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Aves Sin Nido: Capítulo XXVI

Aves Sin Nido
Capítulo XXVI
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Proemio
  4. Primera parte
    1. Capítulo I
    2. Capítulo II
    3. Capítulo III
    4. Capítulo IV
    5. Capítulo V
    6. Capítulo VI
    7. Capítulo VII
    8. Capítulo VIII
    9. Capítulo IX
    10. Capítulo X
    11. Capítulo XI
    12. Capítulo XII
    13. Capítulo XIII
    14. Capítulo XIV
    15. Capítulo XV
    16. Capítulo XVI
    17. Capítulo XVII
    18. Capítulo XVIII
    19. Capítulo XIX
    20. Capítulo XX
    21. Capítulo XXI
    22. Capítulo XXII
    23. Capítulo XXIII
    24. Capítulo XXIV
    25. Capítulo XXV
    26. Capítulo XXVI
  5. Segunda parte
    1. Capítulo I
    2. Capítulo II
    3. Capítulo III
    4. Capítulo IV
    5. Capítulo V
    6. Capítulo VI
    7. Capítulo VII
    8. Capítulo VIII
    9. Capítulo IX
    10. Capítulo X
    11. Capítulo XI
    12. Capítulo XII
    13. Capítulo XIII
    14. Capítulo XIV
    15. Capítulo XV
    16. Capítulo XVI
    17. Capítulo XVII
    18. Capítulo XVIII
    19. Capítulo XIX
    20. Capítulo XX
    21. Capítulo XXI
    22. Capítulo XXII
    23. Capítulo XXIII
    24. Capítulo XXIV
    25. Capítulo XXV
    26. Capítulo XXVI
    27. Capítulo XXVII
    28. Capítulo XXVIII
    29. Capítulo XXIX
    30. Capítulo XXX
    31. Capítulo XXXI
    32. Capítulo XXXII
  6. Autor
  7. Otros textos
  8. CoverPage

Capítulo XXVI

Todas las elevadas cumbres de las montañas que rodean Kíllac estaban cubiertas de esa palidez que a veces derrama el astro rey, al hundirse en el ocaso, y, que en el país se ha dado en llamar el sol de los gentiles.

Estaba tranquila la tarde y las cigarras comenzaban a cruzar el espacio, anunciando la llegada de la noche con ese zumbido del qqués-qqués.

Lucía y Manuel, en presencia de don Sebastián, se ocupaban de los últimos arreglos para el entierro de Marcela, cuando entró don Fernando, a quien dijo su esposa:

—¡Fernando! ¡Qué cosas!, ¿no? ¿Sigue el arrepentimiento del pobre cura?

—Hija, el cura Pascual se está muriendo con fiebre, y en el delirio dice cosas que estremecen el alma —contestó don Fernando pasándose la mano por la frente.

—¡Dios me ampare y me favorezca! ¡Ahora no falta más que vengan las justicias francamente, esto es horrible! —repetía golpeándose la frente con la palma de la mano.

—Calma, don Sebastián, no vaya usted a ponerse malo —dijo don Fernando llevando la mano al hombro del gobernador.

En aquel momento lanzó su primer clamor la campana del templo, tocando a muerto y pidiendo en su doble una oración para Marcela, mujer de Yupanqui…

Lucía, que tenía cerca a Margarita, la trajo hacia su corazón, y estrechándola contra su pecho, le dijo:

—Vamos a buscar a tu hermanita Rosalía; hace tantas horas que no la vemos…

Y dirigiéndose a su marido, agregó:

—Fernando, tú entiéndete con ellos; yo voy a preparar el albergue prestado para las dos aves sin nido.

—¡Margarita! ¡Margarita! —murmuró Manuel al oído de la niña—. ¡Lucía es tu madre, yo seré… tu hermano!

Y resbaló una lágrima por el rostro del joven, como la perla valiosa con que su corazón pagaba a Lucía el cariño por la huérfana, cuyo altar de adoración ya estaba levantado en su alma con los lirios virginales del primer amor.

¡Amar es vivir!

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