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Gloria: XII. La fórmula de D. Buenaventura.

Gloria
XII. La fórmula de D. Buenaventura.
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. PRIMERA PARTE
    1. I. Arriba el telón.
    2. II. Gloria y su papá.
    3. III. Gloria no espera un novio, sino un obispo.
    4. IV. El Sr. de Lantigua.—Sus ideas.
    5. V. Cómo educó á su hija.
    6. VI. Cómo se explicaba la niña.
    7. VII. Los amores de Gloria.
    8. VIII. Un pretendiente.
    9. IX. Recepción, discurso, presentación.
    10. X. D. Angel de Lantigua, obispo de ***.
    11. XI. Un asunto grave.
    12. XII. El otro.
    13. XIII. Llueve.
    14. XIV. El otro está cerca.
    15. XV. Va á llegar.
    16. XVI. Ya llegó.
    17. XVII. El vapor «Plantagenet.»
    18. XVIII. El cura de Ficóbriga.
    19. XIX. El náufrago.
    20. XX. El santo proyecto de Su Ilustrísima.
    21. XXI. Sepulcro blanqueado.
    22. XXII. La respuesta de Gloria.
    23. XXIII. Dos opiniones sobre el país más religioso del mundo.
    24. XXIV. Una obra de caridad.
    25. XXV. Otra.
    26. XXVI. El ángel rebelde.
    27. XXVII. Se va.
    28. XXVIII. Vuelve.
    29. XXIX. Se fué.
    30. XXX. Pecadora y hereje.
    31. XXXI. Pausa. El conflicto parece resolverse y tan sólo se aplaza.
    32. XXXII. Los cazadores de votos.
    33. XXXIII. Agape.
    34. XXXIV. En el puente de Judas.
    35. XXXV. Los juicios de Dios, abismo grande.
    36. XXXVI. ¡Qué horrible tiempo!
    37. XXXVII. Al fin se supo.
    38. XXXVIII. Job.
    39. XXXIX. El rayo.
  4. SEGUNDA PARTE
    1. I. Serafinita y D. Buenaventura de Lantigua.
    2. II. Lo que dijeron.
    3. III. Cosas que se ignoran y otras que se saben y deben decirse.
    4. IV. Las amigas del Salvador.
    5. V. Realismo.
    6. VI. Domingo de Ramos.
    7. VII. Tía y sobrina.
    8. VIII. El Salvador en la calle.
    9. IX. El Maldito.
    10. X. Hospitalidad á medias.
    11. XI. Dieciocho siglos de antipatía.
    12. XII. La fórmula de D. Buenaventura.
    13. XIII. El secreto.
    14. XIV. Casa.
    15. XV. ¿A dónde va? ¿A dónde ha ido?
    16. XVI. Prisionera.
    17. XVII. Declaración.
    18. XVIII. Pasión, sacrificio, muerte.
    19. XIX. Espinas, clavos, azotes, cruz.
    20. XX. ¿Qué haré?
    21. XXI. Jueves Santo.
    22. XXII. Esperanza de salvación.
    23. XXIII. Los viajeros.
    24. XXIV. Las leñadoras de Ficóbriga.
    25. XXV. Todo marcha á pedir de boca.
    26. XXVI. Madama Esther.
    27. XXVII. La madre y el hijo.
    28. XXVIII. Delirio. Fanatismo.
    29. XXIX. El catecúmeno.
    30. XXX. La visión del hombre sobre las aguas.
    31. XXXI. Mater amabilis.
    32. XXXII. Pascua de Resurrección.
    33. XXXIII. Todo acabó.
  5. Autor
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  7. CoverPage

XII. La fórmula de D. Buenaventura.

En la tarde del Domingo de Ramos, cuando después de rota y deshecha la procesión se retiraron consternadas á su casa Gloria y Serafinita, ésta mandó á Roque con toda diligencia á Villamojada para que pusiera en la estación telegráfica el siguiente despacho:

«A D. Angel María, cardenal de Lantigua, arzobispo de X***, en el palacio arzobispal de Toulouse (Francia).—Gravísimo peligro. Enemigo en Ficóbriga. Ven al punto. Serafina.»

El Sr. D. Angel había sido elevado en Noviembre anterior á una silla metropolitana, digna recompensa de sus altos merecimientos y preclaras virtudes. En Febrero concedióle Su Santidad la púrpura, y á principios de Marzo partió para Roma á recibir la birreta. Regresaba en Abril apresuradamente para tomar posesión de su nueva diócesis antes de la Semana Santa, y al atravesar Francia para entrar por Bayona, sintióse acometido de su fiero enemigo, el reuma. Encolerizarse contra el reuma y el mal tiempo y la humedad habría sido encolerizarse con Dios; por lo tanto, llenóse de resignación, y en vez de irritarse, suspiraba. No obstante la cojera, insistía en proseguir el viaje; pero los médicos ordenáronle descanso, y el arzobispo de Tolosa de Francia, grande amigo suyo en el Concilio, le invitó á que descansase. No lo hizo de muy buen grado Su Eminencia; mas las traidoras piernas se negaban á obedecer al corazón. Escribió á su hermana, y entre otras cosas le decía:

«No estoy tan mal que no pueda ponerme en camino si un urgente negocio lo exige. Si ocurre algo muy grave en nuestra familia, ó si se presentara en Ficóbriga el antedicho sugeto (en los primeros párrafos de la carta hablaba de él), avísamelo sin pérdida de tiempo, pues aunque deba ir arrastrándome seguiré mi itinerario.»

De las intenciones y pensamientos del señor cardenal no tenemos aún conocimiento exacto, y casi nos atrevemos á creer que Serafinita, á pesar de su buen deseo, no los interpretaba con estricta fidelidad. En cuanto á D. Buenaventura, ya sabemos que deseaba resueltamente poner fin á aquel duro conflicto por medio del matrimonio. No había duda para él respecto á la medicina; pero la fórmula de ésta se ocultaba á su perspícuo entendimiento. ¡La fórmula! Hé aquí el secreto. Era preciso ser Arquímedes, Galileo, Newton, es decir, poseer el genio y la inspiración sublime de los grandes descubrimientos para encontrar aquella fórmula.

Don Buenaventura militaba públicamente en el partido católico, el cual ha extendido á todas las cosas la intolerancia, nervio del dogma. Pero es ley fatal también que al combatir con un enemigo que emplea determinada táctica, se aprende esa táctica, y se la adopta después. Eso le pasó á D. Buenaventura; y el hábito de los parlamentos, del salón de conferencias y de la política menuda enseñóle sin saber cómo el fino arte de las transacciones. Era que su espíritu, por el frecuente combate con las habilidades, llegó á inficionarse de ellas primero, á usarlas instintivamente después, y por último, á creerlas buenas y necesarias.

Había defendido enérgicamente, aunque sin elocuencia, la unidad rigurosa del culto, y eran de oir sus palabras calificando los matrimonios contraídos por personas de diferentes creencias; pero una cosa es la declamación teórica y otra el hecho abrumador y elocuente, más persuasivo que cuanto encierran las bibliotecas. Ante aquel hecho que directamente hería su corazón, D. Buenaventura vaciló mucho, concluyendo por admitir la imprescindible necesidad de un arreglo. Este arreglo era posible con tal que se encontrase la fórmula.

Amaba tan tiernamente á su sobrina Gloria, que en su corazón no la distinguía de sus propias hijas. En Madrid había tomado informes de Morton, y por el barón de W... y otros israelitas con quienes tenía relaciones de cordial amistad ó de negocios, supo nuestro banquero las sobresalientes cualidades de todos los individuos de la familia de Daniel y de Daniel mismo.

—O yo valgo poco, ó les caso—decía Lantigua.—Sobre la conveniencia y la posibilidad de esto no hay duda. El cómo, la pícara fórmula, es lo que falta.

Desde que llegara á Ficóbriga, confió á Romero su pensamiento, y éste se mostró muy dispuesto á admitirlo. Ambos discutieron, indagaron, escudriñaron. Por último, don Silvestre lleno de interés por la señorita de Lantigua, decía:

—No hay más remedio que sacarla á todo trance de tan triste situación. Aquí no se trata de teorías, se trata de un hecho, de un hecho innegable, evidente, terrible. Comprendo que para evitar estos hechos se establezca la unidad religiosa más intolerante, que se expulse, que se queme, que se condene, que se fulminen rayos... pero ya no se trata de prevenir, sino de reparar. No habrá ninguna autoridad divina ni humana que se atreva á decir en presencia de esto: «quédese el mal como está...» Lo que falta es la fórmula, una formulita.

Don Silvestre fué desde entonces cómplice de todos los planes de su noble amigo. Ambos, sin dejar de ser muy católicos y de manifestar inflexibles opiniones, cada cual según su estilo, eran hombres de mundo; habían tomado el tiento á la sociedad; habían sufrido la fascinación de lo práctico, el uno en sus negocios, el otro en sus luchas con la Naturaleza; habían dicho: «conviene huir de la corriente para que no nos arrastre; pero si por desgracia viene un brazo de mar y nos quiere llevar, es tontería luchar con él: hay que sortearlo.»

Don Buenaventura no admitía de ninguna manera el matrimonio puramente civil en aquel caso; ni entraba en sus miras que Gloria fuese á casarse á un país extranjero. Para él la fórmula más aceptable hubiera sido aquella en que el matrimonio se verificase con todas las apariencias de concordancia religiosa.

—Me basta—pensaba,—me basta con que ese hombre nos conceda una farsa de abjuración... Será un malvado si no lo hace... Piense luégo en su interior como le dé la gana. Al fin y al cabo, el fondo, el fondo de todas las creencias, ¿no es uno mismo? La sociedad nos obliga á establecer diferencias en el culto; pero esas diferencias deben desaparecer ante un deber social también muy poderoso... Hé aquí la fórmula; sí, ya la tengo; se la propondré. Una conversión fingida, con reservas mentales... ¡Oh, Dios, Dios! Imposible que tú no seas uno mismo para todos... ¡Ah!... esta es una de esas pícaras ideas que nosotros los hombres de peso no decimos nunca, nunca; no, no se pueden decir; la taimada idea, la saltona y diabólica idea que tenemos asentada en el fondo de la conciencia... Si mi hermano sospechase esto...

El día de la conferencia que hemos descripto habló con D. Silvestre antes de misa mayor, y ambos se pusieron de acuerdo sobre la conveniencia de rehabilitar al hebreo en el concepto público de Ficóbriga, y proporcionarle una entrevista con Gloria.

—¡Ah!—decía D. Buenaventura.—Si esa desgraciada se empeña en no verle, yo probaré que tengo autoridad... Bueno es el misticismo; pero ahora se trata de ajustar una cuenta con la sociedad. La de Dios está ya saldada, y el perdón de nuestra pobre huérfana debe haber sido puesto á la firma allá arriba. Estoy seguro de esto, segurísimo.

Y pensando luégo en Morton decía siempre:

—Se me figura que los mayores obstáculos no vendrán de parte de él. Su fanatismo más que de religión es de raza... Y si aún vacilara, tengo un argumento poderoso, que guardo para la ocasión crítica, un arma de sentimiento, de ternura, con la cual pienso herir en él la fibra más sensible...

Desde el Lunes Santo empezó á correr por Ficóbriga un rumor que en pocas horas dió la vuelta á todo el pueblo y penetró en todas las casas, como un aire fuerte y súbito que sorprende abiertas las puertas y hasta el más hondo rincón se introduce. El rumor era que el Sr. Morton había ido á Ficóbriga con el fin santo de abrazar el catolicismo. Divulgóse esa noticia, que era buena, con la rapidéz de las malas, haciendo efecto poderoso en pueblo tan crédulo como sencillo. No hubo una sola boca que de esto no se ocupase lunes y martes, y por doquiera oíanse exclamaciones de alegría y comentarios optimistas. Hubo quien asegurase haberlo oído de los labios del mismo cura ó de los no menos respetables de D. Juan Amarillo. Causaba igual pasmo la noticia de que el extranjero había sido alojado decorosamente en una de las buenas casas de Ficóbriga, y que se esperaba de un instante á otro al Sr. D. Angel de Lantigua para echarle los Evangelios.

No hay para qué decir que estos rumores llegaron á la casa de Lantigua, y hallando abierta la puerta, se metieron dentro y subieron y bajaron dando vueltas á toda la casa. Pero no entraron sólo por conducto de los criados, sino que el mismo cura, enunciando con su venerable boca, les dió autoridad. El martes por la tarde fué á la casa á ver á su querida penitente, y delante de ella y de doña Serafina habló de la estupenda noticia que por el pueblo corría. Apoyóle D. Buenaventura; mas las dos hembras no dijeron nada.

—Si es cierto—dijo Romero decidido á que la idea penetrase donde debía penetrar,—si es cierto, esta conversión será muy sonada. Aquí tenemos al jornalero de las viñas que ha venido tarde; pero que recibirá, según Jesucristo, la misma soldada que los que vinieron pronto. Grandísima gloria será esta conversión para nuestra humilde villa, y también para mí que tuve la dicha de sacar de las aguas...

Viendo que aparentemente no prestaban atención á sus palabras, volvióse á D. Buenaventura y prosiguió así:

—Yo le saqué de las aguas como se saca un pez; de modo que si yo no le hubiera pescado... Y aquí viene bien repetir lo que dijo Nuestro Señor Jesucristo á los Apóstoles cuando recogían sus redes en las orillas del lago de Genesareth: «Seguidme y os haré pescadores de hombres.» Hé aquí que si al fin le bautizo yo, puedo decir con doble motivo que he pescado á un hombre.

Gloria, que leía los oficios del Martes Santo, miraba tan de cerca su libro, que parecía no poder hallarse en disposición de entender la lectura si no se metía las letras dentro de los ojos. Serafinita permaneció inmutable y silenciosa, como si su espíritu, su voluntad y sus creencias se hallaran en esfera superior á todos los miserables eventos de la tierra.

Cuando el cura salió, D. Buenaventura le dijo:

—Basta con que lo sepa... La idea ha de hacer efecto. No es cerebro de paja el suyo, y cuando una idea entra en él... ya, ya levantará buen remolino... ¡Ah! Sr. D. Silvestre... se me figura que hemos encontrado la fórmula, esa suspirada fórmula.

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