X. Hospitalidad á medias.
Había pasado más de una hora cuando sintió ruído de pasos. Un hombre subía la escalera. Daniel le reconoció al instante.
—¡Caifás!—gritó levantándose.
—Señor Morton—dijo Mundideo con asombro.
Vivísimo gozo se pintaba en el semblante del forastero. Tomó á Caifás del brazo y le dijo con acento conmovido:
—Tú también me conoces; pero tú no me rechazas.
—Parece que no ha podido usted encontrar alojamiento—dijo Caifás.
—Y tú me ofreces el tuyo. ¡Cuánto me alegro de encontrarte, José! Eres una aparición divina. Me hielo de frío. Tengo mi equipaje en el Ayuntamiento, y no quieren dármelo hasta mañana. Mi criado está preso.
—Ya lo sé... ¡Que un caballero tan poderoso pase la noche en la calle...!
—¿En dónde está tu casa?
—Aquí, muy cerca—repuso Caifás, demostrando el diligente afán que nace de la verdadera gratitud...—¿Pero qué es eso que brilla en el suelo? Parecen tres monedas de cinco duros.
—Es dinero que se me cayó—repuso Daniel.—Puedes tomarlo.
Mundideo recogió los centenes y los entregó á su dueño.
—Guárdamelos—dijo Morton.—Después me los darás. ¿Y tus niños?
—Buenos, señor... Vamos por aquí... Ande usted con cuidado para no tropezar.
Pasada una pequeña planicie que sombreaban dos ó tres plátanos de corpulenta talla, empujó Caifás una puertecilla abierta en muro de mampostería y entraron en un terreno que parecía huerta.
—¿Qué es esto?—preguntó Daniel sin soltar el brazo de Mundideo que le guiaba en la obscuridad.
—Esta es la alcoba grande donde todos hemos de dormir.
—¡El cementerio de Ficóbriga!—exclamó el hebreo, sintiendo frío en sus huesos.
—Esto es muy húmedo—dijo Caifás.—No se detenga usted.
—Ya veo las cruces... ¡cuántas cruces!... y esa mole blanca...
—Es el sepulcro que se está construyendo para D. Juan de Lantigua.
Morton se quedó más frío, más asombrado, y en su pecho se enroscaba una serpiente que no le permitía respirar.
—¿El Sr. D. Juan...—murmuró,—está aquí?
—Junto á él pasamos—dijo Caifás, descubriéndose.—Los pequeñitos están aquí á la derecha.
Morton se descubrió también.
—Ese gran enterramiento que se está labrando—añadió José,—es para toda la familia.
—¡Para toda la familia!... ¿Pero tú vives aquí... en este triste sitio?
—Sí señor. Soy el sepulturero de Ficóbriga. Mal destino, señor; pero pienso dejarlo pronto... Ya llegamos. Entre usted.
Pasaron á un patio y del patio á una casa humildísima. Caifás, después de encender luz, guió á su amigo por estrecho carrejo á una pieza no pequeña ocupada por varios muebles, descollando entre ellos un inválido sofá de paja de Vitoria. Una puerta comunicaba la tal pieza con otra que debía de ser alcoba, porque Caifás señalándola, dijo:
—Ahí dormimos mis hijos y yo. Sacaré mi cama á la sala, donde estará usted con más desahogo.
—Gracias; no necesito cama. Dame una manta y descansaré en este sofá... Al fin he encontrado un hombre, un verdadero hermano... Pero te compadezco, amigo. No podías haber elegido un oficio más detestable.
—Pronto lo dejaré á quien lo quiera—repuso Mundideo, poniendo en el sofá manta y almohada.—Ahora Sr. Morton, mi situación no es tan mala como cuando usted tuvo la bondad de favorecerme.
—Me alegro infinito. ¿Has variado de fortuna?
—Así, así.
La actitud de Caifás frente al israelita era algo cohibida. Sus miradas indicaban el respeto y la veneración que su favorecedor le inspiraba; pero á tal respeto uníase cierto recelo ó más bien repugnancia, torpeza en las palabras, miedo quizás. No era preciso ser zahorí para conocer que el pobre Mundideo padecía, y que su conciencia hallábase en frente del más grande y aterrador enigma que jamás se le presentara.
—¿Y cómo has mejorado de fortuna?—preguntó el extranjero acomodándose en el sofá.
—Puse una taberna en la cual me fué muy mal. Pero hace poco murió un tío materno en Veracruz...
—¿Y has heredado?
—Poca cosa; mas para mí es un capitalazo. Como está el dinero en un banco de Inglaterra, no lo he cobrado todavía. Dicen que vendrá la semana que viene, y para entonces, Sr. de Morton...
Caifás miró al suelo.
—¿Qué?
—Para entonces le devolveré á usted su dinero.
—¿Qué dinero?
—El que usted tuvo la bondad de darme cuando yo estaba en la Cortiguera.
—No te lo dí para que me lo devolvieras.
—Pero yo lo devuelvo porque tal es mi deber.
Estaba Caifás en pié y en actitud de sumisión, pálido, descubierta la cabeza. Acababa de dejar sobre la mesa las tres monedas recogidas del suelo poco antes.
—¿Tu deber?—dijo Morton en tono de ira.
—Sí señor... yo... ¿Cómo lo diré de modo que usted no se ofenda? ¿Cómo lo diré sin que mi favorecedor me crea ingrato?
—Dílo pronto.
—Pues yo no sabía que usted...
—Ya...—indicó Morton volviendo el rostro con expresión de amargo desprecio.
—No se ofenda el Sr. D. Daniel, ni crea que soy malo, ni que dejo de apreciarle... Yo... vamos no sé lo que me pasa... No lo puedo remediar. Cuando supe la muerte del Sr. D. Juan y que usted era...
—Yo soy judío—afirmó Morton gravemente.
—Sí—añadió Caifás sollozando,—y su dinero de usted, Sr. D. Daniel, me quema las manos... El confesor me dijo que devolviera ese dinero, aunque para ganarlo tuviera que estar barriendo las calles con mi lengua, ó cargando piedras como un asno, ó tirando del arado como un buey. Felizmente puedo devolver lo que no debí tomar, no...
—Calla, calla...—dijo Morton oprimiéndole con airada violencia un brazo, pálido de ira:—calla, idiota... estás hablando como una bestia... ¿Qué dices de mí?... ¿Por qué juzgas mi alma? ¿Quién eres tú, miserable gusano, para condenar á eterno abandono á otro hombre, hechura de Dios como tú; quién eres para fallar contra mí, contra mí que te he favorecido? ¿Sabes que la conciencia hace al hombre, y la ingratitud, la negra ingratitud, es la única conciencia de los malos?
El extranjero sonreía con sarcasmo.
—¡Oh! yo no soy desagradecido, no señor, ¡eso no!—gritó Caifás con verdadera angustia.—Si pudiera usted leer en mi conciencia... No sé lo que me pasa. Yo le he adorado á usted como se adora á los que están en los altares... yo he rogado á Dios por la salvación de usted más que por la mía. Pídame usted todo lo que tenga, y hasta la última hilacha de mi casa será suya. Me quitaré el pan de la boca porque usted no padezca hambre, y partiré con usted mi casa, aunque por ello pierda mi destino y esté pidiendo limosna toda la vida.
—Lo que te pido no es abrigo, que puede darlo un árbol, un tronco, una peña, una gruta, sino el dulce amparo de la amistad, de la benevolencia, de la grata compañía.
—Cuanto sea caridad y agradecimiento tendrá usted siempre de mí—dijo Mundideo con acento de emoción.—Pero...
—¿Pero qué...?
—Quiero decir—repuso Caifás con gran turbación de voz,—que no quiero su dinero... no quiero su dinero...
—¡Supersticioso! Tu alma es noble y piadosa; pero cede á las infames ideas del vulgo.
—Mi conciencia me manda que no tenga con usted ninguna clase de relaciones, más que las de la caridad.
—No querrás ser mi amigo, como se entiende la amistad social; no querrás frecuentar mi trato, ni servirme, ni tener conmigo la comunidad de vida y el cambio de ideas que por lo común existen entre los que profesan una misma religión...
—Usted lo ha dicho muy bien... Eso es lo que yo quería decir, pero no sabía decirlo.
—Si no te lo impidiese la ingratitud, ¿me aborrecerías, José?
—Con todo mi corazón—repuso vivamente el sepulturero.—Con toda mi alma. ¿Cómo podría querer al que ha hecho derramar tantas lágrimas á una noble familia que adoro, al que mató al padre y deshonró á la hija...?
Morton sintió que cada palabra era un lanzazo con que aquel hombre hería su corazón; pero al tocar tan delicado punto, sentíase débil y sin fuerzas para protestar.
—No juzgues de lo que no conoces—dijo sordamente.—Yo creí que siempre serías mi amigo, pero me he engañado. Al verte me alegré, porque esperaba adquirir por tí noticias de la persona que amo y sin la cual no puedo vivir.
—¿De la señorita Gloria...?
—¿Sabes algo de ella...? ¿La ves?—preguntó Morton con ansiedad.
—Sé mucho—dijo Caifás con misterio y hostil intención.—La veo con frecuencia, pero á usted, á usted no puedo darle ninguna noticia.
—¿No me cuentas lo que hace, si está buena, si está alegre, si sale...?
—Sólo diré que es muy desgraciada.
—Quizás deje pronto de serlo.
Caifás movió la cabeza en señal de duda, y después lanzó un gran suspiro.
—¿Y has dicho que la ves?
—Todos los días.
—¿No me das ninguna otra noticia?
—Ninguna—replicó sordamente Caifás, guardando en su pecho las palabras, como si echara un muerto al hoyo.—Una sola, una sola daré, y es que siempre veo en ella un ángel del cielo, tan ángel después de su caída como antes.
—Dices bien. Gracias, José: tú eres hombre de corazón... Me han asegurado que la opinión de este pueblo le es muy desfavorable.
—Mucho. Dicen que la señorita está mal con Dios. Ayer ha pasado una cosa muy rara. La señorita envió un ramo para que se pusiera en las alforjas del borriquito que acompaña al Salvador. En cuanto el animal sintió encima las flores, principió á dar coces y las arrojó mismamente contra la pared. Todos los que tal vieron quedáronse horrorizados.
—¿Y tú, tú eres capáz de creer tan grosera superstición?
—Ni la creo ni la desmiento. Cosas muy raras pasan en el mundo. ¡Oh, yo he visto tanto!...
—¿Y la gente de aquí cree eso?
—Como el Evangelio lo creen todos. No se habla de otra cosa en Ficóbriga.
—¡Qué horrible estupidéz! Pero tú no lo creerás.
—No señor, no, no lo creo—afirmó Caifás después de un instante de duda.—La señorita es un ángel del cielo, lo digo y lo repito.
—Muy bien, amigo mío, muy bien. Puedes decir y repetir otra cosa, y es que la señorita saldrá de su desdichada situación y será felíz.
—Eso no...
—¿Por qué?
—Porque es buena cristiana, y usted...
—¿Y yo qué?
—No me haga usted decir lo que no debe decirse al que nos ha favorecido.
—Pues bien... dejemos esto. Háblame de ella tan sólo. Cuéntame todo lo que sepas.
—Sé mucho.
—Pues dímelo todo, todo.
Caifás se llevó los dedos á la boca para pillarse con ellos, á guisa de tenazas, sus carnosos y obscuros labios.
—De mi boca no saldrá una palabra, ni una sola que pueda servir á usted para sus planes.
—Mis planes son buenos.
—Eso Dios lo sabe.
—¿Y tú no? ¿No lo sabes tú, que tienes pruebas de mi modo de proceder, tú, que ya me conoces bastante?...
—Yo no sé nada, nada—gruñó Caifás con aturdimiento.—Yo no sé nada. Usted es un misterio para mí, Sr. Morton; usted es un ángel y una calamidad, lo bueno y lo malo juntamente, el rocío y el fuego del cielo... Yo no se qué pensar, yo no sé qué sentir delante de usted... Si le amo, me parece que debo aborrecerle; si le aborrezco, me parece que debo amarle. Usted es para mí como demonio disfrazado de santo, ó como un ángel con traje de Lucifer... No sé nada, no sé nada, señor Morton.
Callaron ambos. Grave y cejijunto, doblemente horrible por su fealdad natural y la expresión de recelo que había en su semblante, Caifás contemplaba á Daniel desde regular distancia, sentado, los brazos en cruz, la cabeza ligeramente inclinada, la vista atónita y algo torva. Jamás se había presentado á una conciencia problema semejante, y aquel hombre rudo vió desarrollarse en su espíritu todo el panorama inmenso de los problemas religiosos, sintiéndose turbado y atormentado por ellos de una manera confusa y mal definida. Vió que en su interior se elevaban fantasmas, y oyó esas aterradoras preguntas que en lo íntimo del espíritu son formuladas por misteriosos labios y que rara vez reciben contestación. Otro hombre de inteligencia más cultivada habría sacado de la meditación de aquella noche alguna idea clara, ó negación terrible quizás, algo absoluto aunque fuera lo absolutamente negro del ateísmo; pero Caifás no sacó nada, ni luz completa ni tinieblas, sino confusión, aturdimiento, el caos, el claro obscuro incierto del alma humana cuando la fe vive arraigada en ella, y la razón, como diablillo inquieto evocado por la magia, entra haciendo cabriolas, enredando y urgando aquí y allí.
Mucho tiempo duró la meditación de ambos. El caballero parecía dormir, pero velaba. Pasaron las horas, y rodó la noche con ese voltear majestuoso y taciturno que la asemeja á un cerebro pensando en silencio y reposo, lleno de misteriosos sones, de imágenes y vagas ideas, que se entrelazan como los círculos movibles de la retina en los cerrados ojos del que vela. Ya muy tarde, casi de día, Morton dijo á Caifás:
—¿No te acuestas?
—No tengo sueño—repuso el enterrador.—Estoy cavilando, cavilando cosas extrañas que no me dejan dormir.
—Parece que luce la aurora... Deseo hablar al Sr. D. Buenaventura.
—¿Tan temprano?
—¿Ese señor, madruga?
—Se levanta con los pájaros.
—Pues te ruego que vayas allá y le digas de mi parte que estoy aquí á su disposición.
Caifás no se movía.
—¿Qué?—dijo Morton con ira.—¿También te niegas á servirme en esto?
—En esto no—repuso Caifás levantándose.—Voy á llamar al señor.