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La Malcasada: I. ¡Biznagas! ¡Biznagas!

La Malcasada
I. ¡Biznagas! ¡Biznagas!
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. I. ¡Biznagas! ¡Biznagas!
  4. II. Las cuñás
  5. III. Resignación
  6. IV. La familia
  7. V. Flores de luz
  8. VI. La pita
  9. VII. La tregua
  10. VIII. Las cometas
  11. IX. La caricia insoportable
  12. X. Complicidad
  13. XI. En la garrofa
  14. XII. Hacia la liberación
  15. XIII. El amigo íntimo
  16. XIV. El obispo de piedra
  17. XV. La riña de gatos
  18. XVI. Las catequistas
  19. XVII. El serrallo
  20. XVIII. La ratificación
  21. XIX. Amor que nace
  22. XX. Los protectores
  23. XXI. La traición
  24. XXII. La paz
  25. XXIII. Los perseguidores
  26. XXIV. La despedida
  27. XXV. Una tregua
  28. XXVI. Contra lo indisoluble
  29. Autor
  30. Otros textos
  31. CoverPage

I. ¡Biznagas! ¡Biznagas!

Llegaban las alegres voces de la calle hasta el gabinete de Dolores, de un modo inusitado, en aquel ambiente de ordinario pesante y silencioso.

Los días de feria eran como un despertar, un estallido de vida, de la ciudad toda. Era la época de esplendor, en la que acudían los bañistas de todos los lugares del interior, de Guadix y de Granada, atraídos por el encanto del mar. Venían también los ricos cosecheros de uva de los pueblos del río; los prestamistas, que adelantaban dinero sobre las cosechas y recibían en esa fecha sus réditos; las gentes del campo y de la vega, con las bolsas recién llenas del producto de la venta de cereales y ganados: acudían todos a pertrecharse de los objetos necesarios para su año y especialmente con la esperanza de hallar alguna ganga en la feria de animales, donde gitanos y chalanes de toda la comarca conducían las bestias de labor para ponerlas en venta.

Se podía afirmar que el día 15 de Agosto era día de fin de año y comienzo de un año nuevo en la provincia. La Asunción de la Virgen marcaba una época decisiva, y la ciudad se engalanaba para celebrar la fiesta de la Patraña, bajo la advocación de la Virgen del Mar. Todos los contratos de ventas y compras al fiado se hacían siempre señalando para fecha de su vencimiento el día de la Virgen; pero cuando las cosechas no ayudaban, no podía cumplirse lo pactado y se necesitaba un aplazamiento. Debido a esto, la Virgen de Agosto, tenía el remoquete de la Virgen de los Embusteros.

Era el día de la procesión, y Dolores se vestía lentamente, perezosa, sin gana, el traje de crespón brochado que acababa de recibir de Madrid. Estaba obligada a no faltar a la fiesta y le molestaba ya despertar del amodorramiento que le producía la ciudad. Encontraba ridículo engalanarse para ir a los sitios de siempre, con las personas que se veían todos los días.

Sonó vivamente agitada la campanilla.

—¡Ahí están ya las señoritas! —exclamó la criada, una muchacha morena, pálida, desgalichada, pelinegra, con talle estrecho y caderas de ánfora, que salió corriendo, con un ruido de cartón quebradizo, con la tiesura de sus múltiples volantes y faralás.

Momentos después las dos cuñadas, las cinco sobrinas, una vecina y una amiga forastera, irrumpieron en la alcoba.

—Pero ¡Dios mío! ¿Cómo entran ustedes aquí? Todo está revuelto —exclamó Dolores, para disculpar el desorden de la estancia, mientras contestaba al aluvión de besos y saludos.

—Eso no importa.

—Date prisa, que es tarde.

—Hay que coger sitio —exclamaron todas a un tiempo mientras se precipitaban hacia el tocador.

—¿Tienes polvos? —dijo una sobrina, y, sin aguardar respuesta, dejó caer sobre su rostro una nube de velutina.

—¡Qué bien huelen estos polvos! —comentó otra.

—¿Qué tienes en esos frascos? —preguntó una cuñada.

Dolores se sentía molesta, porque sabía cuánto le criticaban sus cuidados de tocador, sus baños y su elegancia. Sin responder a la pregunta, dijo:

—Arréglense ustedes, si lo desean.

—Yo no me echo en la cara más que jabón y agua —afirmó con cierto fiero orgullo la vecina de cutis embastecido y pecoso—, no me gusta nada de fililí.

—Me arreglaré un poco —asintió una de las cuñadas—. Estoy rendida de la tarea del día. He tenido que ir recogiéndolas a todas.

Se pasó por el rostro sudoroso el pañuelo y se esforzó por cubrir la faz luciente, coloradota, congestionada, con una capa de polvos.

Las miraba Dolores con cierto asombro. No le parecían las mismas de todos los días. Estaban disfrazadas con aquellos vestidos de telas ricas, de colores claros: celeste, rosa, crema y blanco; llenos de botones, lazos y encajes con profusión. Pero donde habían agotado todos los colores y todos los motivos de ornamentación: flores, frutas, plumas, bordados y cintas, era en los sombreros, excesivamente pomposos y empenachados. Estaban sudorosas, cohibidas, molestas, con toda aquella indumentaria que no acostumbraban a usar; pero satisfechas de su lujo y de la admiración de la criadita, la cual tocaba las telas y los adornos, que le hacían lanzar exclamaciones de elogio y asombro.

La atención de todos se fijó en Dolores.

—¡Qué talle! —comentó la forastera, que era mujer de un rico uvero de Dalias—. ¿Puede usted respirar bien así? Si me apretaran a mí de esa manera me moriría.

Mientras hablaba abarcaba la cintura de la joven como si quisiera ceñirla con sus manazas bastas, coloradotas y ensortijadas.

—¿Es éste el traje que te han enviado de Madrid? —preguntó la otra cuñada.

—Sí.

—Es bonito… —comentó la vecina—, pero la verdad es que no tiene nada de particular…

—¿Verdad? —dijo la criada metiendo su baza en la conversación, con la familiaridad de las criadas andaluzas.

Se admiraban de que un traje hecho en la Corte no tuviera adornos, encajes, nada llamativo y vistoso. La sobriedad, la gracia del corte, de la línea y del color eran cosas que no estaban a su alcance. Dolores gustaría menos que ellas, con seguridad, aunque se hubiese gastado el doble. Aquel traje sencillo les parecía pobre al lado de sus espléndidos vestidos de confección casera, tan estrepitosos, que llamarían la atención. Hasta no faltaría quien se riese del sombrero de Dolores, que parecía un casco sin adornar.

Algunas vecinas aguardaban en puertas y ventanas para verlas salir y acomodarse en las tres jardineras que habían de conducirías, y en las que apenas cabían todas las que se habían reunido, pues hubiera sido gran ofensa ir a un paseo, día tan señalado, sin avisarse toda la familia para ir como en corporación.

Aunque Dolores, sus dos cuñadas, la vecina y la forastera eran casadas, ninguno de los maridos las acompañaban. Era allí costumbre que los hombres fuesen sueltos y no pegados a las faldas de la mujer. Ya se encontrarían en el paseo para volver a casa.

Varias vecinas les hablaron:

—¡A divertirse mucho!

—¡Van muy guapas!

La que más les llamaba la atención era la otra vecina, doña Eduvigis, a la que no veían con corsé y con sombrero más que de procesión a procesión.

Partieron las jardineras a los alegres ecos de los cascabeles y las campanillas de las colleras, que hacían repicar el sonoro trote de las mulillas y el rastrilleo del látigo, que silbaba, castañeteaba y crujía, al azotar el aire con la correa, que parecía desanudarse en sus chasquidos.

Cruzaron el paseo, al que llamaban pomposamente los «Bulevares», y penetraron en la calle Mayor y aquel dédalo de callejuelas estrechas de casitas bajas y enjabelgadas. La feria era como un Carnaval de la ciudad. Estaba toda disfrazada. Nadie podía conocer en su fisonomía pizpireta y timbarilera la ciudad agarena, del silencio, de la pereza y del bostezo.

Todos los balcones estaban engalanados con colchas de damasco o de percal o con colgaduras de lustrina de colores. Se veían ya preparados los faroles de aceite para la iluminación de la noche, que daban a la población un aspecto de barrio en verbena.

En todos los balcones había señoritas vestidas de gala, con trajes y sombreros flamantes, y en las aceras una doble fila de campesinos y mujeres del pueblo, que desde muy temprano tomaban sitio para ver la procesión. Cruzaba por el centro de la calle la ronda de hombres de todas las clases sociales, entre los que se destacaban los señoritos gomosos que revistaban a las chicas bonitas.

Los coches de Dolores y sus amigas fueron a tomar puesto en la fila que rodeaba el antiguo paseo del Malecón, convertido en hermoso parque, donde debía dar su vuelta la procesión.

Iba Dolores con su cuñada María Luisa, sus dos sobrinas y doña Eduvigis, y le parecía que les había aumentado a todas la verba y la potencia visual, según lo observaban y lo comentaban todo.

Habían dicho los nombres de cuantas gentes encontraron, habían notado todos los atavíos y contado todas las historias.

La madre daba codazos a las niñas si se distraían, para que no dejasen de saludar a los señores que se quitaban el sombrero a su paso, y el codazo era más fuerte cuando se trataba de alguno de los ricos uveros de los pueblos, a los que asediaban todas las chicas casaderas.

Estaban allí todos los personajes de la población. Dolores los conocía ya por aquellos desfiles obligados, en los que se hallaban las mismas gentes: la señora de Martínez Gómez iba en su carretela, siempre sola con la señora de compañía, una inglesa delgada y rubia que formaba contraste con el cuerpo obeso y la tez morena de la señora. Ésta pasaba diez meses todos los años fuera de la ciudad, porque no se avenía bien con el marido y los hijos. Sólo se la veía los veranos, desdeñosa, sin saludar a nadie, deslumbrante de lujo y conservando una frescura, que hacía crecer la indignación de las envidiosas, las cuales achacaban su juventud a que se había gastado un millón de pesetas en ir a París y estucarse.

La viuda de Pérez rivalizaba con ella en lujo y deseo de humillar a los que la habían desdeñado antes de ser la esposa del viejo avariento, que la sedujo siendo una simple aldeana y se casó con ella en su última hora. De una belleza perfecta e inmóvil, como una estatua criselefantina, se gozaba en ostentar su fortuna en los paseos y los teatros, sin tratar a nadie que pudiese hacerle avergonzarse de su incultura y del lenguaje del pueblo en que seguía expresándose. Llamaba la atención el espléndido automóvil blanco del cacique, donde iba repanchigado, con aspecto de hombre satisfecho, al lado de su mujer, la más rica heredera de la ciudad, con la que eran proverbiales sus riñas, de las que ella buscaba el refugio en la morfina, cuyo uso la tenía débil y extenuada, sin conservar apenas una sombra de su belleza antigua.

La gobernadora y la alcaldesa iban juntas en el automóvil, ostentando la importancia de los cargos en que eran consortes y los galones dorados de chófer y lacayo, como si fuesen un adorno más.

El diputado García guiaba el automóvil, ocupado por su esposa y el amigo íntimo en plática sabrosa, sin importarle el comentario que merecía su condescendencia.

La rubia esposa del rico armador Rivera, iba sola en el coche, que había hecho parar bajo los balcones del doctor Núñez, con el que era fama que se entendía.

Todas aquellas observaciones intrigaban y divertían mucho a las compañeras de Dolores, la cual ya no prestaba atención a lo que comentaban, absorta en sus pensamientos. Empezaba el atardecer, y el calor abrasante del sol de Agosto se iba mitigando con la brisa del mar, que llegaba saturada de un perfume de algas y musgos, frutal, comestible, mezcla de sandía y de marisco.

Se desplegaba a su derecha aquella blancura inmensa, clara, del mar en calma, sobre cuyas aguas se extendían, como dos brazos gigantes, las lenguas de tierra del muelle y el contramuelle, que parecían abrazar la multitud de vapores amarrados a los andenes y las pequeñas embarcaciones ancladas entre ellos.

Una frescura, con olor a germinación, subía de la alfombra de arena recién regada que cubría el pavimento. Todo el paseo, ese paseo de todas las ciudades provincianas de la costa meridional, con la melancolía de sus palmeras, estaba cruzado por arcos de follaje, de lucientes hojas de naranjo, que daban a la vista una impresión agradable de frescura.

Sobre las casas se escalonaba la silueta gris del monte, cubierto de nopales hacia un lado y ofreciendo al otro la pintoresca población de las Cuevas, albergue de un pueblo de trogloditas, cuyas habitaciones, cavadas en la roca, carean el cerro, dándole el aspecto del corte de un enorme panal, cuyas celdillas subrayaban los porches y los encuadramentos de cal, de ocre o de añil, alrededor de las puertas.

Sobre todo aquello, recortándose en el cielo, pujante, majestuosa, la vieja fortaleza almenada de la Alcazaba, con sus murallas en ruina, sus torreones derrumbados, sus puertas de herradura, incrustadas en los típicos arrabbas, y la campana de la Vela, que encarna y perpetúa el espíritu árabe. La Alcazaba, la gran muralla que rodeaba la antigua residencia de reyes sobre el monte reseco, de vegetación ahornagada, cubierto de zarzales, de atochas raquíticas y de jaramagos anémicos, todo de un tono sepia retostado, era como una gigantesca flor de piedra, enseñoreándose de la ciudad, que seguía siendo mora hasta en lo que hubiera querido no parecerlo.

Se divisaba un dédalo de callejuelas tortuosas, de rejas empotradas en los muros, y aquel fondo, donde se adivinaba el verdegal de la vega, con sus bancales de panizo, sus ribazos de cañaverales, la desembocadura del Andarax y los nebulosos montes del cabo de Gata, envuelto todo en la gran melancolía del ambiente.

Dominada por la impresión del paisaje, Dolores no veía las burguesas endomingadas, la sociedad mediatizada que atraía la atención de las otras, De la multitud sólo la atraía el pueblo, el pueblo que rimaba con el paisaje y con la tradición, el pueblo que era como un fruto de la tierra.

Hombres cetrinos, enjutos, de músculos tallados y ojos negros, de movimientos tardos, rítmicos, algo solemnes y reposados, muy atentos a la compostura y a la dignidad de su porte.

Mujeres buenas mozas, bien plantadas, prematuramente maduras por el ardor del clima, de color moreno pálido, color veneciano, color de luna y de pasión íntima y concentrada. Se adivinaba, dentro de su reserva exagerada, la voluptuosidad latente, lánguida, llena de ardores secretos, que se les asomaba a los ojos, iluminados desde dentro por una luz de pasión. Se engalanaban con trajes de faldas claras, huecas y crujientes de almidón, almillas ajustadas y graciosos delantales. Los pañuelos de Manila o de crespón, color garbanzo, color aceite, color manteca, color canario o color tórtola, como los denominaban por la comparación de los matices, con cosas que les eran familiares, les velaban el talle con sus enrejados flecos. Todas tenían una elegante distinción de raza noble, de raza patricia, raza aborigen de España. Las casadas cubrían sus cabellos con pañuelos de seda de colores chillones, tomate y huevo, o con grandes cenefas azul magenta o carmesí; pero las solteras mostraban descubiertas las airosas cabezas de rizos negros, alisados y brillantes, entre los que lucían aquellas flores tan fragantes que dominaban todos los olores y ponían en el ambiente la embriaguez de los jazmines. La biznaga triunfaba de las rosas, de los claveles y de los alelíes.

Entre los pregones de flores:

—¡Rosiyas de pitiminí!

—¡Claveles de cravo y arbaca de limón!

Y los otros gritos que animaban el ambiente como el rumor de la gente y el estampido de los cohetes:


—¡Azafaifas!

—¡Arcagúeles y garbanzos tostaos!

—¡Armendras moyares y arvellanas!

—¡Agua fresquita! ¿Quién la bebe?

Sobresalían los gritos del pregón más castizo:

—¡Biznagas, biznagas!

—¡A cinco la perrilla! ¡Biznagas!

El encanto de la biznaga se imponía y lo dominaba todo. Era como esos días en que las grandes ciudades celebran la fiesta de una flor para algún fin benéfico. Aquellos jazmines blancos eran exclusivos de Andalucía, hijos de la sampaguita de la Arabia. Se cogían sus capullos reventones y se ensartaban en la bolilla de palos secos de las biznagas, para que se abrieran sobre el cabello o sobre el seno y ofrecieran su perfume con toda la pureza del aliento primero.

La blancura incomparable de los jazmines, que entrecruzaba sus pétalos hasta asemejarse a las grandes bolas de las hortensias o los mundillos, se hacía más intensa con el contraste de los rizos negros y parecía superar a la blancura misma.

Envolvían los jazmines a las mujeres en su perfume agudo, embriagador, tónico y tan penetrante, que llegaba a ser doloroso.

Dolores compró un cesto entero e biznagas a una de aquellas muchachitas cetrinas, desgreñadas y descalzas, que llevaban en bandejas de mimbre la gloria de los jazmines, y esparció las flores por el coche.

Aquella flor despertaba como una ansiedad de frescura en todo el cuerpo. Hubiera querido poderse acostar desnuda sobre jazmines.

No se fijaba tampoco en la expectación que su belleza despertaba. Alta, esbelta, graciosa, tenía el cutis ambarino, ligeramente róseo, con los cabellos y los ojos color tabaco y los labios del rojo brillante de la granada zafarí, y, sobre todo, el encanto de su gran distinción, aumentado con un aire de amable melancolía.

Ella deseaba olvidar, con la embriaguez del perfume y el ambiente, las ideas tristes que la martirizaban y le hacían sentir un rehílo en la espalda cada vez que veía a lo lejos a Antonio, su marido, paseando entre un alegre grupo de amigos.

Cuando la procesión dio la vuelta y pasó a su lado, el sol estaba ya próximo a perderse, como una dalia de color bermejo, que se deshojase entre los oros de la tarde, tras los montes de la Baja Mar, dejando un incendio rojo y llameante en los celajes del Poniente. Las sombrillas de colores, que formaban como un ribazo de hongos de color, a todo lo largo del paseo, comenzaban a cerrarse.

Hubo en torno suyo un momento de inmovilidad y silencio, durante el cual cesó el aletear de los abanicos y de los tallos de albahaca que las mujeres agitaban en el aire en torno de sus rostros.

Todos se fijaban en la procesión, una procesión que hubiese sido pobre sin el lujo de ambiente.

Pasó una doble hilera de gentes con velas: mozas, mozos y viejas, cumplían promesas en agradecimiento de alguna merced recibida. Muchas mujeres iban con los pies descalzos y otras con los cabellos tendidos, como pintan a la Magdalena. Seguían los pobres de los asilos y los niños de la Inclusa, y entre esa doble fila pasaban algunos estandartes y varios santos, tambaleándose sobre sus andas, con algo de ese vaivén de marineros borrachos que vuelven a los barcos.

Detrás de ellos venía la Virgen, bajo su palio, resplandeciente de luces y rodeada de azucenas, de nardos y de jazmines, envuelta en el manto de oro y seda, bordado por las señoras, y llevando en la cabeza la magnífica corona de oro y pedrería que le ofrendó la reina Isabel II antes de perder la suya.

Muchas damas se arrodillaban en el coche al pasar a su lado, y los hombres doblaban también la rodilla después de la precaución de poner el pañuelo debajo para no empolvarse. Verdaderamente tenía mucho de conmovedor aquella imagen, mascarón de proa de un barco, como se comprobaba por las anillas incrustadas a la talla de madera y ocultas bajo las vestiduras, paseando frente al mar entre la adoración de todo un pueblo.

Era la Virgen del Mar, el mar le había dado nombre porque había salido, como Venus inmortal, de entre las olas en Torre García, quizás muy lejos del lugar donde naufragó el buque cuya proa ornaba. Vino a reposar de la tormenta en la menuda arena de oro de la playa mediterránea, y desde entonces crecían en el arenal azucenas blancas, a las que no marchitaba el agua salada.

Un pastor, cojo y casi imposibilitado pero que tenía esa cosa de sacerdotal que tienen los pastores, siempre elegidos por la Divinidad para las revelaciones, la vio dormidita en su lecho de flores, y emprendió, a impulsos de la fe, el viaje a la ciudad para dar cuenta del hallazgo.

La tradición narraba el célebre pleito entre el Cabildo catedral, que la rechazó primero y la reclamaba después, y los frailes dominicos que desde el primer instante la acogieron.

Aquel pleito lo falló la voluntad de la imagen, que se escapó de la Catedral cuantas veces la llevaron, Al fin la colocaron sobre una mula con los ojos vendados, equidistante de los dos templos, y el animal tomó el camino de Santo Domingo, a cuya puerta murió, en el lugar donde habían quedado grabadas en la losa sus herraduras.

Tal vez era esta tradición, que probaba su libre voluntad, la que hacía temer el peligro de que la imagen, acostumbrada a surcar las aguas y bañarse en ellas, quisiera escapar de sus andas y sumergirse de nuevo en las olas, Era peligroso ese paseo de la Virgen frente al mar; había indudablemente en ella algo de viejo marino que añora los días de navegación, o de ondina que por amor a los mortales dejase su palacio del fondo del agua. Parecía que la imagen miraba al mar con dulce melancolía y respiraba la brisa salobre, como compensación de estar todo el año encerrada en su hornacina.

Delante de las andas iban varias niñas, ya zangolotinas, vestidas de ángeles, con trajes de linón y alas de tiritaña hechas de gasa y talco. Detrás iban el Cabildo, los dominicos y las autoridades: gobernador, alcalde, presidente de la Diputación, concejales, militares y cónsules; todos muy solemnes, muy poseídos de su papel, de gran uniforme, con las condecoraciones sobre el pecho, andando acompasadamente delante de la banda de música. Después de este esplendor, era más vivo el contraste de los chicuelos, que cerraban el cortejo, medio desnudos, negretes, corretones y ágiles como monos, saltando a compás de las piezas chillonas que tocaban los pobres músicos, sudorosos, congestionados, rendidos de soplar los instrumentos metálicos o de redoblar en bombos y tambores.

La procesión parecía tener una fuerza que arrastraba detrás de sí; la iban siguiendo los paseantes, lo mismo los de a pie que los de coche.

Ya estaban encendidas las luces, caían de los balcones lluvias de pétalos de jazmín, y de vez en cuando el resplandor de las bengalas teñía de rojo o verde el manto de la imagen y la blancura de las flores que la rodeaban.

Así fueron siguiendo la procesión durante todo el trayecto. Dolores se sentía presa de una emoción que las otras no podían ni siquiera adivinar, Aquella cadena de espíritus exaltados por la fe la influía, a pesar suyo, agudizaba sus sensaciones y confundía su pensamiento.

Respiró, como el que se libra de un peso enorme, cuando vio penetrar la imagen en la iglesia, entre el repiqueteo de las campanas y el alegre estallido de los cohetes. Sentía alivio de que se acabara la fiesta y volver a ser dueña de su sensibilidad.

Descansaron las andas un momento frente a la puerta, donde esperaban los monjes, unos monjes de Zurbarán, con trajes de estameña blanca; el incienso envolvió la imagen en una humareda de incendio. El interior del templo lucía como un ascua ardiendo o más bien como un horno lleno de llamas. La imagen se internó allí, se perdió, se desvaneció en la luz como si se quemara y se consumiera.

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