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Gloria: XXI. Sepulcro blanqueado.

Gloria
XXI. Sepulcro blanqueado.
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. PRIMERA PARTE
    1. I. Arriba el telón.
    2. II. Gloria y su papá.
    3. III. Gloria no espera un novio, sino un obispo.
    4. IV. El Sr. de Lantigua.—Sus ideas.
    5. V. Cómo educó á su hija.
    6. VI. Cómo se explicaba la niña.
    7. VII. Los amores de Gloria.
    8. VIII. Un pretendiente.
    9. IX. Recepción, discurso, presentación.
    10. X. D. Angel de Lantigua, obispo de ***.
    11. XI. Un asunto grave.
    12. XII. El otro.
    13. XIII. Llueve.
    14. XIV. El otro está cerca.
    15. XV. Va á llegar.
    16. XVI. Ya llegó.
    17. XVII. El vapor «Plantagenet.»
    18. XVIII. El cura de Ficóbriga.
    19. XIX. El náufrago.
    20. XX. El santo proyecto de Su Ilustrísima.
    21. XXI. Sepulcro blanqueado.
    22. XXII. La respuesta de Gloria.
    23. XXIII. Dos opiniones sobre el país más religioso del mundo.
    24. XXIV. Una obra de caridad.
    25. XXV. Otra.
    26. XXVI. El ángel rebelde.
    27. XXVII. Se va.
    28. XXVIII. Vuelve.
    29. XXIX. Se fué.
    30. XXX. Pecadora y hereje.
    31. XXXI. Pausa. El conflicto parece resolverse y tan sólo se aplaza.
    32. XXXII. Los cazadores de votos.
    33. XXXIII. Agape.
    34. XXXIV. En el puente de Judas.
    35. XXXV. Los juicios de Dios, abismo grande.
    36. XXXVI. ¡Qué horrible tiempo!
    37. XXXVII. Al fin se supo.
    38. XXXVIII. Job.
    39. XXXIX. El rayo.
  4. SEGUNDA PARTE
    1. I. Serafinita y D. Buenaventura de Lantigua.
    2. II. Lo que dijeron.
    3. III. Cosas que se ignoran y otras que se saben y deben decirse.
    4. IV. Las amigas del Salvador.
    5. V. Realismo.
    6. VI. Domingo de Ramos.
    7. VII. Tía y sobrina.
    8. VIII. El Salvador en la calle.
    9. IX. El Maldito.
    10. X. Hospitalidad á medias.
    11. XI. Dieciocho siglos de antipatía.
    12. XII. La fórmula de D. Buenaventura.
    13. XIII. El secreto.
    14. XIV. Casa.
    15. XV. ¿A dónde va? ¿A dónde ha ido?
    16. XVI. Prisionera.
    17. XVII. Declaración.
    18. XVIII. Pasión, sacrificio, muerte.
    19. XIX. Espinas, clavos, azotes, cruz.
    20. XX. ¿Qué haré?
    21. XXI. Jueves Santo.
    22. XXII. Esperanza de salvación.
    23. XXIII. Los viajeros.
    24. XXIV. Las leñadoras de Ficóbriga.
    25. XXV. Todo marcha á pedir de boca.
    26. XXVI. Madama Esther.
    27. XXVII. La madre y el hijo.
    28. XXVIII. Delirio. Fanatismo.
    29. XXIX. El catecúmeno.
    30. XXX. La visión del hombre sobre las aguas.
    31. XXXI. Mater amabilis.
    32. XXXII. Pascua de Resurrección.
    33. XXXIII. Todo acabó.
  5. Autor
  6. Otros textos
  7. CoverPage

XXI. Sepulcro blanqueado.

Y era en verdad contraste singular que mientras su alma, como dice el salmista, escapaba al monte cual ave, estuviese su cuerpo en lugar tan rastrero como una cocina, y arremangándose los lindos brazos y poniéndose un delantal blanco, empezara á batir con ligera mano muchedumbre de claras y yemas de huevo, que en honda cacerola espumarajeaban formando bolas de fragilísimo cristal. La cuchara, que por la rauda agitación apenas se veía, levantaba amarilla nube; hervían las albuminosas claras, simulando graciosas excrecencias de ámbar y mil y mil engarzos de topacios, en cuyas facetas temblaba la luz. Después pasó aquel menjurge de una cacerola á otra, quitó á un limón toda la cáscara, picóla en menudos trocitos, revolvió con harina los huevos, sacó de un cajón unas viejecillas arrugadas y dulcísimas que en su juventud se llamaron uvas, acaparó bizcochos, apoderóse por último de un molde de hoja de lata, todo con gran presteza y pulcritud, hasta que Francisca, no pudiendo tolerar tal invasión en sus dominios, le dijo de muy mal talante:

—¿Qué haces ahí, tonta? ¿Qué comistrajo es ese?

—Tú sí que eres tonta—repuso Gloria riendo.—¡Qué entiendes tú de cocina fina, ni de pudines!

—¿Y eso para quién es?—prosiguió la respetable criada con ironía.—¿Para el perro? Niña, por Dios, que te vas á echar á perder las manos. Vete arriba, que aquí no hacen falta espantajos.

La antigua cocinera trataba á Gloria con la familiaridad de los criados que han visto nacer á todos los niños de una casa. Gloria, después de agitarse mucho, dió por terminada su tarea y abandonó la cocina, subiendo á su cuarto, donde se ocupó en arreglarse y ponerse guapa, porque la hora del almuerzo se acercaba.

Atentos á ella, entraron en la casa D. Rafael del Horro y el cura, que aquel día andaban muy entretenidos con el negocio de su viaje electoral. Subieron á saludar á D. Juan en su despacho; pero como hallaran á éste muy atareado con las cartas que escribía para varios personajes influyentes de la provincia y que nuestros dos expedicionarios habían de llevar; como además vieran al doctor Sedeño abstraído en la lectura de los periódicos políticos, tornaron al jardín.

Gloria, después de pasar revista al comedor y ver qué tal ponía la mesa Robustiana, salió al jardín. Había en éste, por la parte próxima al camino, un bosquecillo formado de altas magnolias, algunos espesos pinos y dos ó tres plátanos, los cuales sobrepujaban á toda la familia vegetal del repuesto jardín, extendiendo sus grandes ramas en tan grande espacio, que por un lado salían sobre la verja hasta fraternizar con los olmos del camino, y por otro acariciaban las ventanas de la casa. En el centro del bosquecillo había una glorieta, á la que rodeaban espesos matorrales hechos de evónymus, retamas olorosas, tamarindos, verónicas, adelfas y otros arbustos, combinados con primoroso arte. Por detrás corría un estrecho camino semicircular, obscuro, húmedo, en el cual solían verse menudos hilos de telaraña tendidos entre las ramas y en los troncos de los árboles grandes. Gloria entró por este camino. Al poco rato oyó voces y se detuvo. Su primera intención fué no hacer caso y seguir adelante. Pero oyó pronunciar su nombre, reconociendo la voz de Rafael. Este y el cura hablaban en la glorieta. No pudiendo refrenar la curiosidad, escuchó:

—Gloria es perfecta, como usted dice—hablaba el cura,—y además de perfecta es hija única de un hombre rico. Mi opinión es, amigo D. Rafael, que todo no debe ser sentimental y te amo y te adoro, sino que debe mirarse mucho al bienestar de ambos cónyuges. La pintura que usted me ha hecho de lo cara que se ha puesto la vida en esa endiablada Corte, me horripila. Dígame usted, ¿qué tal pinta la abogacía?

—Mal—repuso el joven con hastío,—después que Lantigua entregó su bufete á los pasantes, éstos han acaparado todos los negocios eclesiásticos... Sin embargo, algo se hace.

—¿Y el periodismo?

—Eso no se nombre como profesión lucrativa. Es un excelente medio para hacerse lugar en la política, única carrera de provecho para la juventud.

—Y usted la ha hecho buena—dijo hiperbólicamente el cura.—A los treinta y cuatro años... Este nene va á tragarse el mundo.

—Pero usted no sabe, amigo mío, qué compromisos, qué cargas tan atroces trae este maldito oficio en su primera época. La posición que se adquiere impone...

—¡Ajajá! Ya lo sé. Gastos atroces, ¿no es verdad? ¿Pues qué? ¿Quería usted pescar truchas á bragas enjutas?

—No... ya sé cómo se pescan.

—Por eso dicen que en Inglaterra sólo se dedican á la política los ricos—dijo el cura.—Este sistema me parece excelente.

—En España, por el contrario, es la carrera de los pobres. Y es un mal, lo conozco, pero ¡qué se va á hacer! Los pleitos no dan, amigo mío, sino á los que han empollado el bufete con el calor que les dejó en el cuerpo la silla ministerial. Los negocios exigen capital; el comercio menudo es indigno de quien ha estudiado una carrera científica; no quedan, pues, más que las armas y la política, y á mí no me gustan las armas.

—Las armas de la palabra, de la pluma, amigo mío—dijo el cura con entusiasmo.—¿Sabe usted que si alguna cosa envidio en este mundo es la gloria de usted?

—Pues tiene poco de envidiable—replicó Rafael con cierto tonillo de despreocupación que contrastaba con su habitual prosopopeya.—Yo me río á veces de mí mismo, y cuando estoy á solas en mi despacho, me digo: «parece mentira que seas tú mismo ese que pronuncia tales discursos terroríficos y escribe los artículos furiosos que entusiasman al partido.» Yo, que no soy capáz de matar una pulga ni gusto de que se moleste á nadie, predico la ruína de la sociedad actual; yo, que tengo como cada hijo de vecino mis dudillas acerca de muchas cosas que nos enseña el catecismo, aunque no de las principales, parece, según la vehemencia con que lo digo, que me quiero tragar á los que creen poco.

—¡Ah! ¡ah!—exclamó el cura riendo,—ese es mal común á toda la gente de hoy, blancos y negros. Nadie tiene fe. Hace poco hablaba yo con un señor que pasa la vida escribiendo contra los incrédulos y llevando y trayendo recados al Papa. En confianza me decía: «Sr. D. Silvestre, no hay quien me haga creer en el Infierno.» Yo me reía mucho con sus rarezas, y jamás disputábamos, porque aborrezco las disputas. Ibamos á cazar juntos. Yo le enseñaba el cartapacio de mis sermones para que les echara un vistazo... Ya se ve... Es persona de muy buen gusto y estilo, una especie de fray Luis de Granada sin hábitos y sin fe, y por lo demás sujeto apreciabilísimo, persona excelente. Usted también es de los que hablan mucho y creen poco.

—Entendámonos, señor cura. Yo creo que sin religión no hay sociedad posible. ¿A dónde llegaría el frenesí de las masas estúpidas é ignorantes, si el lazo de la religión no enfrenara sus malas pasiones?

A lo cual el cura, riendo, contestó:

—Pero en esto de creer hay algo más que un freno para contener á los ignorantes. Los ilustrados y los sabios deben acrisolar su fe con el estudio.

—Así debiera ser—dijo Rafael.—Conviene que todos contribuyamos á conservar sólida y firme esta base del edificio social. Si la religión desapareciera, los demagogos y petroleros nos declararían una guerra á muerte. Es cosa que espanta.

—Tremendo, sí.

—Por eso yo soy de opinión de que sigan las misas, los sermones, las novenas, las procesiones, las colectas y todos los demás usos y ritos que se han creado para coadyuvar á la gran obra del Estado, y rodear de garantías y seguridades á las clases pudientes é ilustradas.

—Según usted—observó el cura dando rienda suelta á su jovialidad,—las prácticas religiosas no son otra cosa que una especie de instrumento correccional contra los pillos. Pero Sr. D. Rafael de mi alma, desarrollando su sistema de usted debiéramos decir: «suprímase la religión y auméntense los presidios.»

—¡Oh! no bromee usted y tenga presente que aquí hablamos en confianza y que esto no sale de los dos. ¡Bueno andaría el mundo sin religión! ¡Benditas sean mil veces las creencias que nos legaron nuestros padres y la fe en que fuímos criados! ¡Qué dulce es la religión!... ¡Las mujeres tienen en ella tales consuelos...! Se muere una persona de la familia, madre, hermano, niño, y ellas creen que la verán después y que el difunto se está paseando por encima de las nubes, y si es niño, correteando y enredando de estrella en estrella. La religión debe existir siempre, siempre, y existirá. Además hay en ella muchas cosas que consuelan y algunas que son verdades irrecusables.

—Todas; que no algunas, como usted dice, lo son—dijo el cura afectando cierta gravedad.—Si yo tuviera á mano mis libros ó recordara fácilmente lo mucho y bueno que en ellos he leído, le probaría á usted que todo, todo lo que la religión sostiene es verdad, y todo sirve de gran consuelo al ignorante y al sabio, al pobre y al rico. Pero tengo una memoria perversa, y con mis ocupaciones de cada día no me acuerdo de nada.

—¡Oh! yo he leído bastante, y por mi parte no puedo acusarme de haber hecho daño alguno á la Iglesia ni á las personas eclesiásticas. Por el contrario, en mis discursos, en las conversaciones privadas con mis amigos políticos, siempre he dicho: «Señores, la religión antes que todo. No quitemos al pueblo ese freno moral... Conviene, pues, que la Iglesia esté de nuestra parte. Es el gran auxiliar del Estado, y hay que tenerla contenta. ¿Pide seis? pues darle ocho...» Aborrezco á esos que se llaman filósofos y libre pensadores y que se ponen á gritar en las asambleas y en los clubs, haciendo ver que la Iglesia es esto y lo otro. Yo les digo: Señores, en el fondo casi estamos conformes. ¿Cómo puede negarse que muchas de las cosas que nos quieren hacer creer, no andan muy acordes con el sentido común? Pero ¿hay necesidad de subirse encima de una silla y decirlo á todo el mundo? El pueblo ignorante no lo entiende, y al oir á ustedes, cree que le están permitidos el robo y el asesinato. Hay que mirarse bien antes de propagar ciertas doctrinas... Por esto soy enemigo de esos charlatanes, y en mi humilde esfera defiendo con la palabra y con la pluma las creencias religiosas, la doctrina toda de la Iglesia católica, el culto y el clero, venerandas instituciones sobre las cuales descansa el orden social; defiendo la fe de nuestros padres, las prácticas sencillas, las oraciones que nos enseñó nuestra madre en la cuna, todo eso, en fin, tan fácil de aprender y tan bonito... porque la religión es bonita. Yo he estado en Roma, he visto muchas ceremonias en San Pedro. ¡Ah, Sr. D. Silvestre! Es cosa que entusiasma... ¿Pues y las procesiones de Sevilla?... Todo esto debe conservarse.

—Todo esto debe conservarse; pero lo que importa principalmente es la fe, y si ésta no se conserva...

—Sí, también, también. Todos debemos trabajar para que crean los demás, para difundir los dones del Espíritu Santo, para que se mantenga incólume la fe de nuestros padres... ¡Oh, la fe de nuestros padres!

—Usted, Rafael, pertenece á la escuela de los que defienden la religión por egoísmo, es decir, porque les cuida sus intereses. Ven en ella una especie de guardería rural, y dicen: «La religión es muy buena: debe creerse: verdad es que yo no creo; pero crean los demás para que tengan miedo á Dios y no me hagan daño.» En tanto no se cuidan de los altos fines religiosos ni de la vida eterna.

—¡La vida eterna!—dijo D. Rafael del Horro.—Aquí está la gran cuestión. ¡Admirable idea para que la sociedad no se desborde!

—¿No cree usted en ella?

—Sí; forzosamente ha de haber alguna otra cosa después del morir... porque no debe acabarse uno sin más ni más... Pero digo yo: si después que expiremos resulta que no hay nada de lo dicho, y caemos en profundísimo sueño, ¡que chasco, amigo Romero! Y la verdad es que por mucho que uno piense, no puede limpiarse de dudas. Francamente, eso de que lo que no es ni sombra, ni aliento, ni rayo, en suma, lo que no es nada, siga viviendo después del hoyo, y nos manden al Cielo ó al Infierno... ¡Ah! lo que es esto... No hay quien me haga creer en el Infierno. ¿Es posible que usted me sostenga que hay un pozo lleno de fuego donde caen los que han hecho picardías? Vamos, yo creo que la misma Iglesia ha de tener que transigir al fin diciendo que eso del Infierno es... cualquier cosa, nada entre dos platos... ¿Pues y la vida eterna y el paraíso? En fin, se aturde uno al pensar en ello, y más vale dejarlo á un lado.

—Vive Dios—exclamó con vehemencia don Silvestre Romero dándose fuerte porrazo en la rodilla con la palma de su mano de oso,—que si yo recordara lo que he leído en mis libros, le contestaría á usted punto por punto á todas esas cuestiones, dejándole tan convencido de que hay alma, de que hay Infierno, de que hay Cielo, como de que ahora es día; pero tengo una memoria infame; leo hoy una cosa y mañana se me olvida. Luégo mis ocupaciones... figúrese usted que este ir y venir al Soto y á la playa há tiempo que no me permite abrir un libro. ¡Vaya con el don Rafael, qué ideas tiene! Cáspita, no se ha de decir esto á los electores, porque entonces... Al contrario, todo ha de ser religión y más religión. A este son les hemos tocado siempre, y á este son bailan que es una maravilla.

—Bailarán también ahora—dijo del Horro sonriendo;—por cierto, Sr. D. Silvestre, que si no nos vamos hoy, me parece que llegaremos tarde.

—Tenemos tiempo de sobra. Esta noche llegamos á Villamojada, vemos á los amigos; pasado mañana á Medio-Valle, vemos á los amigos... Todo se reduce á pasar de pueblo en pueblo y á ver amigos. Fíese usted de mí, hombre. En todo lo que sea de los Madriles y de la política gorda, puede discurrir y quebrarse la cabeza; pero en esta tierra y en elecciones, déjeme usted á mí y cállese y estése quieto. Cada uno en su elemento.

—No me falta confianza, señor cura Caraculiambro—dijo Rafael dando una gran palmada en el hombro del gigante clérigo.—¡Oh! si todos los negocios que he traído á este Ficóbriga de mil demonios fueran tan bien como el de mi elección...

—¡Ah! ¿Lo dice usted por la señorita de Lantigua? ¡Qué bocado de ángeles!... Usted tiene la culpa de que este pez no haya picado...

—¡Si Gloria no me quiere, ni parece inclinarse á quererme nunca...!

—Ya; después de casada ya la enderezaría yo—afirmó el cura.—Ello es que usted ha puesto su asunto en manos de D. Juan, y éste con las finuras y tiquis-miquis que usa lo habrá echado á perder. Si yo fuera D. Juan, saldría del paso diciendo: «Niña; á casarse, y chitón.»

—A mí nadie me quita de la cabeza que Gloria tiene algún novio en Ficóbriga—dijo Rafael pensativo.

—Lo que es eso... Yo sostengo que esta niña, á pesar de su viveza y de sus ojos que echan lumbre, es un hielo.

—Qué sé yo, qué sé yo...—indicó el joven campeón de Cristo mirando fijamente al suelo y pronunciando con mucha lentitud palabra tras palabra;—le digo á usted que esa niña me tiene ya hasta la corona.

Gloria no quiso oir más y se retiró.

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