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Aves Sin Nido: Capítulo III

Aves Sin Nido
Capítulo III
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Proemio
  4. Primera parte
    1. Capítulo I
    2. Capítulo II
    3. Capítulo III
    4. Capítulo IV
    5. Capítulo V
    6. Capítulo VI
    7. Capítulo VII
    8. Capítulo VIII
    9. Capítulo IX
    10. Capítulo X
    11. Capítulo XI
    12. Capítulo XII
    13. Capítulo XIII
    14. Capítulo XIV
    15. Capítulo XV
    16. Capítulo XVI
    17. Capítulo XVII
    18. Capítulo XVIII
    19. Capítulo XIX
    20. Capítulo XX
    21. Capítulo XXI
    22. Capítulo XXII
    23. Capítulo XXIII
    24. Capítulo XXIV
    25. Capítulo XXV
    26. Capítulo XXVI
  5. Segunda parte
    1. Capítulo I
    2. Capítulo II
    3. Capítulo III
    4. Capítulo IV
    5. Capítulo V
    6. Capítulo VI
    7. Capítulo VII
    8. Capítulo VIII
    9. Capítulo IX
    10. Capítulo X
    11. Capítulo XI
    12. Capítulo XII
    13. Capítulo XIII
    14. Capítulo XIV
    15. Capítulo XV
    16. Capítulo XVI
    17. Capítulo XVII
    18. Capítulo XVIII
    19. Capítulo XIX
    20. Capítulo XX
    21. Capítulo XXI
    22. Capítulo XXII
    23. Capítulo XXIII
    24. Capítulo XXIV
    25. Capítulo XXV
    26. Capítulo XXVI
    27. Capítulo XXVII
    28. Capítulo XXVIII
    29. Capítulo XXIX
    30. Capítulo XXX
    31. Capítulo XXXI
    32. Capítulo XXXII
  6. Autor
  7. Otros textos
  8. CoverPage

Capítulo III

En las provincias donde se cría la alpaca, y es el comercio de lanas la principal fuente de riqueza, con pocas excepciones, existe la costumbre del reparto antelado que hacen los comerciantes potentados, gentes de las más acomodadas del lugar.

Para los adelantos forzosos que hacen los laneros, fijan al quintal de lana un precio tan ínfimo, que el rendimiento que ha de producir el capital empleado excede del quinientos por ciento; usura que, agregada a las extorsiones de que va acompañada, casi da la necesidad de la existencia de un infierno para esos bárbaros. Los indios propietarios de alpacas emigran de sus chozas en las épocas de reparto, para no recibir aquel dinero adelantado, que llega a ser para ellos tan maldito como las trece monedas de Judas. ¿Pero el abandono del hogar, la erraticidad en las soledades de las encumbradas montañas, los pone a salvo? No…

El cobrador, que es el mismo que hace el reparto, allana la choza, cuya cerradura endeble, en puerta hecha de vaqueta, no ofrece resistencia: deja sobre el batán el dinero, y se marcha enseguida, para volver al año siguiente con la lista ejecutoria, que es el único juez y testigo para el desventurado deudor forzoso.

Cumplido el año se presenta el cobrador con su séquito de diez o doce mestizos, a veces disfrazados de soldados; y, extrae, en romana especial con contrapesos de piedra, cincuenta libras de lana por veinticinco. Y si el indio esconde su única hacienda, si protesta y maldice, es sometido a torturas que la pluma se resiste a narrar, a pesar de pedir venia para los casos en que la tinta varíe de color.

La pastoral de uno de los más ilustrados obispos que tuvo la Iglesia peruana hace mérito de estos excesos, pero no se atrevió a hablar de las lavativas de agua fría que en algunos lugares emplean para hacer declarar a los indios que ocultan sus bienes. El indio teme aquello más aún que el ramalazo del látigo, y los inhumanos que toman por la forma el sentido de la ley, alegan que la flagelación está prohibida en el Perú, mas no la barbaridad que practican con sus hermanos nacidos en el infortunio.

¡Ah! Plegue a Dios que algún día, ejercitando su bondad, decrete la extinción de la raza indígena, que después de haber ostentado la grandeza imperial, bebe el lodo del oprobio. ¡Plegue a Dios la extinción, ya que no es posible que recupere su dignidad, ni ejercite sus derechos!

El amargo llanto y la desesperación de Marcela al pensar en la próxima llegada del cobrador eran, pues, la justa explosión angustiosa de quien veía en su presencia todo un mundo de pobreza y dolor infamante.

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