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Gloria: XXXII. Los cazadores de votos.

Gloria
XXXII. Los cazadores de votos.
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. PRIMERA PARTE
    1. I. Arriba el telón.
    2. II. Gloria y su papá.
    3. III. Gloria no espera un novio, sino un obispo.
    4. IV. El Sr. de Lantigua.—Sus ideas.
    5. V. Cómo educó á su hija.
    6. VI. Cómo se explicaba la niña.
    7. VII. Los amores de Gloria.
    8. VIII. Un pretendiente.
    9. IX. Recepción, discurso, presentación.
    10. X. D. Angel de Lantigua, obispo de ***.
    11. XI. Un asunto grave.
    12. XII. El otro.
    13. XIII. Llueve.
    14. XIV. El otro está cerca.
    15. XV. Va á llegar.
    16. XVI. Ya llegó.
    17. XVII. El vapor «Plantagenet.»
    18. XVIII. El cura de Ficóbriga.
    19. XIX. El náufrago.
    20. XX. El santo proyecto de Su Ilustrísima.
    21. XXI. Sepulcro blanqueado.
    22. XXII. La respuesta de Gloria.
    23. XXIII. Dos opiniones sobre el país más religioso del mundo.
    24. XXIV. Una obra de caridad.
    25. XXV. Otra.
    26. XXVI. El ángel rebelde.
    27. XXVII. Se va.
    28. XXVIII. Vuelve.
    29. XXIX. Se fué.
    30. XXX. Pecadora y hereje.
    31. XXXI. Pausa. El conflicto parece resolverse y tan sólo se aplaza.
    32. XXXII. Los cazadores de votos.
    33. XXXIII. Agape.
    34. XXXIV. En el puente de Judas.
    35. XXXV. Los juicios de Dios, abismo grande.
    36. XXXVI. ¡Qué horrible tiempo!
    37. XXXVII. Al fin se supo.
    38. XXXVIII. Job.
    39. XXXIX. El rayo.
  4. SEGUNDA PARTE
    1. I. Serafinita y D. Buenaventura de Lantigua.
    2. II. Lo que dijeron.
    3. III. Cosas que se ignoran y otras que se saben y deben decirse.
    4. IV. Las amigas del Salvador.
    5. V. Realismo.
    6. VI. Domingo de Ramos.
    7. VII. Tía y sobrina.
    8. VIII. El Salvador en la calle.
    9. IX. El Maldito.
    10. X. Hospitalidad á medias.
    11. XI. Dieciocho siglos de antipatía.
    12. XII. La fórmula de D. Buenaventura.
    13. XIII. El secreto.
    14. XIV. Casa.
    15. XV. ¿A dónde va? ¿A dónde ha ido?
    16. XVI. Prisionera.
    17. XVII. Declaración.
    18. XVIII. Pasión, sacrificio, muerte.
    19. XIX. Espinas, clavos, azotes, cruz.
    20. XX. ¿Qué haré?
    21. XXI. Jueves Santo.
    22. XXII. Esperanza de salvación.
    23. XXIII. Los viajeros.
    24. XXIV. Las leñadoras de Ficóbriga.
    25. XXV. Todo marcha á pedir de boca.
    26. XXVI. Madama Esther.
    27. XXVII. La madre y el hijo.
    28. XXVIII. Delirio. Fanatismo.
    29. XXIX. El catecúmeno.
    30. XXX. La visión del hombre sobre las aguas.
    31. XXXI. Mater amabilis.
    32. XXXII. Pascua de Resurrección.
    33. XXXIII. Todo acabó.
  5. Autor
  6. Otros textos
  7. CoverPage

XXXII. Los cazadores de votos.

Llegó la víspera de Santiago, y no eran las nueve de la mañana cuando oyóse gran vocerío en la casa de Lantigua. Echóse fuera de su despacho D. Juan, creyendo que había estallado un motín en su vivienda; mas se tranquilizó viendo que toda aquella algazara la hacía D. Silvestre Romero.

—¡Ganamos las elecciones! ¡Ganamos las elecciones!

Aquella vigorosa y sensual cara de emperador romano despedía fulgores de triunfo y alegría.

Juntamente con Romero venía su amigo Rafael del Horro, candidato triunfante, á quien también le rebosaba el júbilo por los ojos. No les había abrazado aún D. Juan, cuando empezaron á contarle los graciosísimos lances de la lucha, que salpimentados con mil donosas ocurrencias del cura, hacían morir de risa.

—Si no fuera porque es caro, inmoral y pernicioso—decía del Horro desprendiéndose de su abrigo de viaje,—esto que llaman juego parlamentario debiera conservarse.

A poco llegó el doctor Sedeño, que venía de oir misa, y allí fueron las congratulaciones y los plácemes. En un punto Sedeño les enteró de cuanto había eruptado la prensa periódica durante la larga ausencia de los dos amigos, y ellos hicieron un pasmoso recuento de votos y relación de varias protestas, palos, cohechos, bofetadas, etc...

Don Angel no tardó en presentarse.

—Mucho tiempo ha estado usted ausente de sus ovejas, distraído pastor—dijo bondadosamente al cura.

—También se cuida el ganado, Ilustrísimo Señor, persiguiendo á los lobos ó trabajando por confundir á esos pícaros ladrones de ovejas.

—También, también—dijo el obispo.—Si no riño... Pero á nosotros no nos han hecho cazadores, sino pastores. Pase por una vez... ya sé que es preciso, absolutamente preciso. En tales apreturas nos vemos los pastores que, mal de nuestro grado, hemos de coger la honda.

—Y el palo y el cuchillo y cuanto hay que coger. ¡Ó ellos ó nosotros!—vociferó D. Silvestre.

—Justo es—dijo D. Juan mirando á su hermano,—que tomemos las mismas armas que ellos usan contra nosotros. Si sólo se tratara de nuestras vidas, moriríamos; pero la Iglesia está en nuestras manos y no podemos abandonarla.

El abogado, el seglar, se expresaba así, con el tono de la autoridad irrecusable, mientras el sacerdote, el pastor callaba, aceptando su papel de pasiva bondad. El uno tenía la idea, el otro el prestigio exterior; el uno la iniciativa, el otro las bendiciones.

Durante largo rato, el despacho de D. Juan fué un hervidero de planes, de noticias, de amenazas, de religiosidades mezcladas con mundanos ímpetus. Al fin, D. Angel y Rafael pasaron á la sala, donde Gloria recibió á éste. El distinguido joven se empeñó con cierta fatuidad en llevar la conversación al punto para él interesantísimo de su reciente triunfo; pero Gloria, que derramaba su resplandor en las cumbres del espíritu, estaba demasiado alta para deslumbrarse con la débil luz de un fósforo.

Oyéndoles, D. Angel sentía en su alma profunda pena, sabedor, como era, de dos sucesos igualmente deplorables: el desaire que había hecho la pícara á las gracias y perfecciones del soldado de Cristo, y su detestable afecto á un extranjero impío; pero respetando los designios de Dios, bajaba sus párpados orando para sí, y enlazaba los dedos de ambas manos; rozando una con otra la yema de los pulgares.

—Dios lo ha dispuesto así—pensó.

Romero bajó también á saludar á la señorita de la casa.

—Una queja tengo de usted, señor cura—le dijo Gloria, después que le oyó alabarse de sus recientes hazañas.

—¿Cuál, querida niña? ¿Una queja de mí?

—Que mandara usted arrojar de la sacristía al pobre Caifás. ¿No es un dolor...?

—¡Ah, tunante, borracho! Pero no debe quejarse; pues según me han dicho, está hecho un potentado.

—¡Ah, sí!...—murmuró Gloria turbándose.

—Al entrar en Ficóbriga, supe que Mundideo ha pagado todas sus deudas y desempeñado toda su ropa... Vamos, que está rico.

—Mi sobrina y yo—dijo Su Ilustrísima sonriendo,—le dimos algún socorro, pero no era para tanto. Si no se ha repetido el milagro de la multiplicación de los panes...

—Para milagros estamos—añadió el cura.—Aquí no ha habido sino latrocinio. ¡Oh! es mucho pájaro aquel Caifás.

—¡Señor cura, por Dios!—exclamó Gloria con indignación.

—Qué, ¿me equivoco? ¿Pues de dónde saca Caifás tanto dinero?

—Se lo habrá dado alguien.

—¡Oh, sí!... eso dice él. ¿Pues no tiene la poca vergüenza de decir que Daniel Morton se lo dió?

—Y será verdad.

—Yo no lo creo. D. Juan Amarillo, que entiende mucho de estas cosas, me ha dicho que está alarmadísimo... Ha contado su dinero; está seguro de que no le falta nada... sin embargo, no puede desechar cierto recelo...

—Sí—dijo D. Juan, que á la sazón entró.—En todo Ficóbriga no se habla más que de las riquezas de Caifás. Parece que me está componiendo la casa. Vamos, yo no salgo mal.

—Mi opinión—afirmó el cura,—es que no debe levantarse mano hasta averiguar lo que hay en esto. Ya el Juzgado está decidido á intervenir.

—¿Por qué? es una iniquidad—afirmó Gloria con ardor.—Esto no debe consentirse... y no lo consentiremos.

—Ya está mi hija en su elemento—repuso Lantigua,—es decir, ocupándose excesivamente y con gran furor de una frívola cosa, que nada le interesa.

—Me ocupo de salvar de la calumnia á un inocente.

—¿Y cómo sabes tú que es inocente? Vamos á ver... Lo mejor es no hacerte caso y dejarte con tu tema... Con que, señores, vámonos á comer. Hoy es día de alegría.

El cura les detuvo antes de pasar al comedor, y solemnemente habló así:

—Señores, señores...

—¿Tenemos discurso?—preguntó D. Juan viendo que, después del vocativo, el buen párroco alzaba el brazo derecho en la actitud más ciceroniana.

—Señores: espero que mañana todos los presentes, empezando por Su Ilustrísima el reverendo obispo de *** y acabando por nuestro insigne y valeroso diputado Sr. del Horro, me honrarán aceptando mi mesa y una hidalga reunión en mi finca del Soto de Briján. De esta manera sencilla, y por medio de una frugal comida, pienso que celebremos nuestra victoria, sin ruído, sin mundano estrépito, sin pompa, sin jactancia, como se reunían los primitivos cristianos en aquellos piadosos banquetes...

Don Juan vió que el cura iba tomando un tonillo de sermón harto enojoso en hora de grande apetito, y dijo así:

—Aceptado, aceptado. Mas por ahora, vamos á lo que está más cerca. A la mesa, señores.

Bien pronto estuvieron todos reunidos en la mesa de D. Juan, que era suculenta á pesar de ser de vigilia por marcar el Almanaque el 24 de Julio.

—¿Con que aceptan ustedes?—preguntó Romero.

—¡Comilonas!—dijo Su Ilustrísima.—Por mi parte, doy las gracias al señor cura.

—Si Usía Ilustrísima no gusta de este festejo—dijo Romero con sumisión,—renunciamos á él.

—No, hijos míos, ¿por qué? Celébrese el banquete, que ya supongo ha de ser frugal y decoroso. Pero no asistiré; primero, porque no gusto de festines; segundo, porque celebran ustedes con él un acto político, y yo huyo de los actos políticos.

—Siento en el alma que Su Ilustrísima no nos acompañe—dijo el cura.—¿Acaso vamos á celebrar una orgía? El salmista ha dicho: «Banqueteen los justos.» Et justi epulentur.

—Et justi epulentur et exultent in conspectu Dei—añadió vivamente el prelado.—«Y regocíjense en la presencia de Dios.» No violentemos los sagrados textos, señor cura, ni sostengamos que el inspirado David nos recomienda la glotonería.

—¡Oh! Ilustrísimo Señor—exclamó el párroco,—lo que Usía diga esa será mi ley.

—Pues digo que celebren ustedes su banquete profano; pero que no me inviten á él, porque no voy. Por lo tanto, luégo que hayan ustedes comido, alargaré mi paseo hasta allá. No es muy lejos.

—No hay más que bajar á la ría, pasar el puente de Judas, subir los prados de D. Juan Amarillo, y en seguida se llega al Soto.

—Ya, ya sé el camino.

Entró un criado con una carta para don Juan. Este la abrió, y después de recorrerla con la vista, dijo:

—Es de Daniel Morton. Me escribe anunciando que se embarca mañana por la mañana, y se despide de todos.

Don Angel miró con disimulo á su sobrina. Fuerte, animosa, heróica, Gloria recibió el golpe sin dar á conocer las grandes sacudidas de su alma angustiada. Sólo D. Angel, sabedor del caso, creyó distinguir una extraña neblina en el rostro de la joven. D. Juan la miró también. Quizás se hubiera entablado conversación sobre Daniel Morton; pero entró el Sr. de Amarillo, y que quieras que no, tuvo que sentarse á la mesa y tomar un bocado, aunque con prisa, porque el juez le estaba esperando para ver qué resolución se tomaba en el negocio de Caifás. D. Juan de Lantigua, á quien consultó, dijo de este modo su opinión:

—No veo razón alguna para molestar á Mundideo, mientras que no se le pruebe que ese dinero ha sido mal adquirido.

—Es que se le probará.

—¿Le falta á usted algo en su caja?

—No, señor; pero el dinero no sale de la tierra como la hierba. Caifás ha robado á alguien. Propongo que todos los vecinos de Ficóbriga recuenten sus fondos, y mientras tanto que José Mundideo sea puesto á la sombra.

—Pero la ley...

—¿Qué ley, ni ley?...

—Sr. D. Juan—dijo el cura,—¿quiere usted venir á comer mañana á mi casa del Soto?

—Ya sé que han ganado ustedes las elecciones. ¡Bien por el ejército de Cristo!—exclamó Amarillo con entusiasmo.

Y levantándose al instante con una copa de vino en la mano, añadió:

—Propongo un bríndis, señores. Brindo por Su Ilustrísima D. Angel de Lantigua, el glorioso hijo de Ficóbriga, el apóstol más ferviente del apostolado español, el modelo de virtudes, de quien todos debemos tomar ejemplo, el varón piadoso, el justo...

—Por Dios, por Dios—dijo Su Ilustrísima tapándose los oídos y todo confundido y turbado.—Basta de incienso, D. Juan, basta, basta. El mejor bríndis que usted puede dirigirme y el único que le agradeceré, es no molestar al pobre Caifás.

Todos los presentes besaron el anillo al prelado, y cuando éste se retiró, tomaron café.

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