XXIX. Se fué.
Al día siguiente muy de mañana, las persianas del cuarto de Gloria se abrieron de par en par, y la luz penetró á punto que ella se asomaba. La doncella esparció su vista por el campo y la villa, y deteniéndola en los árboles del cementerio, pensó así:
—Ahora, hermanitos míos, vosotros sois mis únicos amores.
No lejos de la ventana, corría el camino real, y por él los hilos del telégrafo, que plantaba á lo largo sus escuetos postes á distancias iguales que parecían pasos. En los alambres venían á posarse todas las mañanas algunos pájaros, que habían encontrado muy bueno aquel casi invisible punto de descanso en medio de los aires, y desde allí contemplaban la casa y la ventana abierta, donde la señorita de Lantigua aparecía temprano á saludar el día y bendecir á Dios.
Esta no creía que aquellos graciosos séres fueran las almas de sus hermanos, acompañadas de las de otros niños, porque no podía creer tal cosa; pero en su mente se asociaba aquel espectáculo con el recuerdo de las dos personitas á quienes Caifás había llevado al cementerio en azules cajas. Ello es que uno y otro día solía mirar con amor á los pájaros del alambre, sintiendo no verlos cuando les alejaba la lluvia. A tan rara ilusión contribuía la circunstancia de haber sobre el cementerio de Ficóbriga una gran arboleda, que era el cuartel general de aquellos vagabundos. Gloria les veía salir de allí en bandadas y volver á la caída de la tarde, haciendo gran ruído, hasta que vencidos del sueño, callaban dentro del espeso ramaje, y el cementerio se quedaba sin música.
Pero aquella mañana Gloria proyectaba su tristeza á todo lo creado. Si pudiera existir luz negra, ella sería el sol de ella. El contrasentido de las palabras no está en las ideas, porque el mundo parecíale alumbrado con el negror de su alma. En vez de sonreir ante las avecillas que en el alambre la esperaban como siempre, creyó ver la figura de sus dos hermanos muertos, que se le acercaron tal como estaban en las cajas azules el día del entierro, amarillos como cera los rostros, tan frescas aún las flores de sus coronas como secas las de sus mejillas, cubiertos de blancas vestiduras rizadas y encintadas. Pero venían con los ojos abiertos, dando la mano el mayor al más pequeño y moviendo los piececillos por el aire. Señalando la tierra le decían: «Sólo aquí se está bien.»
Mirando luégo á la torre de la Iglesia, experimentó viva sensación de miedo y antipatía. La torre era una idea, y el espíritu de la joven chocó, rebotando con dolor, en aquella idea, como el ave ciega que tropieza en un muro. De pronto una voz gritó desde el jardín:
—Niña, ¿no bajas? Te espero hace un rato para ir á la Iglesia.
Era D. Angel, que salía para decir su misa en la Abadía. Gloria le acompañaba siempre con gozo; mas en aquel día sintió frío en el corazón y un extraño ímpetu rebelde. Unióse, sin embargo, con sumisión y cariño al bendito prelado; mas al entrar en el templo, renovóse en su alma el terror, porque aquellas piedras bárbaramente blanqueadas no la dejaban respirar, oprimiéndola con su peso.
Cuando D. Angel salió al altar, Gloria evocó todas las fuerzas de su alma, su piedad y su fe, y no en vano, porque siendo D. Angel un santo, la impiedad no era posible en su presencia. La turbada doncella luchaba con las dolorosas repugnancias que surgían en su espíritu, débiles aún, pero que crecían enroscándose, como las culebras al salir del nido; y cuando vió que los dedos del anciano alzaban la hostia, en su pecho se elevó una á manera de ola que fué creciendo, creciendo, hasta caer como catarata, y entonces Gloria se deshizo en lágrimas y dijo:
—Señor, Señor, yo también sabré padecer y morir.
Don Juan de Lantigua, que observaba bien cuando quería observar, y por aquellos días había dado un poco de la mano á sus tareas literarias, notó que en su hija ocurría algo. Meditó en ello, y como la sospecha es hermana de la cavilación, dióse á hacer juicios más ó menos temerarios, pero sin pensar nada contrario á la honestidad de la joven, porque esto, dicho sea en honor de ambos, no le cabía en la cabeza. Sus sospechas y recelo versaban sobre otro orden de cosas.
—Gloria—decía D. Juan á su hermano una mañana en el cuarto de éste,—no está tranquila. Algo pasa en su espíritu. Le he oído frases y reticencias que indican gran trastorno en sus ideas religiosas. Su imaginación es viva, y su entendimiento, inclinado á remontarse sin guía, es susceptible de caer en grandes errores. Además, temo mucho á su sensibilidad.
Gloria entró.
—Hija mía—dijo su padre.—Otros años has recibido á Dios el día de Santiago. ¿Hace mucho que no cumples el precepto?
—Desde Pascua—repuso ella, palideciendo.
—¡Oh! es mucho, mucho tiempo—dijo Su Ilustrísima con bondad, dejando caer ambas manos sobre los brazos del sillón en que estaba sentado.
—¿Por qué no confiesas hoy ó mañana—manifestó D. Juan afectando indiferencia,—para que puedas comulgar el día de Santiago? Mira: se me ocurre que yo debo hacer lo mismo, y esta tarde confesaré. Juntos recibiremos á Su Divina Majestad.
—Mi confesor, el padre Poquito, no está ahora en Ficóbriga—dijo Gloria.
—¿Eso qué importa, tonta? Antes confesabas con tu tío.
—Sí, cuando era niña.
—¿Y ahora, por qué no?
—Ven acá, mansa ovejuela—dijo D. Angel sonriendo.—¿Tienes vergüenza? Ya se ve... con esos pecadazos tan tremendos...
—Pues me retiro—dijo D. Juan, á tiempo que su hermano extendía amorosamente el brazo derecho para agasajar con paternal cariño á la penitente.
Gloria no pudo decir una palabra. Desfallecía. Cayó de rodillas, y D. Angel le rodeó el cuello con su brazo, diciendo:
—Vamos á ver, hija mía.
Silencio: la confesión de un alma ha empezado. Ante acto tan solemne, el más hermoso que existe en religión alguna, el narrador calla. Nadie tiene derecho á inmiscuir su atención irreverente en este diálogo del alma con Dios. Lector, cierra el libro y espera.