XIV. El otro está cerca.
Gloria penetró en la Iglesia, gozosa de encontrarse sola y en sitio á propósito para soltar el freno á su imaginación. En el sagrado recinto no había ya sino cinco ó seis personas, entre ellas Teresita la Monja, que era la última que salía, y dos marinos ancianos que iban todas las tardes.
Dirigióse á la capilla de su familia y sentóse en un rincón de ella, mirando al altar. La tranquila atmósfera del templo, la media luz, el silencio, eran como un espejo donde el alma posaba blandamente sus ojos y se veía. Buena ocasión también para rezar, para mirar á Dios cara á cara, como si dijéramos, y subir hasta El con el pensamiento, dejando acá todo lo que puede dejarse. Así lo pensó Gloria.
En la Iglesia de Ficóbriga hay sillas muy bajas y de alto respaldo, las cuales sirven de reclinatorio. Gloria tomó una de las de su casa, y arrodillándose en ella apoyó su frente en el respaldo, sosteniéndola con ambas manos. Un momento después pensaba así:
—¿Que no pueda yo arrojar esto de mí? ¿En qué consiste, Señor, que lo que no es nada, lo que no existe, lo que no puede existir, ocupa mi pensamiento noche y día para mortificarme, para condenarme tal vez? Rezaré, rezaré con toda mi alma.
Empezó á rezar con la boca. Pero su pensamiento no iba á donde la tiránica voluntad lo mandaba, y así como la brújula mira siempre al Norte, él miraba constantemente á su idea. No había fuerza humana que le apartase de aquella dirección.
—Esto es locura, locura...—afirmó Gloria alzando la cabeza.
Volvió á cerrar los ojos y á hundir la frente, y una voz decía dentro de su cerebro:
—¡Ya voy, ya estoy cerca, ya te toco!
La señorita de Lantigua experimentó una sensación de anhelo ó expectativa que la llenaba de indecibles congojas. Sentía su corazón ensancharse y contraerse. Allá dentro, en lo íntimo de su sér, había como un anuncio misterioso, que no tenía explicación fácil. El alma sentía pasos, que es como decir que su facultad de adivinación anunciaba la proximidad de algo profundamente interesante para ella. Era un resplandor que en la dulce obscuridad del sér iba poco á poco despuntando como una aurora, y que anunciaba otra luz mayor. Dentro de Gloria, misteriosos sones murmuraban:—«¡Oh, alma; pronto en tí será de día!»
Alzando de repente los ojos, tuvo miedo. Miró á las bóvedas del templo y viólas obscuras, á pesar de ser las cinco de la tarde. La arquitectura de la vetusta Iglesia, obra románica del undécimo siglo, estaba toda cubierta profanamente por una capa de yeso, bajo la cual las emblemáticas figurillas de los capiteles y de las archivoltas apenas tenían forma. Parecían tiritar de frío arrebujadas en gruesos mantos blancos. Muchos arcos ogivos ó peraltados habían perdido, con el peso de tantos años, su original curva; muchas ventanas desquiciadas hacían muecas; muchas columnas habían dejado de ser verticales; paredes había que se inclinaban con ceremoniosa reverencia. El conjunto estético de tal fábrica era triste.
Gloria, sobrecogida por secreto espanto, se levantó. En el mismo instante un fragor horrísono retumbó allá arriba, sobre el techo, y la Abadía gimió en los atléticos brazos del suelo. Por las abiertas ogivas entraron ráfagas violentas que recorrieron las bóvedas cantando con atronadores bramidos, y dieron vuelta á toda la Iglesia, rozando los bancos, difundiendo el polvo de los altares, agitando los huecos vestidos de las imágenes. Derribaron una lámpara, que rompió al caer la urna ó sepulcro de cristal en que estaba el Señor difunto. Azotaron con un ramo de flores de trapo el rostro de San José, y le arrancaron la espada de la mano á San Miguel, arrojándola dentro de un confesonario. Dieron vueltas alrededor del órgano, haciendo murmurar á los tubos, y volvieron las hojas del libro de coro, como si febril mano de un lector invisible las repasara. Besaron la frente de Gloria, y escaparon después por las puertas, cerrándolas con tal violencia, que éstas perdieron la mitad de sus podridas tablas.
La señorita de Lantigua tuvo miedo; vió la Iglesia casi á obscuras y sin alma viviente. Al salir de su capilla, creyó sentir pasos, corrió, y alguien corría tras ella. Indudablemente oía pisadas y una voz diciendo:—«Espera, soy yo, soy yo que he llegado.»
Su terror aumentó, y con su terror el afán de huir. Pasaba de una capilla á otra... Casi estuvo á punto de pedir auxilio. Creyó ver los altares corriendo también, y oir á los santos gritar: ¡socorro!... Detúvose al fin; trató de serenarse, mirando hacia atrás y á todos lados con observación atrevida que disipase las absurdas aprensiones. Pero no pudo tranquilizarse por completo, y su corazón se contraía recogiéndose, como la sensitiva cuando la tocan. Creíase tocada por una mano invisible.
—¡Qué nerviosa estoy!—dijo tratando de sacudir el miedo.
De pronto sintió una alegre voz de muchacho. Por la sacristía apareció corriendo uno de los hijos del sacristán.
—Sildo, Sildo—gritó Gloria,—ven acá.
—¡Ah!... la señorita Gloria—dijo el muchacho acudiendo á ella.
—Ven acá: dame la mano.
—Voy á cerrar las puertas; se ha metido un aire, que... ya, ya. ¿Quiere usted salir?
—No, parece que llueve mucho. Esperaré.
Poco después, Sildo la guiaba á la sacristía.