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Aves Sin Nido: Capítulo XXIV

Aves Sin Nido
Capítulo XXIV
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Proemio
  4. Primera parte
    1. Capítulo I
    2. Capítulo II
    3. Capítulo III
    4. Capítulo IV
    5. Capítulo V
    6. Capítulo VI
    7. Capítulo VII
    8. Capítulo VIII
    9. Capítulo IX
    10. Capítulo X
    11. Capítulo XI
    12. Capítulo XII
    13. Capítulo XIII
    14. Capítulo XIV
    15. Capítulo XV
    16. Capítulo XVI
    17. Capítulo XVII
    18. Capítulo XVIII
    19. Capítulo XIX
    20. Capítulo XX
    21. Capítulo XXI
    22. Capítulo XXII
    23. Capítulo XXIII
    24. Capítulo XXIV
    25. Capítulo XXV
    26. Capítulo XXVI
  5. Segunda parte
    1. Capítulo I
    2. Capítulo II
    3. Capítulo III
    4. Capítulo IV
    5. Capítulo V
    6. Capítulo VI
    7. Capítulo VII
    8. Capítulo VIII
    9. Capítulo IX
    10. Capítulo X
    11. Capítulo XI
    12. Capítulo XII
    13. Capítulo XIII
    14. Capítulo XIV
    15. Capítulo XV
    16. Capítulo XVI
    17. Capítulo XVII
    18. Capítulo XVIII
    19. Capítulo XIX
    20. Capítulo XX
    21. Capítulo XXI
    22. Capítulo XXII
    23. Capítulo XXIII
    24. Capítulo XXIV
    25. Capítulo XXV
    26. Capítulo XXVI
    27. Capítulo XXVII
    28. Capítulo XXVIII
    29. Capítulo XXIX
    30. Capítulo XXX
    31. Capítulo XXXI
    32. Capítulo XXXII
  6. Autor
  7. Otros textos
  8. CoverPage

Capítulo XXIV

Una escena de prisión en los pueblos chicos es como la de un incendio en los pueblos grandes.

Cuando los soldados salieron de la casa de don Fernando conduciendo en el centro a don Sebastián, Estéfano y demás, todos los vecinos salían a las puertas de sus casas, los muchachos se agolpaban en multitud sorprendente, y por todas direcciones se oía decir:

—¡Jesús, María y José!

—¡Jesús mampare! ¿Es verdad?

—¿Don Chapaco, Estefito?…

—¿Qués lo que ven estos ojos que se van a volver tierra?

—Diz que es traición de don Fernando, que los había convidao para hacerlos prender —notició una vieja.

—No, diz que más bien él ha salío fiador —afirmó un hombre recogiendo su poncho sobre el hombro derecho.

—¡Qué fiador! Así son estos forasteros, meten candela y se largan —dijo otro.

—Pa eso yo no lei comíu ni un pan —repuso la vieja dando una vuelta y mirando a su rededor.

—¡Valor, madre! No hay que asustarse; la confianza en Dios —dijo Manuel a doña Petronila, sobreponiéndose con toda su fortaleza viril al trance que torturaba su alma. Le ofreció el brazo y le condujo a su casa, tomando las calles más apartadas de la bulla.

Doña Petronila, que era reflexiva y serena, vertió algunas lágrimas, y en silencio siguió con paso firme a su hijo. Una vez en la casa, dijo a este:

—¡Déjame, Manuel, y anda, haz tu deber!

Manuel, que ya tenía algunos conocimientos generales de Derecho, redactó inmediatamente un recurso de excepción y personería probando la inculpabilidad de su padre y ofreciendo en el otro sí la información de los testigos, cuya lista acompañaba en pliego separado, así como las preguntas que estos debían absolver en el término probatorio del artículo.

En seguida fue personalmente adonde el juez de primera instancia que debía actuar en la causa, y se puso al habla con diferentes personas.

Aquella noche Manuel la pasó íntegra en vela consultando el Código de Enjuiciamientos, anotando artículos con lápiz y haciendo extensos borradores en grandes pliegos de papel.

Abrió el cajón de su mesa de escribir, y sacando algunos papeles se puso a revisarlos.

—Esta es la defensa de Isidro Champi; ¿hoy la abordaré en conjunto para defender a la vez al inocente y al culpable? —se preguntó.

—¡Aberraciones de la vida! ¡Este es el tejido misterioso del bien y del mal! Entretanto, ¿hasta cuándo no podré salir de Kíllac? ¿Cuántos meses, pasados como siglos, estaré lejos de mi Margarita? —volvía a preguntarse Manuel cayendo de plano sobre el sofá, descansando cortos momentos y tornando a su labor y a su soliloquio.

—Ante todo, es preciso sacar a don Sebastián y a Isidro; redactaré dos distintos recursos con un mismo fin, pidiendo la libertad bajo fianza de haz. ¡Sí! Pero quién podrá garantizar a Isidro. Necesito buscar un fiador, y lo haré, pues, mañana. A don Sebastián lo puedo fiar yo… Ahora que recuerdo, don Femando me ha encargado ponerme de acuerdo con el señor Guzmán. Iré adonde Guzmán y no daré descanso a mi cuerpo mientras todo no quede allanado y pueda mi alma volar en busca de su centro… ¡Margarita! ¡Margarita!

Aquella invocación del joven fue la oración elevada al dios del sueño, y recibida por el ángel de la noche que, batiendo sus vaporosas alas sobre la ardorosa frente del estudiante de Derecho, le dejó profundamente dormido sobre el sofá de su habitación, teniendo un libro entre las manos.

Doña Petronila lloraba y rezaba elevando al cielo su cuidado por su esposo y su hijo; parecía resignada a todo género de calamidades, con esa resignación cristiana que lleva al hombre por encima de las desgracias a la cumbre del heroísmo.

—¡Tener fe y esperanza! —se dijo doña Petronila, y esperó el día de calma después de las horribles horas de tempestad.

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