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Gloria: XXIV. Las leñadoras de Ficóbriga.

Gloria
XXIV. Las leñadoras de Ficóbriga.
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. PRIMERA PARTE
    1. I. Arriba el telón.
    2. II. Gloria y su papá.
    3. III. Gloria no espera un novio, sino un obispo.
    4. IV. El Sr. de Lantigua.—Sus ideas.
    5. V. Cómo educó á su hija.
    6. VI. Cómo se explicaba la niña.
    7. VII. Los amores de Gloria.
    8. VIII. Un pretendiente.
    9. IX. Recepción, discurso, presentación.
    10. X. D. Angel de Lantigua, obispo de ***.
    11. XI. Un asunto grave.
    12. XII. El otro.
    13. XIII. Llueve.
    14. XIV. El otro está cerca.
    15. XV. Va á llegar.
    16. XVI. Ya llegó.
    17. XVII. El vapor «Plantagenet.»
    18. XVIII. El cura de Ficóbriga.
    19. XIX. El náufrago.
    20. XX. El santo proyecto de Su Ilustrísima.
    21. XXI. Sepulcro blanqueado.
    22. XXII. La respuesta de Gloria.
    23. XXIII. Dos opiniones sobre el país más religioso del mundo.
    24. XXIV. Una obra de caridad.
    25. XXV. Otra.
    26. XXVI. El ángel rebelde.
    27. XXVII. Se va.
    28. XXVIII. Vuelve.
    29. XXIX. Se fué.
    30. XXX. Pecadora y hereje.
    31. XXXI. Pausa. El conflicto parece resolverse y tan sólo se aplaza.
    32. XXXII. Los cazadores de votos.
    33. XXXIII. Agape.
    34. XXXIV. En el puente de Judas.
    35. XXXV. Los juicios de Dios, abismo grande.
    36. XXXVI. ¡Qué horrible tiempo!
    37. XXXVII. Al fin se supo.
    38. XXXVIII. Job.
    39. XXXIX. El rayo.
  4. SEGUNDA PARTE
    1. I. Serafinita y D. Buenaventura de Lantigua.
    2. II. Lo que dijeron.
    3. III. Cosas que se ignoran y otras que se saben y deben decirse.
    4. IV. Las amigas del Salvador.
    5. V. Realismo.
    6. VI. Domingo de Ramos.
    7. VII. Tía y sobrina.
    8. VIII. El Salvador en la calle.
    9. IX. El Maldito.
    10. X. Hospitalidad á medias.
    11. XI. Dieciocho siglos de antipatía.
    12. XII. La fórmula de D. Buenaventura.
    13. XIII. El secreto.
    14. XIV. Casa.
    15. XV. ¿A dónde va? ¿A dónde ha ido?
    16. XVI. Prisionera.
    17. XVII. Declaración.
    18. XVIII. Pasión, sacrificio, muerte.
    19. XIX. Espinas, clavos, azotes, cruz.
    20. XX. ¿Qué haré?
    21. XXI. Jueves Santo.
    22. XXII. Esperanza de salvación.
    23. XXIII. Los viajeros.
    24. XXIV. Las leñadoras de Ficóbriga.
    25. XXV. Todo marcha á pedir de boca.
    26. XXVI. Madama Esther.
    27. XXVII. La madre y el hijo.
    28. XXVIII. Delirio. Fanatismo.
    29. XXIX. El catecúmeno.
    30. XXX. La visión del hombre sobre las aguas.
    31. XXXI. Mater amabilis.
    32. XXXII. Pascua de Resurrección.
    33. XXXIII. Todo acabó.
  5. Autor
  6. Otros textos
  7. CoverPage

XXIV. Las leñadoras de Ficóbriga.

Cuando Isidorita la del Rebenque vió entrar á aquella señora tan apersonada, tan guapa, tan seria, con tan peregrina elegancia vestida; cuando vió que era seguida de otra mujer menos hermosa, que no parecía ama, pero tampoco criada; cuando vió que tras el coche ocupado por ellas vino un segundo vehículo con equipajes, y que todo esto, mujeres y baules, se aposentaba en su casa, divisó un dorado horizonte de libras esterlinas; y no pudiendo resistir el gozo que de su espíritu se amparaba por aquella razón, mandó llamar á sus amigas para contarles lo que ocurría, y rogarles le prestasen alguna loza y ajuar de camas.

El resto de la tarde del jueves lo pasó disponiendo el alojamiento de las dos señoras, á quienes trató con la más delicada complacencia, multiplicándose para servirlas, ponderándoles las excelentes vistas de la casa (de cuyos balcones se dominaba media Abadía, parte del cementerio y el palo de la bandera del Consistorio), preguntándoles lo que deseaban; confinando á sus chicos á lo más remoto de la casa para que no hiciesen ruído; amenazando con un palo á su esposo para que no osase importunar á las forasteras con sus sandeces; disponiendo comida, transportando muebles...

Al anochecer entró Teresita la Monja, apresurada, jadeante, sin perder por esto el brillo metálico de su faz, y al poco rato vióse llegar el abultado pecho, viéronse las morenas facciones de la Gobernadora de las armas, sudorosa y fatigada por haber seguido á la procesión en todo su trayecto.

—Esta noche no voy á las Lamentaciones—dijo Teresita quitándose el manto.—No me muevo de aquí hasta ver en qué pára esto.

—Es la madre del judío—dijo la Gobernadora.—Esa voz se ha corrido por el pueblo. No se habla de otra cosa. Dicen que viene también á convertirse.

Estaban en el comedor de la casa, y habían mandado á los chicos y al padre á las Lamentaciones para que no alborotasen.

—¿Pero esos Lantiguas, esos Lantiguas en qué están pensando?—dijo Teresita.—No quiero acordarme del escándalo de esta tarde.

—Yo me quedé muerta al verles juntos en el balcón—manifestó la Gobernadora.—Aunque una ha oído decir que se convierte...

—¡Convertirse!—exclamó Teresita en tono de rencor.—¡Qué tontas sois! ¿Creéis tal cosa? Yo no. Por Juan sé que eso de la conversión es una farsa de Venturita. Pues no faltaba más... Eso querría la mimosa, la tonta de encargo, para casarse y recobrar su honor... ¡Oh! no; cuando se han cometido ciertas faltas, es fuerza pagarlas. Si los malos fueran recompensados, ¡qué detestable ejemplo para los buenos! Nadie querría ser bueno, ¿verdad?

—¿Y ha llegado el cardenal?

—Ha llegado junto con la judía... ¡qué cosas se ven! Estos Lantiguas... Parece que se rompió por la mitad el coche de Su Eminencia... Yo digo que aquí va á pasar algo tremendo. Tú, Isidorilla, es la que vas ganando, porque entran libras esterlinas que es una bendición de Dios. ¡Ay, Jesús, que blasfemia he dicho!... El dinero de esa gente...

—Es como el de todo el mundo—dijo Isidorita en defensa de su amor propio.—No hables mal de la judía, porque es una señora muy fina, muy guapa, muy decente. ¡Si vieras qué equipajes!...

—¡Cuántos baules!

—¿Grandes?

—Como hoy y mañana. Imagínate lo más rico, lo más variado en trajes, sombreros, adornos... ¡Jesús, y qué bendición de Dios!

—¿Los has visto tú?

—No, porque no los han abierto... es decir, han abierto un poquito; pero allí deben de venir maravillas. Y la señorita que la acompaña es también muy guapetona.

—Si pudiéramos verlas...—dijo Teresita levantándose con afanosa curiosidad.

—No me comprometas, Teresa. Ahora están encerrados la madre y el hijo en el cuarto de éste. Yo me acerqué y les oí.

—¿Qué decían, qué decían?

—Cosas... así... no sé cómo expresártelo, porque hablaban en alemán ó inglés... no sé. Bartolo dijo que le parecía inglés... Yo no entendía una palabra.

—¿Pero reñían?

—Nada de eso. Hablaban al parecer cariñosamente.

—¿Y el hijo entró...?

—A poco de llegar la madre. ¡Venía el pobre con una cara!... Pasó toda la noche fuera de casa.

—Cuéntamelo á mí que le sentí entrar de madrugada en casa de Lantigua...—dijo Teresita con animación.—Y llevaba en brazos á la joya de los Lantiguas... ¡á las dos de la mañana, señoras!... Vamos, digo que esa familia... ¡pero qué familia! Y óigales usted... ¡Oh! ¡Ah!... La nobilísima, la inmaculada, la celestial familia de Lantigua, la gloria de Ficóbriga... ¡En qué mundo vivimos!

—Pues de la conversión me río yo—dijo la Gobernadora.—Esta mañana volvió él á casa de Lantigua con D. Buenaventura.

—Como que al venir aquí—dijo Isidorita,—después de pasar la noche fuera, escribió una larga carta, fué á echarla al correo, volvió, mandó un recado á D. Buenaventura, vino éste, hablaron los dos un gran rato y después se marcharon juntos á la casa.

—Yo lo que sé es que Gloria estaba mala esta mañana. Me lo dijo la Francisca... La joya de Ficóbriga estaba muy encarnada cuando salió al balcón... Ya se ve... Como anoche se descubrió la tramoya indigna de las salidas nocturnas de la niña con el hebreo... Y vaya usted á decir á estos burros de Ficóbriga que los Lantiguas no son ángeles del cielo... ¡Ah! ¡Oh! Los señores... parece que no hay en el mundo más gente formal que ellos, ni más gente rica que ellos, ni ningún santo de los altares se iguala á D. Angel, ni hay hombre más sabio que el difunto D. Juan.

—Lo mejor que puede hacer la niña es meterse en un convento—dijo la Gobernadora con enérgica convicción.

—Es claro... meterse en un convento, salir de aquí y que no volvamos á oir hablar de ella en lo que nos queda de vida... Es preciso que esa mujer que es el escándalo de Ficóbriga se marche de aquí... ¡Qué ejemplo para la juventud, para las muchachas tiernas y honestas de este honrado pueblo! Yo me horripilo cuando oigo á mis sobrinas hablar de la desgracia de la señorita Gloria, y que es una lástima que la señorita Gloria se haya perdido, de lo guapa que es la señorita Gloria, de las modas que usaba la señorita Gloria, y de las limosnas que hacía la señorita Gloria.

—No hay duda de que es un escándalo.

—Si se casa con el convertido, ¿apostamos á que sigue viviendo en Ficóbriga?

—No lo quiero pensar... Pues qué, ¿no hay más que rehabilitarse?... Esta villa se escandalizará y con razón. Pues no faltaba más. La joya ha tenido un niño. Eso bien lo sabemos todas...

—¿Y dónde está?

—En una aldea. Yo lo he de averiguar. Ya lo tengo medio averiguado. Vaya, que los Lantiguas saben ocultar muy bien sus secretos, es decir, cuando son vergonzosos, porque si se trata de alguna limosna, ya la cacarean bien. Hasta los periódicos de Madrid han de traer un parrafito. Ya sabemos que D. Silvestre es el que manda á los papeles de la Corte esas recetas. No sé por qué no puso: «En la noche del tantos de tal mes la señorita doña Gloria de Lantigua, alias la perla de Ficóbriga, sobrina del Eminentísimo señor Cardenal, dió á luz un niño robusto, aunque sietemesino, hijo de padre desconocido, aunque se supone que será de un judío á quien escupió el mar en Ficóbriga, y fué aposentado en casa de Lantigua para edificación de los cristianos.»

Las dos amigas soltaron la risa.

Siguieron hablando. Sus lenguas eran tres hachas y ellas tres implacables leñadoras. Hallábanse en lo más sabroso de su sabrosísimo chismear, cuando entró Sansón á decir al ama de la casa que la señora de Morton quería hablarle. Partió con oficiosa diligencia Isidorita después de quitarse el delantal de cocina para presentarse decentemente, y halló á la madre, al hijo y á la señorita de compañía sentados alrededor de una mesa en que había periódicos ingleses. La actitud de Daniel era tranquila, si bien conservaba en su fisonomía huellas de profundísimo dolor y tristeza. En cambio, la madre parecía completamente felíz por la presencia de su hijo, y le observaba con interés y amor. La señorita de compañía no decía nada, ni en la casa de la del Rebenque quedó memoria de su metal de voz. Era una figura decorativa que, por lo delicada y vaporosa, hacía contraste con la ruda corpulencia de Sansón.

Isidorita llegó sonriente y deshaciéndose en cumplidos ante la persona majestuosa de Esther, que así se llamaba la madre de nuestro héroe. Esta le rogó amablemente que se sentase (á lo cual no quiso acceder la patrona) y después le dió algunas órdenes relativas á lo que deseaban tomar aquella noche.

—Otro favor espero de usted—añadió con bondad.—Mi hijo está malo. No quiero dejarle solo esta noche. Si usted dispone que me pongan mi cama en este cuarto, se lo agradeceré.

—Con mil amores, señora. Pues no faltaba más. En cuanto venga Bartolomé traeremos la cama... porque es algo pesada. Como que es toda de hierro, inglesa, sí señora, inglesa. ¿Qué más?

—Nada más por ahora. No quiero entretener á usted, que tendrá quehaceres.

—¡Oh! no señora. No hacía nada. Estaba hablando con mis amigas.

Esther sintió gran curiosidad, y de buena gana habría preguntado: «¿Qué amigas son esas?» Felizmente, Isidorita, que entonces como siempre tenía ganas de hablar más de la cuenta, haciendo alarde de sus buenas relaciones, dijo:

—Mis amigas... mi cuñada Teresa, esposa del alcalde de Ficóbriga y persona de elevadísima posición, y la señora del Gobernador de las armas.

—¡Ah—dijo Esther con viveza,—la señora del alcalde!... Mi hijo me ha dicho que al señor alcalde de Ficóbriga debe este alojamiento donde se halla tan bien tratado.

—Gracias, señora...

—Deseo conocer al señor alcalde y á su esposa—añadió Esther.

—Teresa tendrá mucho gusto en ello, señora. Voy á avisarle.

Esther pasó á la sala que cerca estaba, mientras Isidorita corría desalada á avisar á sus amigas y especialmente á Teresita.

—No te importe que no sea cristiana—le dijo hablando con celeridad suma.—Es una señora muy simpática y muy afable... ¡Ya se ve! Llega á esta población, y le gusta tratar con lo mejor. Desde que supo que eras alcaldesa, deseó conocerte... ¡Es natural!... Los extranjeros son muy respetuosos con la autoridad... Puede que haya oído hablar de tí, mujer...

—La veremos—dijo Teresita arreglándose el manto, pasándose la mano por la cara, poniendo orden en sus cabellos con febril presteza.—La religión no nos manda que seamos groseros... Vamos corriendito... Vamos... ¡Ya se ve! Es una señora principal, que gusta de hacerse buenas relaciones en todas partes.

La cara de Teresita brillaba más entonces. Aquel lustre metálico era el síntoma de las agitaciones de su alma, lo mismo que el aumento de palidéz, y un cierto temblor en sus párpados, que se abrían y cerraban semejando las llaves de un figle.

Corrieron á la sala. La Gobernadora y la Monja hicieron á madama Esther (así se la llamó en Ficóbriga desde aquel día) saludos muy reverenciosos. Hallábanse ambas bastante cohibidas y no podían expresarse con desembarazo. La madre de Daniel les dió la mano, sonriendo con exquisita afabilidad, y las tres se sentaron.

—Pido á ustedes mil perdones por esta molestia—dijo Esther.—Soy forastera y siempre que visito una población, procuro relacionarme con las personas más principales de ella, para ofrecerles mis respetos. En ninguna parte ha sido estorbo para esto la diferencia de religión, y espero que aquí no lo será tampoco.

—¡Oh! no señora, de ningún modo. Las creencias son una cosa y la cortesía otra—repuso Teresita recobrando su serenidad y su labia.

La Gobernadora movió la cabeza en señal de asentimiento.

—Al oir á nuestra amiga, la buena Isidorita, que usted era la señora del alcalde, recordé lo que me había dicho poco antes mi hijo... Está muy agradecido á su esposo de usted...

—¡Ah! señora. Mi Juan, al proporcionarle alojamiento—repuso Teresita, haciendo los mayores esfuerzos para aparecer muy fina y dulcificar mucho sus palabras,—no hizo más que cumplir con los deberes de su elevado cargo.

—Yo le agradezco mucho su solicitud—añadió Esther,—y quiero darle las gracias personalmente.

—El vendrá...

—No, espero de usted que me hará el favor de recibirme en su casa, á donde iré mañana mismo.

—Tanto honor...

—El honor será mío al visitarla á usted y á su señor esposo en su propio domicilio. Además, ya he dicho á usted que me gusta relacionarme con las personas principales de una población. Lo mismo he hecho en Roma, Colonia, Munich, San Petersburgo... Esto me ha proporcionado preciosas amistades en todos los países.

—En Ficóbriga, señora mía—afirmó Teresita,—hallará usted una sociedad escogida, aunque modesta.

La Gobernadora demostró con sus movimientos de cabeza que estaba penetrada de aquella verdad; pero no dijo nada. Hablóse luégo de cosas indiferentes, del tiempo, de la primavera; de las cosechas y frutos del país. A los veinte minutos de visita, Teresita y su amiga se levantaron para retirarse, diciendo que no querían molestar, porque madama Esther necesitaría descanso. Esta las convidó á tomar té; pero ellas amablemente se excusaron, y despidiéndose, internáronse en la casa.

La algazara de las tres mujeres cuando se hallaron solas á puerta cerrada en el comedor no puede describirse. Teresita echó atrás su manto, porque la vanidad, tomando forma de incendio en su interior, la sofocaba.

—¡Qué afable y discreta señora!

—¿Quién diría que no es cristiana?

—Mañana irá á mi casa. Necesito preparar á Juan, no sea que cometa una gansada... No se debe llevar el puntillo de religión á tales extremos. ¡Qué tontería! Una persona puede tener sus creencias allá como Dios le da á entender, y ser buena y amable... No vamos á tirar piedras por la fe... Sería una falta de civilización... Bien dicen que este país está muy atrasado.

—Teresa—dijo la Gobernadora.—¿Viste el brillante que lleva en el dedo de la mano derecha?

—Sí, hija, es como una castaña. ¡Y qué luces! Si parece un faro. Así los tendrá ella por docenas y las perlas por almudes.

—Como que dicen que posee esta gente tantos duros como horas han pasado desde que Dios hizo el mundo... De veras te digo que me ha gustado esta señora. Bien dice Bartolomé que en todas las religiones se sirve al Señor... Sabe Dios lo que tendrán ellos en su conciencia... Puede que sean cristianos y no lo quieran decir por no dar su brazo á torcer.

—Yo me lo figuro así.

—También yo.

—Es natural que quiera conocer á las personas principales de todo pueblo que visita—dijo Teresita, cuya cara brillaba ya como un botón de guardia civil en día de gala.—En seguida que oyó hablar de la señora del alcalde... Era natural... Hé aquí una señora inteligente que en cuanto llega á un pueblo, atisba á las personas formales... Vamos, gracias á Dios que llega á Ficóbriga un forastero y no pregunta por la casa de Lantigua, exclamando: «¡Oh! ¡los Lantiguas!...» ¡Gracias á Dios que no se nombra para nada á los virtuosos, á los sabios, á los ilustres Lantiguas!... Voy corriendo á casa... Pensaba alcanzar un pedacito de Lamentaciones; pero ¿quién piensa en eso esta noche? Es preciso preparar todo... Mi casa no es una choza, y esperando yo una visita de importancia... Ya no te puedo prestar la vajilla, Isidora.

—Pues qué ¿vas á darle un convite?

—No; pero bueno es que la loza esté allí, en alguna parte donde se vea... Juan mandará que los dos alguaciles se pongan en la puerta... y la pareja de guardia civil... Adiós, adiós.

—Yo me estaré en tu casa todo el día—dijo la Gobernadora.

—Mandaré á buscar á mis sobrinas... En fin, adiós... Me desespera tener una casa tan vieja. Compre usted buenos muebles... Todo se desluce en aquel caserón. Si yo tuviera el palacio de Lantigua, como es justo y razonable... En fin, adiós, adiós.

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XXV. Todo marcha á pedir de boca.
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