquel hombre. Su rebeldía se apagaba ante lo general de su caso. Aun tenían envidia de ella casi todas las mujeres. A su marido no se le conocía querida, allí donde las queridas eran una especie de institución; ni la humillaba yéndose a buscar de noche a las criadas, que se gozaban en rivalizar así con sus señoras, y se dejaban tomar agradecidas. El amor propio de Dolores estaba a salvo y ella se acogía a aquel débil asidero para buscar disculpa a su marido. ¿De qué podía quejarse? No le faltaba nada de lo necesario; se hubieran reído de ella si hablase de los matices que torturaban su espíritu.
En algunos momentos ella sola, frente a la hostilidad de todos, llegaba a convencerse de que era exigente, inadaptada, romántica; que era culpa suya el no saber acomodarse al gusto de su marido y crear mayores simpatías.
¡Si a lo menos hubiera tenido un hijo!
Pensaba que tal vez el desamor de Antonio era debido a la esterilidad de sus entrañas.
Dos veces había dado a luz hijos muertos, uno de ellos abraquio y deforme. Se reprochaba no ser ella fuerte y sana para dar la vida a los hijos de su marido. Ni por un momento le ocurrió la idea de que Antonio pudiese ser el causante de la amargura en que se desvanecía su ilusión de madre.
Le parecía como si su marido le entregase los hijos para que ella los cuidase, y se acusaba de ser una administradora infiel, que dilapidaba la preciosa hacienda que le confiaban. Se consideraba culpable de robarle a su marido los goces de la paternidad. Era aquello lo que le quitaba fuerza moral y le hacía encerrar la protesta de su naturaleza noble en lo más íntimo de su corazón para seguir adormilada en aquella vida embrutecedora y enervante.
Y esa era su vida, día por día, con la misma monotonía desagradable; sin nada de íntimo ni afectuoso.