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Gloria: XXXII. Pascua de Resurrección.

Gloria
XXXII. Pascua de Resurrección.
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. PRIMERA PARTE
    1. I. Arriba el telón.
    2. II. Gloria y su papá.
    3. III. Gloria no espera un novio, sino un obispo.
    4. IV. El Sr. de Lantigua.—Sus ideas.
    5. V. Cómo educó á su hija.
    6. VI. Cómo se explicaba la niña.
    7. VII. Los amores de Gloria.
    8. VIII. Un pretendiente.
    9. IX. Recepción, discurso, presentación.
    10. X. D. Angel de Lantigua, obispo de ***.
    11. XI. Un asunto grave.
    12. XII. El otro.
    13. XIII. Llueve.
    14. XIV. El otro está cerca.
    15. XV. Va á llegar.
    16. XVI. Ya llegó.
    17. XVII. El vapor «Plantagenet.»
    18. XVIII. El cura de Ficóbriga.
    19. XIX. El náufrago.
    20. XX. El santo proyecto de Su Ilustrísima.
    21. XXI. Sepulcro blanqueado.
    22. XXII. La respuesta de Gloria.
    23. XXIII. Dos opiniones sobre el país más religioso del mundo.
    24. XXIV. Una obra de caridad.
    25. XXV. Otra.
    26. XXVI. El ángel rebelde.
    27. XXVII. Se va.
    28. XXVIII. Vuelve.
    29. XXIX. Se fué.
    30. XXX. Pecadora y hereje.
    31. XXXI. Pausa. El conflicto parece resolverse y tan sólo se aplaza.
    32. XXXII. Los cazadores de votos.
    33. XXXIII. Agape.
    34. XXXIV. En el puente de Judas.
    35. XXXV. Los juicios de Dios, abismo grande.
    36. XXXVI. ¡Qué horrible tiempo!
    37. XXXVII. Al fin se supo.
    38. XXXVIII. Job.
    39. XXXIX. El rayo.
  4. SEGUNDA PARTE
    1. I. Serafinita y D. Buenaventura de Lantigua.
    2. II. Lo que dijeron.
    3. III. Cosas que se ignoran y otras que se saben y deben decirse.
    4. IV. Las amigas del Salvador.
    5. V. Realismo.
    6. VI. Domingo de Ramos.
    7. VII. Tía y sobrina.
    8. VIII. El Salvador en la calle.
    9. IX. El Maldito.
    10. X. Hospitalidad á medias.
    11. XI. Dieciocho siglos de antipatía.
    12. XII. La fórmula de D. Buenaventura.
    13. XIII. El secreto.
    14. XIV. Casa.
    15. XV. ¿A dónde va? ¿A dónde ha ido?
    16. XVI. Prisionera.
    17. XVII. Declaración.
    18. XVIII. Pasión, sacrificio, muerte.
    19. XIX. Espinas, clavos, azotes, cruz.
    20. XX. ¿Qué haré?
    21. XXI. Jueves Santo.
    22. XXII. Esperanza de salvación.
    23. XXIII. Los viajeros.
    24. XXIV. Las leñadoras de Ficóbriga.
    25. XXV. Todo marcha á pedir de boca.
    26. XXVI. Madama Esther.
    27. XXVII. La madre y el hijo.
    28. XXVIII. Delirio. Fanatismo.
    29. XXIX. El catecúmeno.
    30. XXX. La visión del hombre sobre las aguas.
    31. XXXI. Mater amabilis.
    32. XXXII. Pascua de Resurrección.
    33. XXXIII. Todo acabó.
  5. Autor
  6. Otros textos
  7. CoverPage

XXXII. Pascua de Resurrección.

Los dos hombres se levantaron, y Juana, recogiendo con presteza el dinero, dió varias vueltas antes de abrir la puerta, porque su azoramiento y confusión la mareaban.

—¡Señorita Gloria!—exclamó torpemente al abrir.—Usted aquí... sola... ¡Dios nos valga!

—¿En dónde está?—dijo Gloria mirando á todos lados con desvarío.

—En la alcoba... señora—balbució la madre del sacristán.—¿En dónde había de estar?... tan hermoso como siempre... No esperaba esta visita de su mamá.

Gloria voló á la alcoba. Todos fueron tras ella, menos Sansón, á quien su amo mandó que saliese. Juana alumbraba. La madre corrió hacia la cuna, donde se veía la cara de un adormido ángel, sonrosado, cabellos negros, y dos puños de rosa cerrados fuertemente, cual si quisieran apretar el aire.

—¡Hijo mío!—exclamó la madre con desgarrador acento, cayendo de rodillas junto á la cuna.—¿Por cuánto dinero te han comprado?

María Juana murmuró algunas palabras para disculparse.

—Te perdono—afirmó Gloria sin mirarla.

Y volviéndose á Morton, le dijo sin rencor:

—¿Es cierto que le comprabas?

—Es cierto—repuso él gravemente.—Una monja no es una madre. Quiero llevármelo y me lo llevaré.

Quedóse la joven meditabunda junto á la cuna.

—Parece que Dios me ha traído aquí—dijo después de una pausa silenciosa y solemne,—para impedir que roben á mi hijo.

—¡Robar!... ¿eso puede decirse de un padre?

—Es verdad, he dicho mal—repuso ella mirándole con ternura.—Pero no: muerta yo, mi hijo debe quedar al cuidado de mi familia.

—¿Y por qué no al cuidado mío?

—Porque estará demasiado lejos. Yo no le veré más. Pero sabiendo que mi sepultura no está muy distante de la tierra donde él viva, me consolaré con la idea de sentir desde allá abajo sus primeros pasitos... Mas no debo expresarme de este modo, ¿no es verdad? Mi pobre cuerpo será polvo, y nada sentirá. En el Purgatorio, donde padecerá mi alma, tendré el consuelo de suponer á mi hijo en tierra de cristianos.

María Juana salió, dejándoles solos. La alcoba era estrecha, pero aseada. El lecho, la cuna y dos sillas la ocupaban casi toda, y en la pared, además de un Cristo en estampa, veíanse dos ó tres láminas devotas, entre ellas una que representaba, dibujadas con lentejuelas, la planta del pié de Nuestro Señor Jesucristo y la de su Madre.

Daniel y Gloria se sentaron junto á la cuna. Apoyaba ella fatigadamente su busto en el lecho cercano. Envolvía su semblante una sombra lúgubre; á ratos temblaba con frío de enfermedad, y si sus ojos lucían con extraordinaria viveza, su hermosa cabeza apenas podía sostenerse sin el auxilio de la mano.

—Vida mía—dijo el hebreo rodeándole los hombros con su brazo,—estás intranquila. Si es por lo que he intentado esta noche, cálmate. No haré sino tu voluntad.

—Ya no tengo voluntad.

—La has tenido bien firme y bien enérgica—prosiguió Morton en tono de amarga queja,—para rechazarme, para renunciar á ser mi esposa y consagrarte al ascetismo en un convento cristiano... ¡Y qué momento has escogido para abandonarme! El momento en que yo hacía por tí el más grande y el más doloroso de los sacrificios.

—Ya lo sé: el sacrificio de aceptar una religión que aborreces. ¡Terrible cosa es obligar al alma á una impostura semejante!... ¡Cuán claramente he leído en tu corazón! Tú me has dicho que nada de lo que siento se te oculta.

—Es verdad.

—Igual me pasa á mí. Hoy te he visto en espantosa lucha con tu conciencia, y me ha dado miedo.

—¡Miedo!

—Sí; me horroricé de verte haciendo el sobrehumano esfuerzo de jurar un Dios en quien no crees. Admiro el sacrificio y lo agradezco en mi corazón de mujer; pero no puedo aceptarlo. Mis tíos, sabios y todo como son, cayeron en el lazo; pero yo que soy tonta, te miré á los ojos y leí tu intención... Hace tiempo que Dios me ha dado una perspicacia asombrosa. No, no serás cristiano, si mi Dios no te ilumina; y mi Dios no te ha iluminado todavía.

—Es verdad—declaró Morton confuso,—que mi conversión era fingida. ¿A qué negártelo? No podía ser de otra manera. Pero tú me debiste admitir tal cual yo iba en busca tuya: debiste confiar en que tal vez nos entenderíamos después de casados.

—Así lo pensé—repuso, amorosamente la de Lantigua.—Yo decía para mí: «El viene con engaño; pero cuando viva constantemente á mi lado, confundidos nuestros pensamientos como nuestra vida, yo le haré cristiano verdadero. Insensiblemente vendremos á pensar y creer lo mismo.»

—¿Y por qué, por qué no has persistido en esa noble idea?—preguntó el israelita con desesperación.—¿Por qué cuando yo estaba á punto de salvarte has huído, desairándome de un modo incomprensible?

—¡Ah!... Mi conciencia no me permitía privarte de tu madre. Yo la ví como una leona á quien han robado sus hijos. Las terribles injurias que dijo de tí, hiciéronme comprender la grandeza de su amor materno y de su fanatismo religioso.

—No lo tiene: su fanatismo es de raza.

—Lo mismo da. Al momento comprendí que ibas á perder á tu madre por mí. ¡Si vieras qué espantoso eco produjo en mi amor materno la desesperación de tu madre!... Lo que ella sentía lo sentía yo también. Pensé en mi hijo... ¡Ay de mí! Si yo viviera muchos años y le viera grande, y de improviso me abandonara para unirse á una mujer de otra religión... ¡Esta idea me mata!... Esto no se puede imaginar.

Mirando á su hijo, exclamó con terror:

—¡Ay, si yo viviera, si yo te viera grande y huyendo de mí para amar á una mujer enemiga de Jesucristo...!

Horrorizada se cubrió el rostro con ambas manos.

—¡La religión!—dijo Morton sombríamente.—Siempre el mismo fantasma pavoroso que nos persigue para separarnos. Sombra terrible proyectada por nuestra conciencia, en todas partes la encontramos; no nos permite ni una idea libre, ni un sentimiento, ni un paso. Es en verdad tremendo que lo que viene de Dios parezca á veces una maldición.

—No hables así—replicó la joven con pena.—¿Pues qué, hemos de afligirnos por estas contrariedades de la tierra? La tierra es pequeña, el Cielo grande. Aquí todo es esclavitud, allí libertad completa. Las aspiraciones sublimes del alma son aquí esfuerzos que se estrellan contra invencibles muros, allá son un vuelo majestuoso que no tiene fin. ¿Por qué te afanas? ¿Por qué das tanta importancia á lo que he hecho esta tarde? ¿Qué importa eso? Las separaciones de la tierra son las uniones de allá.

—Tu fe es grande.

—Sí. Mi fe es grande, y la tuya lo será también, porque tú serás salvo; Dios hablará en tí, tú serás cristiano. No ha llegado la hora; pero llegará. Esto es en mí más claro que la luz. Además, ¿qué cosa enaltece y glorifica al alma tanto como el sacrificio? Yo quiero y debo hacerlo. Todo lo que aquí sea privación, allá será regalo.

—¡Pobrecita mía! Un exaltado idealismo te trastorna. Por piedad, no violentes la idea del sacrificio haciéndola contraria á las leyes que nos ha dado Dios. Si me amas, ¿á qué esa renuncia cruel?...

—Para salvarte. No hay redención sin víctima.

—Sí, yo aseguro que la puede haber.

—Tú serás salvo.

—Mi salvación es amarte: no quiero otra.

—Entrarás conmigo en el Paraíso.

—Estando á tu lado estoy en él.

—Yo estoy llena de tranquilidad, tú de agitación. Yo confío y espero, tú dudas. Yo abrigo la seguridad de nuestra dicha futura, pero tu alma, incapáz de comprender esto, vacila y lucha con los errores que la poseen. Pero ella saldrá de ese caos; merece la luz y la tendrá. ¡Ay, cuánto hubiera sentido morirme sin decirte estas cosas! Mi pena más grande, aquella á que no podía resignarme, era la de verme al borde del sepulcro y no tener un instante á mi disposición para poder decir esto que te digo. He delirado como los que se mueren; he sentido que la vida se iba acabando en mí... Desesperada y confusa he dicho mil disparates, he reído como los tontos... he notado que cada parte de mi sér se dislocaba con las espantosas contracciones de la muerte... No sé qué idea terrible, qué fuerza misteriosa me arrojó de mi cama y me trajo aquí. Entre tanto desvarío, mi pobre razón vió con claridad una cosa... que me robarías á mi hijo para poseerme en él. Mi tío me dijo que te había visto entrar en casa de Caifás... Sospeché. Yo me moría, pero no estaba muerta, y si hubiera estado muerta, habría resucitado... Salí, corrí, volé... ¡Qué dicha tan grande poderte confiar mis últimos pensamientos antes de morirme! Estos pensamientos me hubieran pesado mucho llevándomelos conmigo.

Inclinó la cabeza sobre el lecho cercano. Daniel acudió á ella.

—¡Oh! ¡qué bien estoy aquí!—murmuró Gloria mirando á los ojos de su amigo á distancia de pocos dedos.—¡Mi hijo! ¡tú!... lo que más quiero en el mundo.

—Esos son los sentimientos más legítimos, más naturales y más caros á tu Dios y á todos los dioses—afirmó Daniel.—¿Por qué no has ajustado tus acciones á ellos, despreciando todo lo demás?

—Amigo querido—dijo ella cerrando los ojos,—Dios me demuestra su bondad, permitiéndome morir así.

—No pienses en muerte—indicó Daniel extraordinariamente alarmado del abatido aspecto de su amiga.—¿Quieres que llame?... ¿Qué tienes?

—Nada, nada—repuso Gloria mirándole más de cerca aún, tan de cerca que los ojos de entrambos cambiaban sus reflejos de pupila á pupila.—No llames á nadie. Si alguno entrara, no estaríamos solos. ¡Qué bien me siento! ¿En dónde está mi hijo?

—Aquí, ¿no le ves?

—¿Quieres hacerme un favor?

—¿Qué?

—¡Ay! no puedo moverme. Parece que todo lo que hay en mí de vida se detiene y sólo queda con movimiento el incansable corazón. Levántame en tus brazos y recuéstame en ese lecho. Pon después al niño junto á mí...

Daniel hizo lo que ella le mandaba.

—Voy á llamar.

—No, te ruego que no llames. No necesito nada. Estoy muy bien. Me siento ahora como nunca. Pero díme, ¿estamos solos?

—Enteramente solos... ¿Por qué no duermes, alma mía?—le dijo el hebreo abrazando con pasión su hermosa cabeza.

—A eso voy, querido—replicó ella con festiva confianza.—Y te aseguro que tardaré un ratito en despertar.

—Espera; llamaré á esa mujer—repitió Morton cada vez más inquieto.

—Si la llamas me voy á dormir á mi casa—dijo Gloria deteniéndole por un brazo.—Para el mal que yo siento, tu compañía sola y la de este niño es la medicina mejor.

—¡Oh, qué benditas palabras estás diciendo!—exclamó Daniel trastornado de júbilo y emoción.—¡Y siendo como eres no puedo llamarte mi esposa! Esto es un crimen, un crimen horrendo, del cual Dios, tu Dios ó el mío, cualquiera de ellos, nos ha de pedir cuenta en la otra vida.

—Ves esto con mirada baja y pequeña. Yo llevo la idea de nuestros desposorios por caminos más altos. Tú lo verás cuando seas salvo, y entonces me darás las gracias, pobre ciego... Pero díme, ¿estamos en efecto solos?

—Solos. ¡Ay, si pudiéramos estar así toda la vida, si pudiéramos huir, romper con todo el mundo, labrarnos un mundo para nosotros...! Si pudiéramos gozar de esta grata soledad perpétuamente, ¡cuán pronto, querida mía, derribaríamos los vanos altares en cuya piedra nos han degollado, y levantaríamos en su lugar otro, uno sólo para los dos!

—Eso sucederá cuando tú vengas á Jesucristo—repuso la joven con alegría.—Yo estaré entonces muy lejos; pero por grande que sea la inmensidad infinita, te reconoceré en ella y te daré la mano.

—¡Jesucristo!... ¡Siempre ese nombre!...

—¡Siempre! Sé que entrarás en su reino, y ese es mi consuelo, la idea que me ha salvado de la desesperación y del infierno, proporcionándome una dulce muerte, la purificación de mi alma, y la seguridad de mi entrada en el Cielo. Por esa idea, la muerte es dulce para mí, y ella basta á llenar de gozo mis últimos momentos.

—Por Dios, no hables de morir... Vivirás y serás mía. Dame la mano.

—El corazón te doy—dijo Gloria con la voz más divina que puede oirse, tomando la mano de su amigo y oprimiéndola contra su pecho.—Desde que al nacer dió el primer latido fué tuyo. Te amó judío lo mismo que te habría amado cristiano, porque te amó en Jesucristo para quien todos los hombres son iguales. Esposo... te doy con la boca el mismo nombre que hace tiempo y á todas horas te doy con mi pensamiento... He vivido en tí y en tí muero.

—Y sin embargo, cruel, tuya es la culpa de nuestra separación, porque siendo sin saberlo cómplice de mi madre, has desbaratado juntamente con ella mi proyecto.

—Lo he desbaratado porque hubiera tenido sobre mi conciencia la desesperación de tu madre. Al verla dije: «antes moriré que poner discordia entre un hijo y una madre.» Además tu conversión no era sincera. Sobre todas las cosas me cautivaba en aquella hora la idea de que este horrible conflicto en que se encuentran nuestras almas no había de concluir sino por un gran sacrificio, y de que ese sacrificio debía hacerlo yo... Y no dará sus frutos en este mundo miserable, sino en otro, allá donde brotan y se alzan, llenas de aromas y bellezas, las flores cuya semilla hemos arrojado aquí.

—Yo admiro tu sacrificio, pero no lo comprendo—afirmó Daniel con amargura.—Esa solución de que hablas, ¿dónde ha de ser realidad?... ¿en ese horrible convento donde te encerrarás desde mañana?

—No... en el Cielo—repuso Gloria con angelical sonrisa.—Me alegro de que la muerte me impida ir al convento. Así es mejor, mucho mejor. En el convento me habría sido imposible convertir el amor que te tengo en la pasión mística que mi tía me recomienda como modelo de perfección cristiana, me habría sido imposible olvidar á mi hijo y dejar de consagrarle todas las horas. De este modo, muriendo después de haber renunciado á todos los goces, creo haber llevado bastante mi cruz, y expiro confiando en que Dios ha de salvarnos á los dos.

—¡No, tú no morirás, Gloria, no morirás todavía!—exclamó Daniel besando su frente;—pero si murieras, tu muerte sería un suicidio, habrías sucumbido á esa insensata mortificación moral, á esa bárbara renuncia de bienes legítimos. ¡Pobre ángel extraviado! Has estado matándote lentamente, día tras día. El padecer será meritorio; pero el padecer por el padecer no puede ser una religión. Sacrificas un porvenir que podría ser risueño, ahogas una familia naciente. Siempre que se puede hacer el bien, debe hacerse en vida, mayormente si se hace también á los demás. Tú, impidiendo que nos entendiéramos, impidiendo que nos uniéramos en vínculo civil, para poder llegar á la reconciliación de nuestras ideas, te has matado á tí propia y me has matado á mí, y difieres nuestra dicha y nuestra unión para la otra vida, pudiendo haberla realizado en esta. Te entrometes en la obra de Dios, querida.

—No eres cristiano: ¿cómo has de comprender esto? ¡Pero ya lo comprenderás!... En este mundo no podía yo ser tu esposa, porque tu conversión era una falsedad. No hay que afligirse: el alma es libre, y su inmortalidad le ofrece tiempo, caminos sin fin para alcanzar el bien que desea... Yo muero con gozo, y muriendo siento inefable regocijo al decirte: «Daniel, tú serás salvo, por mi mediación.» Mi fe en Jesucristo me inspira esta confianza.

Debilitándose su voz, empezó á temblar con leves convulsiones.

—Tengo frío—murmuró;—abrígame. Que estos últimos cuidados que me prestas sirvan para fijar más en tí mi memoria. Dios me ha concedido el beneficio de morir en tus brazos, para que de este modo mi muerte selle tu persona, y quedes marcado para la redención que vendrá.

—No hables de morir, no hables de eso—exclamó Daniel, arropándola con las mantas.

—Hace tiempo que estoy muriendo. Mi corazón, que es el que tiene la herida, me anunció el fin. Ahora mismo parece que está tirando, tirando para arrancar sus propias raíces.

—Tu delirio te engaña. Vive, aunque no seas para mí, aunque mueras de otro modo en esa equivocada perfección del convento cristiano.

—¡Qué bueno ha sido Dios para mí!... ¡Sí, qué bueno!—dijo Gloria.—Bueno, porque me permite morir á tu lado, bueno porque me evita entrar en el cláustro, donde tu recuerdo y el de mi hijo no me habrían permitido ser santa. ¡Oh, qué imperfecta soy! En mí todo es humano. El misticismo, esa singular manera de amar á Dios con pasión, sobresalto y congojas de enamoramiento, no cabe en mi espíritu. Muero sin poder desarraigar en mi pecho lo mundano. Pero Jesucristo, á quien adoro, tendrá misericordia de mí, me enseñará otros caminos mejores, y aprenderé el amor divino y me abrasaré con gozo en esa pasión, siempre que en ella haya algo de tí y de mi hijo, pues sin uno y otro no comprendo nada de amor.

Debilitándose más, añadió:

—Me siento morir. Yo creo que estoy muerta ya, y que hablo y te miro por especial favor de Dios, para que no te quedes solo todavía. Todo en mi sér se acaba. Toca mi corazón, verás como apenas late. Mi vista se turba ya... ¿En dónde está mi hijo?

—Aquí... ¿no le ves?...

La infelíz madre se volvió sobre su derecha para abrazar al pobre niño, que seguía durmiendo.

—Un favor te pido, seguro de que me lo has de conceder—dijo tomando la mano de su amigo.

—¿Qué favor?

—Que no robes á mi hijo, ni lo compres, ni intentes arrebatarlo jamás á la patria y á la familia de su madre. Quiero que sea educado entre cristianos.

—Yo te juro que se cumplirá tu deseo—repuso él con voz turbada.

—No te alejes, esposo mío, no te separes de mí ni un solo momento.

—Si estoy aquí...

Daniel, observándola con terror, vió que sus facciones tomaban un tinte lúgubre y que sus hermosos ojos se nublaban.

—¡Qué placer!—exclamó ella cerrando los ojos y estrechando con su brazo derecho al pobre niño, que seguía durmiendo.—Te suplico que ames mucho á mis tíos; pues todos son buenos y han deseado mi bien... Me enterrarán al lado de mi padre y de mis hermanitos.

Horrible angustia sintió el hebreo. Comprendiendo la gravedad del estado de Gloria, no se atrevía á separarse de ella. Y sin embargo, era indispensable llamar, pedir socorro. Llamó á la dueña de la casa, pero nadie le respondió.

—¿Están ahí mis tíos?—dijo Gloria abriendo los ojos.—Sí, les veo, allí están. Sentiría no despedirme de ellos... Ya, querida tía, estará usted contenta de mí. El sacrificio que usted me pedía, ¿no está hecho? La renuncia que usted me aconsejaba, ¿no está hecha?

Su espíritu, después del último período de lucidéz, había sido de nuevo arrastrado á las tenebrosas corrientes circulares del delirio, estado vertiginoso muy semejante á los remolinos del agua en la tromba.

—Pero la idea de usted, querida tía—prosiguió la enferma,—no ha podido triunfar completamente en mí, y al presentarme delante de Dios, le ofrezco las prendas de mi corazón y los nobles afectos de que no puedo desprenderme... ¡Oh Dios mío! no me es posible amarte como á un novio. No te veo grande, superior á todas las cosas, sino cuando veo bajo tu sombra á los que he querido en el mundo. Por Tí, mi esposo y mi hijo subirán conmigo á descansar á la sombra de ese árbol celestial en cuyas ramas cantan los ángeles.

Su voz se fué apagando, y sus facciones se alteraron demacrándose. Morton no pudo resistir más aquella situación y salió corriendo. En la sala inmediata no había nadie. Vió una puerta que conducía á obscuro pasillo, entró por él, y después de andar regular trecho en tinieblas, salió á un recinto alumbrado: era una Iglesia. En el altar donde ardían algunas luces, un pobre y humilde cura, con casulla raída, empezaba la misa de alba. La tercera parte de la Iglesia estaba llena de aldeanos. Desde la puerta de la sacristía gritó Daniel con todas las fuerzas de su voz:

—¡Socorro!

Mientras él estuvo fuera, Gloria sin notar su ausencia, hablaba de este modo:

—¡Oh, querido tío... ha vencido usted... qué grato consuelo para mí!... Mi conciencia no me acusa de nada, y muero tranquila con la santa absolución que usted me dió esta tarde en nuestra capilla. ¿Está usted contento de mí? Lo espero... Ningún nuevo pecado tengo que revelar. ¿No dije que me era imposible dejar de amarle? Si ahora está á mi lado, no le acuse usted á él. Yo he venido aquí y he venido sin culpa. Dios nos ha puesto juntos, en señal de nuestra unión eterna, allá donde no hay más que una religión... Usted llora, querido tío, ¿por qué? Soy felíz. Esta tarde, al confesarme, le dije que me cautivaba la idea del sacrificio y que deseaba hacerlo. Usted no lo aprobó, aconsejándome el casamiento, que ya era posible... pero se presentó la madre, surgieron obstáculos... aproveché la ocasión, me declaré libre... renuncié. ¿Qué mayor gozo que realizar en el Cielo fácilmente lo que en la tierra es tan difícil...? Usted sonríe. ¿No es verdad que tengo razón? ¡Bendita sea esta grandiosa idea! ¡Renunciar para poseer! ¡Morir para vivir! ¡Decir que no para que Dios nos diga sí!... Bienaventurados los que padecen... Usted llora, querido tío, y llorando me bendice... Ya estoy cerca, adiós...

Morton volvió corriendo al lado de ella. Tras él venían María Juana y otras dos mujeres.

—¡Se muere, se muere!—clamó Daniel con desesperación.

—Avisemos á la casa.

—Sí, sí. ¿No hay un médico aquí?

—Sí señor: le llamaremos... Corre, corre tú...

—Gloria, Gloria—gritó el hebreo llamando á su amiga.—¿No me oyes?

—Sí—contestó con entera voz.—Esposo, esposo mío, soy felíz, porque estaré unida á tí en la vida sin fin. ¿Dónde estás?

—Aquí... contigo... ¿no me ves?

—¿Y mi hijo?

—Aquí también.

—Ya le veo, ya le veo—dijo, demostrando en su mirar y en el tono de su voz que se hallaba de nuevo en estado de lucidéz.

Su espíritu aleteaba entre el cielo y la tierra.

Daniel la besó ardientemente intentando reanimar, con el calor de su boca, aquel hermoso cuerpo, que iba cayendo en el frío abismo de la muerte. Abrió Gloria los ojos, y su mirada parecía una resurrección, porque puso en ella toda la expresión, toda la vida, todo el sentimiento y la gracia de sus más felices días. Al mismo tiempo sonreía. La que había sido gala de la tierra y regocijo de la humanidad, se detenía aún en la puerta del cielo, y vuelta hacia el valle de lágrimas, le consagraba su última mirada y su sonrisa última, como el desterrado que ha tomado cariño al país de su destierro y desde la frontera de su patria lo contempla.

Elevando entonces los ojos al cielo, y enlazando sus manos con las del autor de su desgracia, exclamó:

—Creo en Dios, en mi alma inmortal, inmerecedera del bien si Jesucristo no la hubiera redimido del pecado original; creo en Jesucristo, que murió por salvarnos, en el juicio final, en la remisión de los pecados...

Con los labios, con el corazón que se le partía de dolor, y expulsando el juicio de sí en aquel instante supremo, Daniel replicó:

—También yo creeré todo lo que tú crees.

La moribunda hizo un esfuerzo por incorporarse, murmurando:

—En Jesucristo.

—También—dijo Morton, creyéndose el más cruel de los hombres si no lo decía.

—En el único Dios—añadió ella.

—¡Esa, esa... esa es la mejor religión!...—exclamó el israelita estrechándola en sus brazos con delicadeza.—Creo en tí, en la fuerza inmensa de tu espíritu divino, al cual espero estar unido para toda la vida, allá donde no hay más que una religión.

—¡La mía!—balbució la moribunda con sonrisa inefable.

—¡La nuestra!—dijo Morton traspasado de angustia.

Hubo un instante de silencio. El hombre contempló en las pupilas de su amada aquel tenebroso hundimiento de la vida en los abismos ocultos, cuya luz no vemos los de acá. Sintióse fuertemente asido, como presa que va á ser arrastrada, y con los últimos alientos de la joven oyó estas palabras:

—Mañana... mañana serás conmigo en el Paraíso.

Todo movimiento y la fuerza nerviosa que estrechaba el cuello del hebreo cesaron. Separóse la persona de Gloria de la armonía de lo viviente, y su bella faz se fué apagando como ascua, quedando en perfecta calma aquella ceniza hermosa y tibia, á cada instante más fría, más blanca y más inmóvil. Creeríase que aún susurraba la vida en sus labios; mas era ilusión. Era que persistía la expresión sublime de sus sentimientos, y aquella ceniza sin lumbre amaba al parecer todavía. Los ángeles, acercándose suavemente, la tocaron con sus blandas manos, la examinaron, la suspendieron, y el fatigado espíritu suspiró al tener conciencia de su nueva vida. A punto que el alma libre tendía su primera mirada por lo infinito, Daniel Morton oyó las campanas que dentro y fuera de la Iglesia sonaban con estrépito. Era el momento en que el cura cantaba con su cascada vocecilla: Gloria in excelsis Deo. Todo era alegría en memoria de la resurrección del Señor.

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