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Gloria: IV. El Sr. de Lantigua.—Sus ideas.

Gloria
IV. El Sr. de Lantigua.—Sus ideas.
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. PRIMERA PARTE
    1. I. Arriba el telón.
    2. II. Gloria y su papá.
    3. III. Gloria no espera un novio, sino un obispo.
    4. IV. El Sr. de Lantigua.—Sus ideas.
    5. V. Cómo educó á su hija.
    6. VI. Cómo se explicaba la niña.
    7. VII. Los amores de Gloria.
    8. VIII. Un pretendiente.
    9. IX. Recepción, discurso, presentación.
    10. X. D. Angel de Lantigua, obispo de ***.
    11. XI. Un asunto grave.
    12. XII. El otro.
    13. XIII. Llueve.
    14. XIV. El otro está cerca.
    15. XV. Va á llegar.
    16. XVI. Ya llegó.
    17. XVII. El vapor «Plantagenet.»
    18. XVIII. El cura de Ficóbriga.
    19. XIX. El náufrago.
    20. XX. El santo proyecto de Su Ilustrísima.
    21. XXI. Sepulcro blanqueado.
    22. XXII. La respuesta de Gloria.
    23. XXIII. Dos opiniones sobre el país más religioso del mundo.
    24. XXIV. Una obra de caridad.
    25. XXV. Otra.
    26. XXVI. El ángel rebelde.
    27. XXVII. Se va.
    28. XXVIII. Vuelve.
    29. XXIX. Se fué.
    30. XXX. Pecadora y hereje.
    31. XXXI. Pausa. El conflicto parece resolverse y tan sólo se aplaza.
    32. XXXII. Los cazadores de votos.
    33. XXXIII. Agape.
    34. XXXIV. En el puente de Judas.
    35. XXXV. Los juicios de Dios, abismo grande.
    36. XXXVI. ¡Qué horrible tiempo!
    37. XXXVII. Al fin se supo.
    38. XXXVIII. Job.
    39. XXXIX. El rayo.
  4. SEGUNDA PARTE
    1. I. Serafinita y D. Buenaventura de Lantigua.
    2. II. Lo que dijeron.
    3. III. Cosas que se ignoran y otras que se saben y deben decirse.
    4. IV. Las amigas del Salvador.
    5. V. Realismo.
    6. VI. Domingo de Ramos.
    7. VII. Tía y sobrina.
    8. VIII. El Salvador en la calle.
    9. IX. El Maldito.
    10. X. Hospitalidad á medias.
    11. XI. Dieciocho siglos de antipatía.
    12. XII. La fórmula de D. Buenaventura.
    13. XIII. El secreto.
    14. XIV. Casa.
    15. XV. ¿A dónde va? ¿A dónde ha ido?
    16. XVI. Prisionera.
    17. XVII. Declaración.
    18. XVIII. Pasión, sacrificio, muerte.
    19. XIX. Espinas, clavos, azotes, cruz.
    20. XX. ¿Qué haré?
    21. XXI. Jueves Santo.
    22. XXII. Esperanza de salvación.
    23. XXIII. Los viajeros.
    24. XXIV. Las leñadoras de Ficóbriga.
    25. XXV. Todo marcha á pedir de boca.
    26. XXVI. Madama Esther.
    27. XXVII. La madre y el hijo.
    28. XXVIII. Delirio. Fanatismo.
    29. XXIX. El catecúmeno.
    30. XXX. La visión del hombre sobre las aguas.
    31. XXXI. Mater amabilis.
    32. XXXII. Pascua de Resurrección.
    33. XXXIII. Todo acabó.
  5. Autor
  6. Otros textos
  7. CoverPage

IV. El Sr. de Lantigua.—Sus ideas.

Don Juan Crisóstomo de Lantigua nació de padres honrados en la misma villa donde le hemos conocido, ya gastado por la edad y consumido por los trabajos. La riqueza que desde 1860 poseía, así como la moderna casa y el bienestar tranquilo que disfrutaba, provenían de un tío suyo que volvió de Matzalán (Méjico) con regular carga de pesos duros, la cual al poco tiempo soltó de sus hombros, juntamente con la de la vida, muriendo casi en el primer día de descanso. Su fortuna, que era de las más bonitas, pasó á los cuatro sobrinos, D. Angel, á la sazón capellán de Reyes Nuevos; D. Juan, abogado de mucha fama, y los más jóvenes D. Buenaventura y Serafinita Lantigua. No entrando por ahora en nuestros fines estos dos últimos, les dejamos á un lado, concretándonos á los dos primeros, y por ahora exclusivamente á D. Juan de Lantigua.

Había recibido éste de Dios naturaleza apasionada y ardiente; imaginación despierta, que se inclinaba á las cosas contemplativas; inteligencia elevada, si bien un tanto paradójica; sentimientos enérgicos, que impulsaban su alma al exclusivismo, lo mismo en los afectos que en las ideas. Sus primeros trabajos en la abogacía fueron de no poco provecho y brillo, y más tarde, cuando la herencia del tío le aseguró cómodo bienestar, no abandonó completamente el foro. Renunciar á las controversias, hubiera sido en él renunciar á la vida.

Devorado por insaciable afán de estudio, mezcló con la jurisprudencia la teología y la historia y la ciencia política. Dedicóse con predilección á entresacar de los escritores místicos y políticos del siglo de oro en España cuanto pudiera hallar de eternamente verdadero, y por consiguiente, aplicable á la gobernación de los pueblos en todos los tiempos. Pero su entendimiento, acalorado por entusiasmos juveniles y por prejuicios formados no se sabe cómo, se aferraba tercamente á ciertas ideas; así es que no pudo, aun intentándolo de buena fe, juzgar con imparcial serenidad ni la historia ni las obras de los que por tantos siglos han disputado sobre los medios de hacer á la humanidad menos desgraciada.

Su inclinación contemplativa le llevó á considerar la fe religiosa, no sólo como gobernadora y maestra del individuo en su conciencia, sino como un instrumento oficial y reglamentado que debía dirigir externamente todas las cosas humanas. Dió todo á la autoridad y nada ó muy poco á la libertad. Pocos años después de haberse metido en el golfo de estas lecturas y en el torbellino de estos pensamientos, D. Juan de Lantigua salió fuerte en erudición y en silogismos; desafió con indomable orgullo la turba de frívolos y descreídos; brindóle la política con una tribuna, y subido en ella, la nube que había condensado tanta pasión y tanto saber tronó y relampagueó contra el siglo. La elocuencia del nuevo Isaías arrebataba.

Sus enemigos (pues ya se comprende que los tuvo encarnizadísimos) decían: «Lantigua es el abogado de los curas y de los obispos; hace su agosto con las causas de espolios, de capellanías colativas, de disciplina eclesiástica. Justo es que adule y sirva á los que le mantienen.» Estas groserías, comunes en la época presente, hacían sonreir al Sr. D. Juan. Nunca se cuidó de defenderse de este cargo, porque, según afirmaba, es preciso no quitar á los tontos el derecho de decir tonterías.

Como hombre de convicciones inquebrantables y profundas, honradísimo caballero en su trato social y de intachables costumbres, le estimaban todos. En la vida práctica, Lantigua transigía benignamente con los hombres de ideas más contrarias á las suyas, y aun se le conocieron amigos íntimos á los cuales amó mucho, pero sin poderles convencer nunca. En la vida de las ideas era donde campeaba su intransigencia y aquella estabilidad de roca jamás conmovida de su asiento por nada ni por nadie. Las tempestades de la revolución del 48, de la república romana, de la formación de la unidad de Italia, de la caída del imperio austriaco, de la humillación del francés, de la destrucción del poder temporal del Papa, de la formación de Alemania, Minerva parida por el cerebro de Bismark, y otras menos trascendentales y que, localizadas en nuestra patria, sólo fueron lloviznas menudas en el cielo de Europa, no produjeron en el ánimo de aquel varón insigne otro efecto que el de cimentar más y más su creencia de que la humanidad pervertida y desapoderada merece un camisón de fuerza.

Estos hechos y otras recientes desgracias ocurridas en el suelo patrio, llevaron á Lantigua á un estado de irritación lamentable que dió á sus escritos y á sus discursos lúgubre y displicente tono. Profetizó el vilipendio del próximo siglo, la confusión de las lenguas y tras la confusión la dispersión y tras la dispersión la esclavitud, hasta que una nueva florescencia de la fe católica en los corazones fecundados por la desgracia reorganizase á los pueblos, congregándolos bajo el manto tutelar de la Iglesia. Según él, las decantadas leyes del humano progreso conducen á Nabucodonosor. Antes muriera Lantigua que ceder en esto. Y en realidad ¿cómo había de ceder? Los que han reducido todas sus ideas á esta fórmula abrumadora ó Barrabás ó Jesús, necesitan dejarse llevar hasta los últimos extremos, porque la menor flaqueza equivale en ellos á pasarse á Barrabás.

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