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Gloria: XXVI. El ángel rebelde.

Gloria
XXVI. El ángel rebelde.
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. PRIMERA PARTE
    1. I. Arriba el telón.
    2. II. Gloria y su papá.
    3. III. Gloria no espera un novio, sino un obispo.
    4. IV. El Sr. de Lantigua.—Sus ideas.
    5. V. Cómo educó á su hija.
    6. VI. Cómo se explicaba la niña.
    7. VII. Los amores de Gloria.
    8. VIII. Un pretendiente.
    9. IX. Recepción, discurso, presentación.
    10. X. D. Angel de Lantigua, obispo de ***.
    11. XI. Un asunto grave.
    12. XII. El otro.
    13. XIII. Llueve.
    14. XIV. El otro está cerca.
    15. XV. Va á llegar.
    16. XVI. Ya llegó.
    17. XVII. El vapor «Plantagenet.»
    18. XVIII. El cura de Ficóbriga.
    19. XIX. El náufrago.
    20. XX. El santo proyecto de Su Ilustrísima.
    21. XXI. Sepulcro blanqueado.
    22. XXII. La respuesta de Gloria.
    23. XXIII. Dos opiniones sobre el país más religioso del mundo.
    24. XXIV. Una obra de caridad.
    25. XXV. Otra.
    26. XXVI. El ángel rebelde.
    27. XXVII. Se va.
    28. XXVIII. Vuelve.
    29. XXIX. Se fué.
    30. XXX. Pecadora y hereje.
    31. XXXI. Pausa. El conflicto parece resolverse y tan sólo se aplaza.
    32. XXXII. Los cazadores de votos.
    33. XXXIII. Agape.
    34. XXXIV. En el puente de Judas.
    35. XXXV. Los juicios de Dios, abismo grande.
    36. XXXVI. ¡Qué horrible tiempo!
    37. XXXVII. Al fin se supo.
    38. XXXVIII. Job.
    39. XXXIX. El rayo.
  4. SEGUNDA PARTE
    1. I. Serafinita y D. Buenaventura de Lantigua.
    2. II. Lo que dijeron.
    3. III. Cosas que se ignoran y otras que se saben y deben decirse.
    4. IV. Las amigas del Salvador.
    5. V. Realismo.
    6. VI. Domingo de Ramos.
    7. VII. Tía y sobrina.
    8. VIII. El Salvador en la calle.
    9. IX. El Maldito.
    10. X. Hospitalidad á medias.
    11. XI. Dieciocho siglos de antipatía.
    12. XII. La fórmula de D. Buenaventura.
    13. XIII. El secreto.
    14. XIV. Casa.
    15. XV. ¿A dónde va? ¿A dónde ha ido?
    16. XVI. Prisionera.
    17. XVII. Declaración.
    18. XVIII. Pasión, sacrificio, muerte.
    19. XIX. Espinas, clavos, azotes, cruz.
    20. XX. ¿Qué haré?
    21. XXI. Jueves Santo.
    22. XXII. Esperanza de salvación.
    23. XXIII. Los viajeros.
    24. XXIV. Las leñadoras de Ficóbriga.
    25. XXV. Todo marcha á pedir de boca.
    26. XXVI. Madama Esther.
    27. XXVII. La madre y el hijo.
    28. XXVIII. Delirio. Fanatismo.
    29. XXIX. El catecúmeno.
    30. XXX. La visión del hombre sobre las aguas.
    31. XXXI. Mater amabilis.
    32. XXXII. Pascua de Resurrección.
    33. XXXIII. Todo acabó.
  5. Autor
  6. Otros textos
  7. CoverPage

XXVI. El ángel rebelde.

Por las noches, después de la cena que recrea y enamora, se rezaba el rosario en el comedor, con la puerta del jardín abierta si el tiempo era bueno. Durante este acto piadoso, Morton salía fuera, pero permanecía sentado en el jardín con la cabeza descubierta.

Tras la cena venía un poco de grata tertulia, y luégo cada cual iba á su cuarto. Gloria subía la última. Poco después, todo era silencio, y envuelta en sombras de sosiego, la casa dormía, tranquila y callada como el justo.

Pero en la habitación de la esquina velaba el pensamiento y seguían abiertos, fijos en la obscuridad, los ojos de Gloria. El ruído de una cercana fuente, el canto de los sapos y á veces el amoroso silbo del viento, formaban en torno al cerebro de la joven despierta un ritmo extraño que favorecía la actividad de su imaginación. De su brazo derecho hacía una aureola, dentro de la cual metía la cabeza, escondiendo el rostro como lo esconde el pájaro bajo el ala; y sola allí, sin más testigo que Dios, abría de par en par las puertas de su corazón para que á borbotones saliese la llama que en él ardía; soltaba los diques al pensamiento para que sin detenerse corriese fuera. Así pasaba largas horas de la noche, primero inmóvil, inquieta después á causa del febril insomnio, hasta que la vencía el sueño ya cercano el amanecer, y sobre el lecho tranquilo, flotaba su respiración.

Una de aquellas noches, cuando mató la luz y se escondió entre sus alas, hablaba así:

—Hoy me dijo: «Yo he nacido con mala estrella, Gloria, y preveo desgracias. El corazón me anuncia que no llegaremos al complemento de nuestro destino. ¿Tienes tú confianza?...» Yo le respondí: «Confío en Dios...» Y él dijo tristemente: «Muchas veces se le llama y no responde, y otras muchas permite que los conflictos del corazón sean resueltos por las maldades de los hombres...» ¿Qué quiso decir? ¡Dios mío, yo dudo; soy felíz y estoy llena de zozobras, espero y temo! No ceso de pensar en las florecillas de los prados, tan bonitas y tan felices, pero que, según me parece á mí, han de estar siempre medrosas y temblando, no sea que las pise la planta del buey que ven acercarse... Yo tiemblo, yo veo llegar el pesado pié del buey...

»Hoy, cuando salió á pasear á caballo, ¡tardaba tanto!... yo creí que no volvería más, y una nube negra se asentó sobre mi corazón, oprimiéndolo. Cuando le ví aparecer, cuando sentí las herraduras del animal sobre las piedras del patio viejo, me parece que todo se iluminaba. Yo no sé lo que es esto. ¡Qué cosa tan extraña! Recuerdo que cuando he tenido épocas de estar muy triste, por ejemplo, cuando murieron mis hermanitos, todo se revestía de mi pena. Los árboles y las casas y el cielo, Francisca, mi padre, mi cuarto, mi vestido, el jardín, la escalera, la vajilla del comedor, la jaula del pájaro, las magnolias, el camino, los palos del telégrafo, el reloj de la Abadía, las nubes, los barcos, Germán, Caifás, el cura, mi dedal, la esfera, los prados, las teclas del piano, todo, todo estaba vestido de mi tristeza. Ahora todo está vestido de él.

»Hace diez días me dijo lo que ya presagiaba mi corazón... Hace seis que me exigió una respuesta. Bien claro debía conocer, al dirigirme la palabra, que el alma se me estaba saliendo por los ojos. Muchos días hemos estado diciendo discreteos que en mí eran verdaderas simplezas. Al fin no hemos podido disimular más, y las palabras, lo mismo que entra la luz por una puerta cuando la abren, se me han arrojado fuera de la boca, y le he dicho que le quiero con toda mi vida. No me avergüenzo de ello, y mi conciencia sigue tranquila. Dios está conmigo, lo siento, lo conozco. Veo la mano inmensa que traza en mi interior la cruz, bendiciéndome.

»Gloria, me ha dicho, maldito sea yo, malditos mi padre y mi madre, si no te adoro. Mi corazón te adivinaba hace tiempo. Cuando te ví no me pareció verte sino hallarte.» ¡Ay! Mi corazón le aguardaba también como al hermano que se ha ido para volver.

»Ni una sola palabra ha salido de sus labios que no sea de mi agrado. Ni un solo movimiento he visto en él que no me enamore más. Su persona es perfecta, su corazón lleno de bondades que nunca se agotan, su entendimiento como el sol que todo lo alumbra, su genio suave y dulce que jamás ofende, sus palabras delicadas. Me adora y le adoro... Pues bien, yo pregunto al cielo y á la tierra, á los hombres y á Dios: «¿Por qué este hombre no ha de ser mi marido? ¿Por qué no ha de estar unido á mí, siendo los dos uno solo en la vida usual, como somos uno en la del espíritu, y lo seremos siempre, sin que nada ni nadie lo pueda impedir?... A ver, ¿por qué? respóndanme, ¿por qué?»

Como nadie le respondía, Gloria se daba á sí misma la contestación diciendo, cual si no estuviera sola: «Mi esposo serás.»

Pero otra noche se expresaba en tono distinto, diciendo:

—Aquello que sólo existe para el bien, aquello que viene de Dios, aquello que es la necesidad primera y la luz del alma, la religión, es hoy para mí fuente de amargura. Entre los dos cae el filo de una espada terrible. Nadie puede resolver esto, nadie puede hacer polvo esta muralla que se nos pone en medio, y en la cual se hieren desgarrados nuestros brazos cuando queremos juntarnos para siempre.

»Conozco á mi padre. Es una roca. Malditos sean Martín Lutero, la Reforma, Felipe II, Guillermo de Orange, el Elector de no sé dónde, la paz de Westfalia, la revolución de no sé cuántos, el Syllabus, todo eso de que ha hablado papá esta noche... Hé aquí que ataja nuestros pasos y corta el hilo de vida que nos une, no Dios, autor de los corazones, de la virtud y el amor, sino los hombres que con sus disputas, sus rencores, sus envidias, sus ambiciones, han dividido las creencias, destruyendo la obra de Jesús, que á todos quiso reunirlos. No sé cómo hay alma honrada que lea un libro de historia, laguna de pestilencia llena de fango, sangre, lágrimas. Quisiera que todo se olvidase, que todos esos libros de caballerías fuesen arrojados al fuego, para que lo pasado no gobernara lo presente, y murieran para siempre diferencias de forma y de palabras.

»Yo pregunto: ¿No es él bueno, no practica la ley de Dios? ¿Le querría yo si así no fuera? ¿No tiene un alma privilegiada? ¿Qué le diferencia de mí? Nada, un nombre vano, una palabrota inventada por los malvados para encubrir sus rencores. ¡Ay! Los que se aman son de una misma religión. Los que se aman no pueden tener religión distinta, y si la tienen, su amor les bautiza en un mismo Jordán. Quédense las sectas distintas para los que se aborrecen. Mirándolo bien, veo dos religiones, la de los buenos y la de los malos. ¡Concebir yo que Daniel no está con Jesús, concebir yo que Daniel no es de la religión de los buenos... eso no puede ser!

»Pero si digo esto mañana á la luz del día se reirán de mí. ¡Oh! ¡Dios poderoso, yo lo veo tan claro como la luz, como tu existencia, como la mía, y no puedo decirlo sin pasar por tonta á los ojos de tanto sabio!»

Y cuando esto pensaba, aquella voz secreta de su alma que otras veces le daba consejos de orgullo, decíale ahora: «Levántate, no temas. Tu entendimiento es grande y poderoso. Abandona esa sumisión embrutecedora, abandona la pusilanimidad que te ha oprimido, y haz cara á las preocupaciones, á los errores, á las ideas falsas donde quiera que se hallen. Tú puedes mucho. Eres grande; no te empeñes en ser chica. Tú puedes volar hasta los astros; no te arrastres por la tierra.»

Gloria, oyendo esto, decía:

—Sí, sí. Yo sé más que mi padre, yo sé más que mi tío. Les oigo hablar, hablar mucho con el sabio lenguaje de los libros, y en mis adentros digo: «Con una frase sola echaría abajo toda esa balumba de palabras.» Ellos son buenos, están llenos de rectitud; pero no sienten el amor, que es el que ata y desata. Se fijan en la superficie; pero no ven el fondo. Yo, iluminada, lo veo y lo toco. No puedo equivocarme, porque una luz divina me acompaña, porque amo, porque las sombras que á ellos les obscurecen la vista, caen delante de mí. ¡Ay, si me atreviera!... Yo he sido hipócrita; yo me dejé cortar las alas y cuando me han vuelto á crecer he hecho como si no las tuviera... He afectado someter mi pensamiento al pensamiento ajeno, y reducir mi alma, encerrándola dentro de una esfera mezquina. Pero no: ¡el cielo no es del tamaño del vidrio con que se mira! Es muy grande. Yo saldré fuera de este capullo en que estoy metida, porque ha sonado la hora de que salga, y Dios me dice: «Sal, porque yo te hice para tener luz propia como el sol y no para reflejar la ajena como un charco de agua.»

Gloria vertía lágrimas ardientes, su cerebro relampagueaba, y en sus sienes vibraban las arterias como los bordones de una arpa heridos por vigorosa mano. Todo en ella gritaba:

—¡Rebélate, rebélate!... ¡Ay de tí si no te rebelas!

Y no pudiendo permanecer en molesta quietud, arrojóse del lecho para ir tentando en el vacío y adivinando con su febril mano los objetos, envueltos en profunda obscuridad.

—¿Dónde estás, Señor y Dios mío?—dijo.

Al fin puso la mano sobre el Cristo de marfil que presidía en su cuarto.

—Señor—murmuró.—¿Es posible que consientas eso? ¿Para esto valía la pena de que expiraras en esa afrentosa cruz? ¿Se ha cumplido tu ley?

Después inclinó la cabeza sobre el pecho, exhalando un gemido, y puesta la mano ante los ojos, lloró al sentir la amargura del cáliz. No tenía más que dos caminos: resignarse ó rebelarse.

Las primeras luces de la mañana, entrando por las rendijas que en las maderas de la ventana había, resbalaron sobre el hermoso cuerpo medio vestido de la enamorada doncella. A un tiempo mismo afectáronla el frío y el pudor, y se acostó temblando. Durmióse al fin.

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