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Gloria: XX. ¿Qué haré?

Gloria
XX. ¿Qué haré?
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. PRIMERA PARTE
    1. I. Arriba el telón.
    2. II. Gloria y su papá.
    3. III. Gloria no espera un novio, sino un obispo.
    4. IV. El Sr. de Lantigua.—Sus ideas.
    5. V. Cómo educó á su hija.
    6. VI. Cómo se explicaba la niña.
    7. VII. Los amores de Gloria.
    8. VIII. Un pretendiente.
    9. IX. Recepción, discurso, presentación.
    10. X. D. Angel de Lantigua, obispo de ***.
    11. XI. Un asunto grave.
    12. XII. El otro.
    13. XIII. Llueve.
    14. XIV. El otro está cerca.
    15. XV. Va á llegar.
    16. XVI. Ya llegó.
    17. XVII. El vapor «Plantagenet.»
    18. XVIII. El cura de Ficóbriga.
    19. XIX. El náufrago.
    20. XX. El santo proyecto de Su Ilustrísima.
    21. XXI. Sepulcro blanqueado.
    22. XXII. La respuesta de Gloria.
    23. XXIII. Dos opiniones sobre el país más religioso del mundo.
    24. XXIV. Una obra de caridad.
    25. XXV. Otra.
    26. XXVI. El ángel rebelde.
    27. XXVII. Se va.
    28. XXVIII. Vuelve.
    29. XXIX. Se fué.
    30. XXX. Pecadora y hereje.
    31. XXXI. Pausa. El conflicto parece resolverse y tan sólo se aplaza.
    32. XXXII. Los cazadores de votos.
    33. XXXIII. Agape.
    34. XXXIV. En el puente de Judas.
    35. XXXV. Los juicios de Dios, abismo grande.
    36. XXXVI. ¡Qué horrible tiempo!
    37. XXXVII. Al fin se supo.
    38. XXXVIII. Job.
    39. XXXIX. El rayo.
  4. SEGUNDA PARTE
    1. I. Serafinita y D. Buenaventura de Lantigua.
    2. II. Lo que dijeron.
    3. III. Cosas que se ignoran y otras que se saben y deben decirse.
    4. IV. Las amigas del Salvador.
    5. V. Realismo.
    6. VI. Domingo de Ramos.
    7. VII. Tía y sobrina.
    8. VIII. El Salvador en la calle.
    9. IX. El Maldito.
    10. X. Hospitalidad á medias.
    11. XI. Dieciocho siglos de antipatía.
    12. XII. La fórmula de D. Buenaventura.
    13. XIII. El secreto.
    14. XIV. Casa.
    15. XV. ¿A dónde va? ¿A dónde ha ido?
    16. XVI. Prisionera.
    17. XVII. Declaración.
    18. XVIII. Pasión, sacrificio, muerte.
    19. XIX. Espinas, clavos, azotes, cruz.
    20. XX. ¿Qué haré?
    21. XXI. Jueves Santo.
    22. XXII. Esperanza de salvación.
    23. XXIII. Los viajeros.
    24. XXIV. Las leñadoras de Ficóbriga.
    25. XXV. Todo marcha á pedir de boca.
    26. XXVI. Madama Esther.
    27. XXVII. La madre y el hijo.
    28. XXVIII. Delirio. Fanatismo.
    29. XXIX. El catecúmeno.
    30. XXX. La visión del hombre sobre las aguas.
    31. XXXI. Mater amabilis.
    32. XXXII. Pascua de Resurrección.
    33. XXXIII. Todo acabó.
  5. Autor
  6. Otros textos
  7. CoverPage

XX. ¿Qué haré?

Daniel Morton y D. Buenaventura hablaron larguísimo rato.

El hebreo salió de la casa cuando todavía era noche obscura, pues la luna, no queriendo esperar al sol, desapareció volviendo atrás el rostro como novia enojada que huye de su amante observando si éste la sigue. Sansón unióse á su amo; pero éste le dijo secamente que se retirase á la casa dejándole solo.

Aparentando obedecer, Sansón le siguió desde lejos. Morton rodeó la casa de Lantigua, y tomando el camino que conduce á la playa, bajó lentamente, con las manos cruzadas á la espalda, la vista fija en el suelo, cuando no la extendía por la negra inmensidad de los cielos apagados ó por la del mar, cuya exclamación grave y mugidora le iba ensordeciendo á medida que á él se acercaba.

Cuando sus piés se hundían en la arena y avanzaba hacia el fino y húmedo suelo, que había pulido la última pleamar arrastrando sobre él sus láminas de agua, sintió una especie de simpatía inexplicable, y como un deseo de expansión y confianza semejante al que se experimenta en presencia de un buen amigo. Morton miró las olas que iban y venían con el más admirable ritmo que existe en lo creado, y mirándolas sacó del caos de su espíritu esta pregunta: «¿qué haré?»

En la playa había una piedra enorme arrancada por las olas á un acantilado cercano. Sobre aquella piedra se sentó Daniel, contemplando el mar grave y cadencioso, especie de péndulo inmenso que determina un secreto equilibrio. En aquel mar, en su voz semejante al zumbar de un cerebro donde hierven las ideas, en el resoplido de sus olas y en aquel latido de su enorme vida corriendo sin cesar del fondo á la playa y de la playa al fondo, vió Morton perfecta imagen de la perplejidad en que se hallaba su espíritu.

A poca distancia y entre las peñas de la derecha, yacían aún los restos del Plantagenet, herrumbroso esqueleto, que se desgastaba lentamente sin que hicieran caso de él ni los hombres ni los peces.

Sentado en la piedra, el codo en la rodilla y la barba sostenida en los dedos; fijo y quieto como una esfinge; centinela en la puerta de lo infinito; mirando siempre hacia adelante, y mirado por el mar cuyas olas son una fisonomía, porque hablan, saludan, escarnecen, injurian, escupen, sonríen, desprecian, se adormecen y braman de coraje; atento al espectáculo de una gran perplejidad, que según él, llenaba el universo todo, Daniel Morton decía:

—Lo que yo sospechaba es cierto. Morirá por mi causa y morirá de pena. No se ha resignado aún á aceptar la solución que su familia la propone, porque espera... pero al perder la esperanza, caerá, caerá en ese horrible lazo, y exaltada por el espíritu de una religión que ordena el padecer, doblará al fin la cabeza ante el ascetismo y arrastrará miserable vida en un convento cristiano... Con buena intención, porque su celo religioso y el entusiasmo por su falsa doctrina son sinceros, esa noble señora y D. Angel, el discípulo del Nazareno, han negado á su corazón el más dulce consuelo, ¡le han prohibido á su hijo!... Esto da horror, y al pensarlo no hay en mi corazón una sola fibra que clamando no proteste...

»¡Y pensar que con una sola palabra podré sacarla de ese infierno, y devolverle su salud, su paz, su felicidad, la estimación del mundo, y que con esta palabra volverá á sus brazos el pobre ángel espúreo, que vive rechazado de todo el mundo, y escondido como la vergüenza ó como un tesoro robado!... ¡Pensar que con una palabra puedo causar tan grandes bienes y que esta palabra no se puede decir!... Pues se dirá. Tengo por corazón una piedra; no soy hombre si no pronuncio esa palabra. Soy un miserable, merezco ser perseguido eternamente por mi conciencia y no tener un solo día de paz si consiento tan gran desdicha: la pobre madre atormentada, el niño encubierto y confiado á manos mercenarias...

Detúvose un instante. Su pensamiento, dando una vuelta, le mostró otro hemisferio, y dijo entonces:

—¿Pero qué es lo que debo hacer? ¿qué debo decir? Una palabra que es la apostasía infame de mi religión, el desprecio de Dios en cuya santa idea crecí y crecieron antes mis honrados padres, y antes mis abuelos, y del mismo modo las generaciones remotas, hasta llegar á los que fueron elegidos para recibir la Ley directamente del mismo Dios y enseñarla á todo el mundo. ¿Puede caber en mi cabeza la idea de negar á Dios y negarle para abrazar otra fe?... ¡y qué fe!... ¡la de un falso profeta, la del Nazareno, en cuyo nombre hemos sido dispersados, perseguidos, quemados é injuriados por espacio de dieciocho siglos!... Y yo he de llegar al Nazareno y decirle: «aquí me tienes á tus piés, aquí está el que se vanagloriaba de no pertenecerte jamás, el que ha tratado de enaltecer á los suyos para apartarles de caer en tí, aquí está el más soberbio de tus enemigos»... Y yo he de decir á mi Jehová: «Ya no te pertenezco. Soy como el siervo á quien su amo ha distinguido poniendo en él toda su confianza; y hé aquí que este ingrato siervo huye de la casa de su Señor, robándole, y después va á casa del enemigo y pide salario y escarnece á su antiguo Señor»... Y todo ¿por qué? por una mujer... por un amor poderoso, irresistible, pero que es cosa terrenal, y por un hijo que adoro, pero que es un pobre gusano, indigno de atención desde el momento en que aparece á su lado la presencia aterradora y sublime del que hizo los cielos y la tierra...

Al llegar aquí, su pensamiento, sin pausa ni intermedio alguno, le puso delante el primer hemisferio.

—Pero es que al considerar la desgracia de la amada de mi corazón, he de recordar que yo soy autor de ella. Yo, yo sólo he causado desdicha tan lastimosa. Ella era pura y felíz, yo turbé la paz de su corazón, arrastrándola á la ignominia; yo la arranqué de aquel cielo hermosísimo en que vivía su alma y la precipité en las tinieblas; ahuyenté de su lado á los ángeles que velaban con misteriosa atención su persona, y llené su corazón de culebras. Era como una flor y la pisoteé. Había nacido para que su sola mirada derramase felicidad, para que hasta su sombra hiciera nacer bienes por todas partes, y yo de aquel claro astro he hecho una noche lóbrega, una obscuridad llena de dolores que hace llorar á cuantos se le acercan... Yo tengo la culpa de todo, yo causé su mal y lo causé con villanía, porque oculté mi religión, que era un estorbo, y siendo enemigo me presenté como amigo. Yo soy el autor de su desgracia. Y no hay remedio, no hay sofisma que valga; esa desgracia debe ser reparada por mí. Si así no es, no tengo idea de la justicia, no tengo noción del deber ni del honor, y siendo extraño á la idea de justicia, no puedo ni aun saber lo que es Dios... Mi deber es reparar esa desgracia y sacar á la pobre mártir del potro en que está. No son sus tíos los que la tuestan viva; soy yo, yo solo. Por consiguiente mi deber es salvarla. Me lo ordena la justicia, que es Dios; el deber, que es Dios; la verdad, que es Dios; la compasión, que es Dios. Me lo ordena también la sociedad, y esta ley de recíproco respeto de la cual no podemos prescindir... Sí... es preciso, es indispensable, fatal, inevitable; y si así no lo hiciera, no habría nombre bastante vil en ninguna lengua para vituperarme. Merezco morir y ser devorado por los perros, sin que jamás mi cuerpo disfrute el descanso del sepulcro... Nadie arrancará de mí esta convicción profunda que mete su raíz hasta lo más hondo de mi pecho. Esto es la evidencia, la verdad pura...

Al llegar aquí, subía la marea y una ola extendió su lengua bordada de espuma sobre la arena, mojando los piés del pensativo. Retiróse entonces, subió al acantilado, y arrojado sobre las peñas, dijo así:

—No, no es posible que Dios y la justicia estén en desacuerdo. No es posible que para ser fiel á un compromiso del corazón necesite ser apóstata. Aquí hay algo que mi inteligencia limitada no puede descubrir; hay sin duda un resorte misterioso, y es preciso que yo lo busque y lo toque, porque esto ha de tener solución, porque lo absurdo no puede prevalecer. ¡Oh! Dios mío, dame luz, díme dónde está la salida de este horrible laberinto; muéstrame un resquicio, pues salida ó hendidura ha de haber. Si no la hubiere, ¡oh, soberano Dios! todo, empezando por tí, debería ser negado, y esto no puede ser...

»¿Pero cuál es en realidad mi pensamiento en religión? ¿Qué pienso, qué creo yo? Conciencia, muéstrame lo que tienes más oculto, tu voz más recóndita; lo que es aún menos que voz, un susurro que apenas oigo yo mismo... ¿Qué creo yo? ¿Creo acaso que mi religión es la única en que los hombres pueden salvarse, la única que contiene las verdades eternas? No, felizmente sé remontar mi espíritu por encima de todos los cultos, y puedo ver á mi Dios, el Dios único, el grande, el terrible, el amoroso, el legislador, extendiéndose sobre todas las almas y presidiéndolas con la sonrisa de su bondad infinita desde el centro de toda substancia. Entonces, miserable, ¿qué te detiene? ¿No hallas en el cristianismo las verdades eternas? Existen, sí; pero desfiguradas y adulteradas... No, no puedo inclinarme á contemporizar con una juxtaposición inútil, con la destrucción de la sencilléz, con una fe que poco ó nada ha enseñado al mundo. Aborrezco esa idea con todas las fuerzas de mi alma; y todo el odio venenoso que esa secta alienta contra mí, se lo devuelvo centuplicado. No lo puedo remediar; lo he mamado con la leche; lo traigo encendido en mis entrañas desde el vientre de mi madre, y mi espíritu lo trajo también desde la nada. Si cuando mi espíritu se eleva á la contemplación de la esencia primera soy tolerante, expansivo, ámplio y generoso, al considerar la idea cristiana, nuestro verdugo y nuestro cadalso, soy fanático y brutal como los inquisidores católicos... y para mi tormento, el sér que idolatro sale del tumulto aborrecido de esa secta, y se me presenta lleno de gracia y luz, único sér á quien puedo absolver de la responsabilidad cristiana, único sér á quien perdono los agravios hechos á mi raza... ¡Oh, Dios, Dios!... ¿qué misterio es este, qué enigma es este terrible y espantoso? Mi cabeza estalla como un volcán... no sé qué pensar. Aquí hay algo, algo que mi limitada razón no comprende. Dios mío, Dios de las inteligencias, ¿por qué has hecho estas contradicciones horrorosas, y estos absurdos que hacen dudar de la bondad de la creación y de la lógica del mundo?

El cielo comenzó á aclararse, la superficie del mar brillaba junto al horizonte, tiñendo de amarillo sus ondas lejanas. Toda la tierra empezó á inundarse de luz. Amanecía; pero Morton no advirtió nada, porque en su mente continuaba la noche y un caos perpétuo.

—Más vale—dijo,—que continúe todo como ahora está, que siga su deshonra, su vergüenza, la bárbara separación de la madre y el hijo, mi soledad, el remordimiento implacable que me tritura las entrañas. Quizás el tiempo nos consuele á todos... Ella entrará en ese aborrecido convento, más triste que la sepultura, porque en él se vive... No la veré más, no veré tampoco á mi hijo, porque será escondido de mí, como se esconde del ladrón la joya. Crecerá y le veré algún día sin conocerle... Le enseñarán á maldecir mi nombre y mi sangre... ¿Y cómo se evita esto, cómo? ¡Si pudiera evitarse dando la vida!... No; no se evitará con cien vidas, sino con una palabra breve, como las que á todas horas pronuncian nuestros labios; pero que encierra una idea, todas las ideas y el universo y la vida futura.

Después de breve pausa, añadió:

—Soy un miserable si no digo esa palabra, si no la digo clara, leal, sin impostura. Lo pide á gritos cuanto hay en mí de sentimiento y piedad. Soy un miserable si no digo esa palabra, si no cierro los ojos á todo, á mi historia, á mi raza, á mi culto, á mi familia, y me arrojo en brazos de la infame secta que aborrezco, de esa secta, que sin duda no es tan mala como yo creo, porque á ella pertenece la que reina en mi corazón.

Oprimióse la frente con ambas manos, como si quisiera sujetar una idea que se le escapaba, y detener aquel remolino horrible de su pensar; pero no pudo sustraerse á un razonamiento que le anonadó:

—¡Mi padre!... No, desde que adopte esta resolución ya no tengo padre, ni madre, ni amigos... No quiero pensar en su enojo, en su soledad. En mi familia se llora al hijo muerto; pero al renegado... al renegado se le mirará como si no hubiera nacido. La imagen de mi madre, que es personificación sublime de la consecuencia israelita, me abruma más que mil razonamientos incontestables... ¡Mi madre, de cuyos brazos escapé en silencio para venir aquí; mi madre que ha de venir en mi seguimiento para detenerme; esa mujer que adora en mí el orgullo de su raza y que morirá de seguro cuando sepa...! No, no mil veces, esto no puede ser, no será. Si es imposible, si es como beberse toda esa agua que tengo delante, si es como decirle á la marea: «no subas más»... ¡Oh, Dios mío! ¿por qué me criáste si sabías que había de llegar esta hora?

Levantóse frenético, y agitando los brazos, vuelta la cara hacia al cielo, gritó desaforadamente:

—¡Oh, Señor, Señor, yo digo que tu obra no está bien así!

El día había avanzado considerablemente sin que él lo notase, y las risueñas horas de la mañana viniendo unas en pos de otras, derramaban claridad y alegría sobre los campos, reverdeciendo las húmedas praderas. El día era tan bello y apacible cual si la Naturaleza, sensible al enigma de la Redención, quisiera también celebrarlo. El aire que mecía los árboles, las nubes que pomposamente discurrían por el cielo con grave paso, dándose unas á otras la mano, el mar sonoro y las flores, que por todas partes presentaban sus lindos rostros á las caricias del sol, todo, todo estaba de fiesta en aquel día.

Bajando á la playa, recorrióla toda lentamente. Parecía que contaba las arenas. Después se arrojó al suelo y contempló el mar que bajaba, recogiendo sus láminas de espuma de minuto en minuto. La perplejidad continuaba, y el péndulo seguía su atormentador movimiento. Pero al fin, ya cerca de medio día, el extranjero se levantó. Dióse un golpe en la frente, y mirando al cielo, dijo con la firmeza propia del que ha tomado una resolución:

—Al fin, al fin, ya sé lo que debo hacer.

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