XIX. El náufrago.
Le asistieron con grande solicitud; le acostaron; vino D. Nicomedes, médico titular de Ficóbriga...
—Golpes en la cabeza, que no parecen tener gravedad—dijo,—y además un poco de asfixia.
Ordenó algunos remedios caseros y que le dejasen reposar después. Hízose todo con presteza, y el enfermo, después de pronunciar algunas palabras á media voz, reposó al parecer tranquilo. Salieron de la pieza un instante y cuando volvieron á entrar, el caballero (pues indudablemente lo era) sacado de las aguas abrió los ojos, mirando á todos lados con curiosidad.
—Tranquilícese usted—dijo D. Juan.—Está usted entre amigos, bien asistido, y no carecerá de nada. El lance ha sido terrible; pero gracias á Dios, usted y sus dignos compañeros están en salvo.
El náufrago dijo algunas palabras en inglés. Miraba á un lado y otro, abriendo con gozo á la luz sus ojos azules, y examinando uno por uno los semblantes de Gloria, D. Juan y D. Angel. Los que resucitan no miran de otro modo.
—Estoy en...—murmuró en español.
—En España, en Ficóbriga, humildísimo puerto de mar, que si tuvo la desgracia de presenciar la pérdida del Plantagenet, también ha tenido la dicha de arrancar ocho hombres á la muerte.
Con acento patético y solemne dijo el náufrago:
—¡Señor, Señor nuestro! ¡cuán maravilloso es tu nombre en toda la tierra!
Y el obispo repitió el salmo en latín:
—¡Domine, Domine noster, quam admirabile est nomen tuum in universa terra!
Hubo un instante de grave silencio, en que todos los presentes sintieron su corazón palpitar con fuerza.
—¿Y qué tal se encuentra usted?
—Bien, bien—respondió el extranjero con seguro tono, poniendo la mano sobre su corazón.—Gracias.
—Aunque habla usted nuestra lengua, se me figura que es usted inglés.
—No señor; yo soy de Altona.
—¿Altona?—dijo Su Ilustrísima, poco fuerte en geografía moderna.—¿Dónde es eso?
Y al instante se acercó á un viejo mapa que de la pared colgaba.
—Es sobre el Elba, cerca de Hamburgo—manifestó D. Juan.
—Soy hamburgués de nacimiento—dijo con entera voz el enfermo,—pero mi familia es de Inglaterra. He vivido seis meses en Sevilla y Córdoba hace tres años, y ahora...
—¿Iba usted para Inglaterra?
—No le conviene mucha conversación por ahora—dijo solícitamente Su Ilustrísima.—Dejémosle descansar.
—Gracias, señores. Puedo hablar. Sí, yo iba á Inglaterra. Dios no ha querido...
Su semblante expresó viva pesadumbre.
—Tranquilidad, amigo—añadió D. Juan.—No hay que apurarse. Irá usted á su casa. ¿Tiene usted familia?
—Padres, hermanos...
—Cuide usted de reponerse. En mi casa no le faltará nada. Mi nombre es Juan de Lantigua; este es mi hermano Angel, obispo de ***, y esta señorita es mi hija Gloria. Le cuidaremos á usted lindamente. Dios nos manda consolar al triste, amparar al desvalido. Todos los días no se presenta ocasión de practicar las obras de misericordia.
El náufrago miró sucesivamente á D. Angel y á Gloria, conforme el Sr. de Lantigua se los presentaba, y después, tomando la mano de éste, la oprimió contra su pecho.
—El que sigue la misericordia—dijo,—hallará vida, justicia y gloria.
Don Angel repitió también en latín esta sentencia de Salomón.
—Ahora—dijo el Sr. de Lantigua,—descanse usted, señor... ¿Cómo es el nombre de usted?
—Daniel.
—¿Y su apellido?
—Morton.
Al decir su nombre, el extranjero añadió las más ardientes y cariñosas expresiones de gratitud. Les devoraba á todos gozosamente con los ojos, como si fueran apariciones celestiales que sucedían al horror y á las tinieblas de la muerte.
—Esto que hemos hecho—dijo D. Juan,—no merece ni alabanza ni agradecimiento. Es lo más sencillo y fácil que nos ha mandado Jesucristo... Pero usted tomará algo. Gloria, haz preparar una buena colación para este caballero. Ya comprenderás que no debe tomar cosas pesadas.