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Gloria: XVII. El vapor «Plantagenet.»

Gloria
XVII. El vapor «Plantagenet.»
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. PRIMERA PARTE
    1. I. Arriba el telón.
    2. II. Gloria y su papá.
    3. III. Gloria no espera un novio, sino un obispo.
    4. IV. El Sr. de Lantigua.—Sus ideas.
    5. V. Cómo educó á su hija.
    6. VI. Cómo se explicaba la niña.
    7. VII. Los amores de Gloria.
    8. VIII. Un pretendiente.
    9. IX. Recepción, discurso, presentación.
    10. X. D. Angel de Lantigua, obispo de ***.
    11. XI. Un asunto grave.
    12. XII. El otro.
    13. XIII. Llueve.
    14. XIV. El otro está cerca.
    15. XV. Va á llegar.
    16. XVI. Ya llegó.
    17. XVII. El vapor «Plantagenet.»
    18. XVIII. El cura de Ficóbriga.
    19. XIX. El náufrago.
    20. XX. El santo proyecto de Su Ilustrísima.
    21. XXI. Sepulcro blanqueado.
    22. XXII. La respuesta de Gloria.
    23. XXIII. Dos opiniones sobre el país más religioso del mundo.
    24. XXIV. Una obra de caridad.
    25. XXV. Otra.
    26. XXVI. El ángel rebelde.
    27. XXVII. Se va.
    28. XXVIII. Vuelve.
    29. XXIX. Se fué.
    30. XXX. Pecadora y hereje.
    31. XXXI. Pausa. El conflicto parece resolverse y tan sólo se aplaza.
    32. XXXII. Los cazadores de votos.
    33. XXXIII. Agape.
    34. XXXIV. En el puente de Judas.
    35. XXXV. Los juicios de Dios, abismo grande.
    36. XXXVI. ¡Qué horrible tiempo!
    37. XXXVII. Al fin se supo.
    38. XXXVIII. Job.
    39. XXXIX. El rayo.
  4. SEGUNDA PARTE
    1. I. Serafinita y D. Buenaventura de Lantigua.
    2. II. Lo que dijeron.
    3. III. Cosas que se ignoran y otras que se saben y deben decirse.
    4. IV. Las amigas del Salvador.
    5. V. Realismo.
    6. VI. Domingo de Ramos.
    7. VII. Tía y sobrina.
    8. VIII. El Salvador en la calle.
    9. IX. El Maldito.
    10. X. Hospitalidad á medias.
    11. XI. Dieciocho siglos de antipatía.
    12. XII. La fórmula de D. Buenaventura.
    13. XIII. El secreto.
    14. XIV. Casa.
    15. XV. ¿A dónde va? ¿A dónde ha ido?
    16. XVI. Prisionera.
    17. XVII. Declaración.
    18. XVIII. Pasión, sacrificio, muerte.
    19. XIX. Espinas, clavos, azotes, cruz.
    20. XX. ¿Qué haré?
    21. XXI. Jueves Santo.
    22. XXII. Esperanza de salvación.
    23. XXIII. Los viajeros.
    24. XXIV. Las leñadoras de Ficóbriga.
    25. XXV. Todo marcha á pedir de boca.
    26. XXVI. Madama Esther.
    27. XXVII. La madre y el hijo.
    28. XXVIII. Delirio. Fanatismo.
    29. XXIX. El catecúmeno.
    30. XXX. La visión del hombre sobre las aguas.
    31. XXXI. Mater amabilis.
    32. XXXII. Pascua de Resurrección.
    33. XXXIII. Todo acabó.
  5. Autor
  6. Otros textos
  7. CoverPage

XVII. El vapor «Plantagenet.»

Retrocedamos unas cuantas horas.

Después que Su Ilustrísima, bajando de paseo á la playa, dijo aquellas palabras: «¡pobres marineros, pobres navegantes!» siguieron andando á toda prisa para guarecerse en la casilla del resguardo. Todos deploraban el chasco, y aunque D. Angel reía para animar á los demás, antes se oían quejas que felicitaciones en el grupo. El grave doctor López Sedeño tuvo la mala suerte de meter su pié derecho en barro hasta la pantorrilla, con lo que todos recibieron gran disgusto. Por fin llegaron á la casilla del resguardo, que fué como tocar la tierra después de un largo viaje por entre escollos y tormentas.

—Es cosa de cantar un Te Deum—dijo Romero sacudiéndose la ropa.

Don Angel, tomando asiento en un barril vacío que le presentaron, repitió:

—¡Pobres marineros!

En el mismo instante oyóse un cañonazo. Era un buque que pedía auxilio. Miraron todos, y entre la bruma del mar vieron un fantasma que elevaba sus brazos al cielo con desesperación, vomitando humo.

—¡Un vapor, un vapor!—gritaron todos.

En el embarcadero, reuniéronse al punto muchos marinos y pescadores.

—¡Se estrella contra Los Camellos!

A la izquierda de la boca de la ría había una serie de rocas que se mostraban completamente en marea baja, y en la pleamar eran indicadas por movibles espumarajos del agua. Uno de los peñascos tenía forma parecida á un camello, y de aquí vino el nombre dado á todo el arrecife.

—¡Jesucristo les ampare! ¡Pobres marinos!—exclamó el obispo, asomándose también á la puerta. ¿Conocen ustedes ese barco?

—Es inglés—indicó un marinero.

—Ya; es el Plantagenet—dijo un forastero de los que á la sazón se guarecían allí.—Le he visto la semana pasada atracado en los muelles de Manzanedo descargando carriles.

—¿Y se perderá, se perderá?—preguntaron con ansiedad D. Juan, D. Angel y los demás de la partida.

—Debe de haber perdido el timón, y no puede gobernar—dijo un robusto y hermoso marinero, que vestía grueso camisón de lona, pantalones recogidos dejando ver toda la pierna desnuda, y cubría su varonil cabeza de Neptuno con un sueste de hule que por todos sus bordes despedía el agua.

—¡Pero se ahogará esa pobre gente!—exclamó con terror el Sr. de Lantigua.—Germán, es preciso hacer un esfuerzo.

—Señor, es ir á buscar la muerte, señor—repuso Germán llevando la mano á la delantera del sueste.

El Plantagenet, mientras de este modo se discutía sobre su suerte, se acercaba más á Los Camellos. Arrojaba el vapor silbando con verdadera rabia, como lanza su grito el animal herido que presiente la muerte. Era un buque pesado y sin elegancia, como nave de carga. Su casco parecía un almacén negro, y su arboladura sin garbo ni esbeltéz consistía en tres palos con escaso cordaje. Tenía dos vergas en el palo de trinquete, y en el de mesana, que era pequeñísimo, flotaba un girón rojo, ennegrecido por el humo, en cuyas aspas podían reconocerse las insignias de la Gran Bretaña. La proa vertical se alzaba desmesuradamente, mostrando hasta el último número de las medidas de flotación y las planchas rojas de hierro mal pintado. Daba grandes tumbos á babor y estribor, mostrando ora la horrible panza, ora la cubierta en desorden, negra y húmeda, las escotillas, el mamparo de la máquina, el puente y la chimenea negra, con dos anillos blancos y una T, emblema de la casa Taylor and Co, de Swansea, poseedora de treinta y dos buques de carga y pasaje.

El pobre barco inspiraba esa compasión hondamente patética que acompaña al espectáculo de los grandes peligros. Se le veía forcejear con las olas tratando de gobernarse con la hélice para huir de los escollos, y su figura tomaba la especial fisonomía que adquiere todo lo que interesa, personificándose á los ojos de los que están en salvo. No era un buque, sino un hombre, un pobre nadador que luchaba con la resaca; se le veía romper las olas con la dura cabeza, y sacarla fuera para respirar por los dos agujeros llamados escobenes, abiertos á manera de narices. La hélice trabajaba con frenesí, tornillando el agua y sacando hirvientes virutas de espuma. Tragaba el casco inmensos sorbos de agua y al tumbarse los arrojaba en catarata por los portalones, sin cesar de dirigir al cielo su espantosa imprecación en forma de humo densísimo y de rugiente vapor blanco y rabioso como el chorro de la ballena herida.

—A los condenados ingleses—observó Germán,—les pasa esto por borrachos. Sabe Dios los cuartillos de aguardiente que tendrá á estas horas en el buche el capitán.

—No digáis desatinos, hijos míos—manifestó con angustia el señor obispo,—y ved si podéis salvar á esos desgraciados.

Germán puso un gesto que daba miedo.

—Ese buque venía á nuestro puerto—dijo el prelado, buscando todos los medios para interesar á los rudos marineros ficobrigenses,—con el fin de traernos riquezas, mercancías, dinero, trabajo.

—Perdone Su Ilustrísima—gruñó uno de los presentes.—El Plantagenet no puede entrar en esta ría. No es sino que pasaba para Levante, se sintió con averías y quiso guarecerse en el abra de Ficóbriga, aguantándose á máquina. Pero se le rompió el timón, y ya ve Su Ilustrísima... Dentro de dos horas no quedará nada.

—Sí, ya veo que el buque no puede salvarse; pero la tripulación, la tripulación...

En aquel momento el pobre Plantagenet volvió la proa á Noroeste y hundió toda la popa en el agua. Había caído en la trampa. Los agudos escollos, como tenazas de hierro, trincaron la quilla de popa y la hélice: la presa no debía ser soltada ya. Alzaba el buque moribundo la proa, dejando en descubierto toda la roda y á ratos parte de la quilla. Ya no se movió más; y en su convulsión postrera temblaban las rotas jarcias; y el palo de trinquete con la doble cruz formada por las vergas se doblaba como un báculo roto. Entonces las olas avanzaron triunfantes sobre el cadáver de la nave que ya era un cuerpo inmóvil, y se posesionaron de él, ébrias de feróz gozo. Una entraba frenética y se metía hasta las bodegas; otra pasaba por encima de la cubierta arrollando cuanto hallaba al paso; ésta subía, salpicando por las escalas de las jarcias, hasta tocar las cofas; aquélla se estrellaba contra la convexa armadura negra; y otra, la más fatua de todas, daba un salto hasta la chimenea y entraba por la boca para inundar las máquinas.

—¡Hijos míos!—exclamó el obispo en tono grandioso, alzando la mano bendecidora de los pueblos.—No sois cristianos, no sois españoles, si dejáis perecer á esa pobre gente.

Los marineros gruñeron. Se miraron unos á otros, buscando entre ellos al más valiente. Pero el más valiente no parecía.

—No se puede, Ilustrísimo Señor—dijo al fin Germán, encogiéndose de hombros.

—Parece que se aplacan las olas—manifestó D. Juan, que trataba de convencer á dos marineros amigos suyos.

—¡Animo, muchachos!

—En nombre de Nuestro Señor Jesucristo—dijo Su Ilustrísima con exaltación evangélica,—os suplico que salvéis á esos pobres náufragos. ¡En nombre de Nuestro Señor!...

Profundo silencio. Alguno se rascaba la oreja. Alguno se escabulló bonitamente, subiendo á Ficóbriga.

—Señor, que nos vamos á ahogar todos—exclamó Germán.—¿No ve usía esas mares como montañas?

—Fuera de aquí, cobardes—gritó una voz enérgica, terrible, única voz digna de alzarse entre la espantosa música de los mares.

Era la voz del cura.

—¿Qué, se atreverá el señor cura?...

—¿Pues no me he de atrever?—vociferó don Silvestre arrojando manteo, canaleja, paraguas, inútil carga de fastidiosos dengues. Su impetuosa naturaleza, su indómito valor, hecho á los combates con la Naturaleza, mostróse en sublime cuadro.

—¡Bien, bien por el soldado de Cristo! ¡Bien por el sacerdote!... ¡Aprended, hombres sin fe!—exclamó el obispo derramando lágrimas de piedad y admiración.

Don Silvestre se arremangó los brazos, mostrando las musculosas manos de oso, aquellas manos que lo mismo tomaban la hostia que el remo. Quitada también la sotana, se encajó una camisuela de lana.

—¡Venga la trainera[A], un cable, dos!... A ver quiénes son los guapos que me van á acompañar.

[A] Embarcación del país.

—Yo, yo, yo...

Y todos querían ir.

—Tú, tú, tú, tú...—dijo rápidamente el cura, escogiendo su escuadrón.

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