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Gloria: X. D. Angel de Lantigua, obispo de ***.

Gloria
X. D. Angel de Lantigua, obispo de ***.
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. PRIMERA PARTE
    1. I. Arriba el telón.
    2. II. Gloria y su papá.
    3. III. Gloria no espera un novio, sino un obispo.
    4. IV. El Sr. de Lantigua.—Sus ideas.
    5. V. Cómo educó á su hija.
    6. VI. Cómo se explicaba la niña.
    7. VII. Los amores de Gloria.
    8. VIII. Un pretendiente.
    9. IX. Recepción, discurso, presentación.
    10. X. D. Angel de Lantigua, obispo de ***.
    11. XI. Un asunto grave.
    12. XII. El otro.
    13. XIII. Llueve.
    14. XIV. El otro está cerca.
    15. XV. Va á llegar.
    16. XVI. Ya llegó.
    17. XVII. El vapor «Plantagenet.»
    18. XVIII. El cura de Ficóbriga.
    19. XIX. El náufrago.
    20. XX. El santo proyecto de Su Ilustrísima.
    21. XXI. Sepulcro blanqueado.
    22. XXII. La respuesta de Gloria.
    23. XXIII. Dos opiniones sobre el país más religioso del mundo.
    24. XXIV. Una obra de caridad.
    25. XXV. Otra.
    26. XXVI. El ángel rebelde.
    27. XXVII. Se va.
    28. XXVIII. Vuelve.
    29. XXIX. Se fué.
    30. XXX. Pecadora y hereje.
    31. XXXI. Pausa. El conflicto parece resolverse y tan sólo se aplaza.
    32. XXXII. Los cazadores de votos.
    33. XXXIII. Agape.
    34. XXXIV. En el puente de Judas.
    35. XXXV. Los juicios de Dios, abismo grande.
    36. XXXVI. ¡Qué horrible tiempo!
    37. XXXVII. Al fin se supo.
    38. XXXVIII. Job.
    39. XXXIX. El rayo.
  4. SEGUNDA PARTE
    1. I. Serafinita y D. Buenaventura de Lantigua.
    2. II. Lo que dijeron.
    3. III. Cosas que se ignoran y otras que se saben y deben decirse.
    4. IV. Las amigas del Salvador.
    5. V. Realismo.
    6. VI. Domingo de Ramos.
    7. VII. Tía y sobrina.
    8. VIII. El Salvador en la calle.
    9. IX. El Maldito.
    10. X. Hospitalidad á medias.
    11. XI. Dieciocho siglos de antipatía.
    12. XII. La fórmula de D. Buenaventura.
    13. XIII. El secreto.
    14. XIV. Casa.
    15. XV. ¿A dónde va? ¿A dónde ha ido?
    16. XVI. Prisionera.
    17. XVII. Declaración.
    18. XVIII. Pasión, sacrificio, muerte.
    19. XIX. Espinas, clavos, azotes, cruz.
    20. XX. ¿Qué haré?
    21. XXI. Jueves Santo.
    22. XXII. Esperanza de salvación.
    23. XXIII. Los viajeros.
    24. XXIV. Las leñadoras de Ficóbriga.
    25. XXV. Todo marcha á pedir de boca.
    26. XXVI. Madama Esther.
    27. XXVII. La madre y el hijo.
    28. XXVIII. Delirio. Fanatismo.
    29. XXIX. El catecúmeno.
    30. XXX. La visión del hombre sobre las aguas.
    31. XXXI. Mater amabilis.
    32. XXXII. Pascua de Resurrección.
    33. XXXIII. Todo acabó.
  5. Autor
  6. Otros textos
  7. CoverPage

X. D. Angel de Lantigua, obispo de ***.

El obispo parecía un niño grande. Su cara redonda, sonrosada y siempre risueña, se destacaba entre la ampulosa envoltura episcopal y bajo el sombrero verde, respirando profundo gozo de espíritu, benevolencia, paz completa con la conciencia y relaciones perfectas con Dios. Era hombre que por natural impulso de su sano corazón se inclinaba á suponer lo bueno en todo. Sus estudios, su experiencia, su confesonario le enseñaban que hay malvados en el mundo; pero siempre que hablaba con alguien, decía para sí: «¡Qué buena persona, qué excelente sujeto!»

Como una luz alumbra cuanto la rodea, así su corazón proyectaba las claridades de la bondad sobre los que se le acercaban. Era incapáz de tener un mal pensamiento acerca de individuos conocidos, y cuando oía hablar de las picardías de alguien, no omitía decir cualquier palabra en su defensa. Su inteligencia era quizás inferior á la de su egregio hermano don Juan, pero le ganaba en verdadera piedad y en dulzura de sentimientos; y aunque tocante á materias dogmáticas profesaba la doctrina de la intolerancia en el verdadero sentido teológico no en el vulgar de esta manoseada palabra, la viva compasión que sentía hacia los errores de nuestros contemporáneos parecía atenuar el rigor de sus ideas. Se ignora lo que D. Angel habría hecho si hubiera tenido en el hueco de la mano á la pecadora sociedad presente. En cuanto á D. Juan, es seguro que la habría echado al fuego, quedándose después con la conciencia, no sólo tranquila, sino satisfecha de haber realizado el bien.

En las prácticas religiosas era D. Angel intachable. No se le podía tildar ni de flaqueza ni de exceso de celo. Jamás desmayó en sus deberes de prelado: jamás extremó la letra á expensas del espíritu. En sus ratos de vagar, recreaba el ánimo con piadosas lecturas, y aborrecía los periódicos de cualquier partido que fuesen. En Ficóbriga, como los médicos le ordenasen una vida tranquila y que huyese de lecturas taciturnas y mentales trabajos, gustaba de pasear por el jardín, contemplando las muchas y bellas flores, y oyendo las explicaciones de su sobrina acerca del tiempo y condiciones en que cada una se criaba. Gustaba también de pasear por el pueblo hacia la mar, bajando casi siempre á la playa y al muelle, y deteniéndose infaliblemente á ver llegar las lanchas pescadoras, cuya vuelta al abrigo le producía inefable sensación de placer y asombro de la bondad infinita de Dios. Sus ojos las buscaban en el horizonte, las seguían por la superficie del mar, y cuando atracaban, tenía gozo especial en ver desembarcar la sardina, la merluza y el besugo. Siempre le causaba admiración que trajesen tantos peces, y decía á los marineros: «Creí que no quedaba más, después de lo que trajísteis ayer. ¡Bendito sea Dios que no deja morir á los pobres!»

Le agradaba la música, cualquiera que fuese, sin distinción de escuelas. No entendía de buena ó mala música. Para él toda era buena, y siempre que su sobrina tocaba el piano, oíala con placer, y aun con cierto respeto, porque aquel precipitado correr de los dedos sobre las teclas, le parecía el colmo de las habilidades humanas. Pegábansele al oído aquellos ritmos, y por las mañanas, cuando bajaba al jardín, después de decir misa en la Abadía ó en la capilla, solía tararear entre dientes algún cantorrio sin principio ni fin. Pero su principal gusto consistía en departir con su sobrina sobre cualquier materia sagrada ó profana. Autorizábala benévolamente para decir cuanto se le antojara: le preguntaba mil cosas frívolas que de ningún modo podían interesarle, y hacía comentarios sobre los diversos sucesos que ocurrían en Ficóbriga, pues también allí había sucesos.

Tenía en tanto aprecio á su secretario el doctor López Sedeño, que en ninguna cosa grave ponía mano sin consultarle, por ser Sedeño teólogo eminente y gran sabedor de cánones; pero de algún tiempo acá se había dado el secretario con exceso á los negocios políticos, y leía con afán los periódicos y aun escribía algo en ellos. Si al principio desagradó esto á D. Angel, pronto se fué acostumbrando, y acabó por alabarlo, considerando que los tiempos exigían tomar las armas. No faltaron maliciosos que en las antesalas del palacio episcopal de *** murmuraron de la excesiva preponderancia del doctor Sedeño en los consejos de Su Ilustrísima, y hubo quien, por mote, llamó al leal servidor y amigo le petit Antonelli. Pero de estos detalles, que quizás fueran malignidades, no nos ocuparemos aquí. Otros decían que Sedeño era muy soberbio y aspiraba al episcopado de ***, cuando fuese trasladado D. Angel, como se anunciaba, á la metropolitana de S, y recibiera el capelo. Nosotros lo ignoramos y cerramos los oídos á los chismes capitulares.

Sólo sabemos que D. Angel era amado con delirio por sus diocesanos, lo mismo que por sus compatriotas los de Ficóbriga; que su corazón estaba limpio de ambiciones; que si tomaba con mucho calor la perversidad de los tiempos, era sólo atendiendo á lo espiritual. Gran cariño tenía á Rafael del Horro, joven espada de la Iglesia, diputado, una especie de apóstol láico, defensor enérgico del catolicismo y de los derechos eclesiásticos. Sin embargo, cuando por el tren le habló el ardiente joven del negocio de la elección, Su Ilustrísima le dijo:

—Creo que mis paisanos le votarán á usted, porque son buenos católicos, y darán fuerza á los defensores de la Iglesia; pero no me pida usted que les hable de este negocio. Allá se las entienda con su amigo D. Silvestre, que es, según dicen, un águila para esto de elecciones, pues las que él ha dirigido dejaron fama en todo el país.

Este fué un punto en que ni el mismo doctor Sedeño, con ser le petit Antonelli, pudo hacer variar la inquebrantable resolución del prelado. Tampoco quiso éste intervenir en otro asuntillo que traía á Ficóbriga Rafael del Horro, y lo encomendó por entero al cuidado de su hermano D. Juan, como se verá en el capítulo siguiente.

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