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Gloria: II. Lo que dijeron.

Gloria
II. Lo que dijeron.
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. PRIMERA PARTE
    1. I. Arriba el telón.
    2. II. Gloria y su papá.
    3. III. Gloria no espera un novio, sino un obispo.
    4. IV. El Sr. de Lantigua.—Sus ideas.
    5. V. Cómo educó á su hija.
    6. VI. Cómo se explicaba la niña.
    7. VII. Los amores de Gloria.
    8. VIII. Un pretendiente.
    9. IX. Recepción, discurso, presentación.
    10. X. D. Angel de Lantigua, obispo de ***.
    11. XI. Un asunto grave.
    12. XII. El otro.
    13. XIII. Llueve.
    14. XIV. El otro está cerca.
    15. XV. Va á llegar.
    16. XVI. Ya llegó.
    17. XVII. El vapor «Plantagenet.»
    18. XVIII. El cura de Ficóbriga.
    19. XIX. El náufrago.
    20. XX. El santo proyecto de Su Ilustrísima.
    21. XXI. Sepulcro blanqueado.
    22. XXII. La respuesta de Gloria.
    23. XXIII. Dos opiniones sobre el país más religioso del mundo.
    24. XXIV. Una obra de caridad.
    25. XXV. Otra.
    26. XXVI. El ángel rebelde.
    27. XXVII. Se va.
    28. XXVIII. Vuelve.
    29. XXIX. Se fué.
    30. XXX. Pecadora y hereje.
    31. XXXI. Pausa. El conflicto parece resolverse y tan sólo se aplaza.
    32. XXXII. Los cazadores de votos.
    33. XXXIII. Agape.
    34. XXXIV. En el puente de Judas.
    35. XXXV. Los juicios de Dios, abismo grande.
    36. XXXVI. ¡Qué horrible tiempo!
    37. XXXVII. Al fin se supo.
    38. XXXVIII. Job.
    39. XXXIX. El rayo.
  4. SEGUNDA PARTE
    1. I. Serafinita y D. Buenaventura de Lantigua.
    2. II. Lo que dijeron.
    3. III. Cosas que se ignoran y otras que se saben y deben decirse.
    4. IV. Las amigas del Salvador.
    5. V. Realismo.
    6. VI. Domingo de Ramos.
    7. VII. Tía y sobrina.
    8. VIII. El Salvador en la calle.
    9. IX. El Maldito.
    10. X. Hospitalidad á medias.
    11. XI. Dieciocho siglos de antipatía.
    12. XII. La fórmula de D. Buenaventura.
    13. XIII. El secreto.
    14. XIV. Casa.
    15. XV. ¿A dónde va? ¿A dónde ha ido?
    16. XVI. Prisionera.
    17. XVII. Declaración.
    18. XVIII. Pasión, sacrificio, muerte.
    19. XIX. Espinas, clavos, azotes, cruz.
    20. XX. ¿Qué haré?
    21. XXI. Jueves Santo.
    22. XXII. Esperanza de salvación.
    23. XXIII. Los viajeros.
    24. XXIV. Las leñadoras de Ficóbriga.
    25. XXV. Todo marcha á pedir de boca.
    26. XXVI. Madama Esther.
    27. XXVII. La madre y el hijo.
    28. XXVIII. Delirio. Fanatismo.
    29. XXIX. El catecúmeno.
    30. XXX. La visión del hombre sobre las aguas.
    31. XXXI. Mater amabilis.
    32. XXXII. Pascua de Resurrección.
    33. XXXIII. Todo acabó.
  5. Autor
  6. Otros textos
  7. CoverPage

II. Lo que dijeron.

—¿Tampoco hoy ha querido salir?—preguntó D. Buenaventura.

—Tampoco—repuso Serafinita sin levantar la vista de su obra.—¡Pobrecilla!... Hazte cargo, Ventura, de cómo estará su espíritu. Ni sé yo cómo vive, ni sé cómo no ha muerto de tristeza, de dolor, de vergüenza.

—Pues es preciso—dijo él con entereza,—que no muera de ninguna de esas tres cosas, sino que viva.

—¡Vivir!—exclamó doña Serafina suspirando.—Sí, ese es nuestro deber. ¡Ay! para algunos es una obligación bastante pesada... Comprendo la angustia de esa infelíz hija de mi hermano, ¡pobre flor tronchada por el bárbaro pié del asno, que en un momento de descuido entró en el jardín!... No, no he conocido en mi ya larga vida ejemplo semejante, ni hay otra caída que á ésta se iguale, como no sea la de Satanás... Y no me digas que tiene remedio en el orden mundano, Ventura. Tú has perdido el juicio, y si insistes en que esto puede arreglarse...

—Para todo hay remedio en el mundo—replicó D. Buenaventura tomando una silla de hierro y sentándose frente á su hermana.

—Ventura—dijo Serafinita alzando los ojos de la obra negra,—recuerda bien lo que nos manifestó nuestro bendito hermano al partir para Roma en Enero.

—Lo recuerdo bien.

—Nos dijo estas mismas palabras: «Queridos hermanos; en el asunto de la pobre Gloria, obrad con arreglo á las ideas de nuestro idolatrado Juan Crisóstomo, que está en el cielo. Haced lo que él habría hecho si hubiera sobrevivido á la horrenda catástrofe de su honor. Inspirémonos en su recuerdo; seamos herederos fieles de su conducta, ya que no podemos serlo de su inteligencia poderosa. En Roma no olvidaré este espantoso asunto, y cuando vuelva espero traer alguna luz.»

—Eso dijo, sí—repuso D. Buenaventura.—Yo creo que el mejor modo de proceder con arreglo al pensamiento del pobre Juan es hacer lo que nos inspire nuestra conciencia. Juan habría hecho lo mismo.

—¡La conciencia!—exclamó Serafinita moviendo la cabeza.—Esa palabra, por decirlo todo, á veces no dice nada. ¡La conciencia! ¡Ay! Ventura, yo veo á la tuya inclinada á ciertos acomodamientos más deshonrosos que la misma deshonra que pretenden evitar; la veo dispuesta á eso que el mundo llama transacción, justo medio ó no sé qué. Piénsalo bien y dí si en este caso horrible puede hacerse más que aceptar el golpe que el Señor se ha dignado descargar sobre nuestra familia, abrumándola de vilipendio; díme si es posible otra cosa más que sucumbir gimiendo y llorar nuestra deshonra, haciendo todo lo posible para que no se divulgue lo que no debe divulgarse.

—Y al fin será del dominio público.

—No...—dijo vivamente Serafinita con cierto orgullo.—Hay algo que no se sabrá nunca, al menos por ahora... Mi prudencia responde de ello; mi discreción me asegura que en eso no picarán las viperinas lenguas de Ficóbriga.

—También en eso picarán...

—Pues sea lo que quiera... Si Dios dispone que la vergüenza aumente, aumentará. Estoy preparada á todo. Ya nada me espanta. El Señor ha querido probarnos. ¡Bendita sea su mano!

—¡Bendita sea!—repitió D. Buenaventura.

—No, tú no puedes decir eso,—objetó vivamente Serafinita.—Tú no puedes bendecir la mano que nos ha herido, porque quieres rebelarte contra ella; quieres hacer ahí unas composturas y unos amasijos y unas combinaciones de que no puede resultar nada bueno para la conciencia ni para la fe cristiana. ¿A qué aspiras tú? Vamos á ver; dímelo claramente.

—A lo que se aspira siempre cuando ocurren estas desgracias en una familia honrada—repuso D. Buenaventura con flemático acento.

—Si el caso presente fuera como otros muchos que vemos un día y otro en nuestra sociedad, pase—dijo la señora sintiéndose fuerte con sus argumentos;—pero ya sabes que desde que el mundo es mundo, Ventura, no ha ocurrido un caso como éste, al menos en España. Se podría creer que Dios ha enviado tan singularísimo y horrendo suceso como una especie de aviso, con el cual quiere advertir á los españoles los conflictos dolorosos que les aguardan...

—Hermana—dijo D. Buenaventura interrumpiéndola,—sin quererlo tal vez, has dicho una cosa muy sabia.

—No te burles—repuso Serafinita rascándose tras de la oreja con una de las agujas;—lo que quiero decir es que si el caso que estamos llorando fuera como otros... Estoy cansada de ver niñas caídas en un momento de debilidad, por una ilusión funesta... pero hijo, la ley, la religión y la misericordia paterna hallan medio de arreglar estas cosas entre nosotros.

—¿Y por qué no hemos de aspirar ahora á un resultado semejante?

Serafinita miró con estupor á su hermano, dejando caer la media negra sobre sus rodillas.

—¡Estás loco!—exclamó.—Ventura, Ventura, ten presente que para que caiga la bendición del cura sobre este nudo horrible y lo desate y lo ate después debidamente, es preciso que Dios deshaga el mundo y lo vuelva á hacer de otro modo; que veamos desbaratada pieza por pieza la sociedad actual con sus creencias, sus castas, sus leyes, y vuelta á armar después, conforme á tu gusto y capricho.

—Puede ser que quedara mejor—dijo don Buenaventura sonriendo y balanceándose en la silla.

—Pues anda, pon tu mano en la obra, enmienda la hechura de Dios y de tantos siglos...

—En suma, querida hermana—manifestó Lantigua resueltamente;—yo no quiero enmendar la obra de Dios, ni volver el mundo del revés. Reconozco la fuerza del argumento terrible que acabas de hacerme. ¿Pero no es lo más prudente y lo más cristiano tentar todos los medios antes de declarar irreparable esta desgracia? Todo el daño producido en las esferas de lo humano es humanamente susceptible de remediarse.

—Remedios que están en tu imaginación. Pareces un niño, Ventura. No siendo posible que una religión falsa y otra verdadera se mezclen y confundan como el agua y el vino que se echan en un vaso; no siendo posible que nuestra santa fe católica transija en esto ni se humille ante las mentiras sacrílegas de una secta infame, ignoro cómo vas á componerlo.

—Precisamente deseo intentar algo que proporcione un gran triunfo á nuestra santa fe católica—dijo D. Buenaventura.

—¿Qué? ¿Convertirle?... Me pareces tonto. Lo que nuestro bendito hermano no pudo conseguir, ¿has de lograrlo tú?... ¡Ah! Como no intentes su conversión por la vía de los negocios... El corazón de esa gente se ha de ablandar más por las emociones del interés que por los sentimientos religiosos.

—Cuando mi hermano intentó convertirle, no existían para él las poderosas razones sociales, los graves compromisos de honor, de dignidad, de delicadeza, los deberes de humanidad...

—¡Honor, dignidad, delicadeza, humanidad!... Probablemente no entenderá esa lengua el que ha causado nuestra ignominia.

—Esta es lengua universal. En fin, querida hermana, pronto saldremos de dudas.

—¿Cómo?

—Oyéndole.

—¡Pues qué...!—exclamó Serafinita con terror.—¿Ese hombre...?

—Va á llegar. Le he llamado yo.

—¡Ventura, Ventura!...

Serafinita no pudo decir más. Era incapáz de cólera; pero su corazón se llenó de pena. Emprendiendo con frenética actividad su obra, fijaba sus animadas pupilas en las puntas de las dos agujas, que, chocando con fuerza, parecían las espadas de irritados duelistas que se batían furiosamente.

Después de un rato de silencio, Serafinita dijo:

—¡Ventura, Ventura!... ¿Has escrito al hebreo?

—Sí, y vendrá.

—Tal vez no. Ya sabes que en Diciembre estuvo aquí, y nuestra sobrina no quiso recibirle.

—Ya lo sé.

—Y que le ha escrito muchas cartas...

—Sin que ella se haya dignado leerlas. También lo sé.

—Pues ahora tampoco le recibirá.

—Allá lo veremos. No creo que mi venida á Ficóbriga sea en balde, ni que mi autoridad sea una irrisión—dijo Lantigua demostrando gran confianza en la eficacia de su voluntad.

—Querido hermano, tú has olvidado la recomendación de Angel.

—No; ya sé que nos dijo: «Haced lo que haría Juan Crisóstomo si viviese.»

—¿Y tú crees—preguntó Serafinita con expresión de triunfo, pensando que su argumento no tenía replica,—tú crees que nuestro hermano habría escrito á ese hombre rogándole que viniera?

—No lo sé... Juan no pudo pronunciar una sola palabra sobre su deshonra. Murió callado.

—Juan no murió de apoplegía—manifestó con emoción muy honda doña Serafina,—murió de ira; que también la indignación mata. Su pensamiento se abrasó, su alma huyó escandalizada del cuerpo en un instante horrible. El cielo desplomósele encima. Me parece que oigo la íntima exclamación de su espíritu al volar temblando de este mundo... Ventura, Ventura, inspírate en nuestro hermano, muerto por su deshonra; identifícate con él y represéntate aquel instante tremendo, su sorpresa, su terror, su congoja de padre amantísimo y de católico ferviente; haz un esfuerzo y procura creer que tú eres él mismo y no tú; que él ha resucitado en tí...

—Inspirándome en mi conciencia—dijo serenamente el banquero,—creo inspirarme en él...

Y levantándose, echó ambas manos á la espalda, encorvó ligeramente el cuerpo y se puso á pasear por el jardín de un ángulo á otro, sin apartar la vista de la arena que crujía bajo sus amarillos zapatos. Serafinita, desbaratando un gran trozo de media negra que estaba detestablemente hecho, empezólo de nuevo.

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III. Cosas que se ignoran y otras que se saben y deben decirse.
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