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Aves Sin Nido: Capítulo XII

Aves Sin Nido
Capítulo XII
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Proemio
  4. Primera parte
    1. Capítulo I
    2. Capítulo II
    3. Capítulo III
    4. Capítulo IV
    5. Capítulo V
    6. Capítulo VI
    7. Capítulo VII
    8. Capítulo VIII
    9. Capítulo IX
    10. Capítulo X
    11. Capítulo XI
    12. Capítulo XII
    13. Capítulo XIII
    14. Capítulo XIV
    15. Capítulo XV
    16. Capítulo XVI
    17. Capítulo XVII
    18. Capítulo XVIII
    19. Capítulo XIX
    20. Capítulo XX
    21. Capítulo XXI
    22. Capítulo XXII
    23. Capítulo XXIII
    24. Capítulo XXIV
    25. Capítulo XXV
    26. Capítulo XXVI
  5. Segunda parte
    1. Capítulo I
    2. Capítulo II
    3. Capítulo III
    4. Capítulo IV
    5. Capítulo V
    6. Capítulo VI
    7. Capítulo VII
    8. Capítulo VIII
    9. Capítulo IX
    10. Capítulo X
    11. Capítulo XI
    12. Capítulo XII
    13. Capítulo XIII
    14. Capítulo XIV
    15. Capítulo XV
    16. Capítulo XVI
    17. Capítulo XVII
    18. Capítulo XVIII
    19. Capítulo XIX
    20. Capítulo XX
    21. Capítulo XXI
    22. Capítulo XXII
    23. Capítulo XXIII
    24. Capítulo XXIV
    25. Capítulo XXV
    26. Capítulo XXVI
    27. Capítulo XXVII
    28. Capítulo XXVIII
    29. Capítulo XXIX
    30. Capítulo XXX
    31. Capítulo XXXI
    32. Capítulo XXXII
  6. Autor
  7. Otros textos
  8. CoverPage

Capítulo XII

Marcela, que se encaminó a la casa del párroco, seguida de su graciosa Margarita, llevando los cuarenta soles de plata, halló al cura Pascual sentado junto a la puerta de su pequeño gabinete, cerca de una mesa de pino, tosca y añosa, cubierta con un paño que dejaba sospechar haber sido azul en sus tiempos de estreno. Tenía en la mano izquierda el breviario con el dedo índice metido a la mitad del volumen entre foja y foja, y recitaba, aunque maquinalmente, el rezo del día.

Marcela llegó con paso tímido y dio el saludo así:

—Ave María Purísima, tata curay —y se inclinó a besar la mano del sacerdote, enseñando a Margarita que hiciese otro tanto.

El cura, fijándose en la muchacha y sin apartar la vista, repuso:

—Sin pecado concebida —y luego agregó—. ¿De dónde me has sacado, bribona, esta chica tan guapa y tan rolliza?

—Es, pues, mi hija, tata curay —respondió Marcela.

—¿Y cómo no la conozco yo? —preguntó el cura Pascual agarrando con los tres dedos de la derecha el carrillo izquierdo de la muchacha.

—Es que vengo poco a esta estancia por no haber cumplido con nuestra deuda, y por esto no la reconoces, tata curay, a la huahua.

—¿Y cuántos años tiene?

—Yo… he contado como catorce años desde su óleo, señor.

—¡Ah!, entonces no le eché yo el agua, porque apenas ha seis años que vine; y ¡bien!, este año ya la pondrás al servicio de la iglesia, ¿no? Ya puedes entrar a lavar los platos y los calcetines.

—¡Curay…!

—Y tú, roñona, ¿cuándo haces la mita? ¿No te toca ya el turno? —preguntó el cura clavando los ojos en Marcela, y palmeándole las espaldas con ademán confianzudo.

—Sí, curay —respondió temblorosa la mujer.

—¿O has venido ya a quedarte? —insistió el cura Pascual.

—Todavía no, señor; ahora vengo a pagar los cuarenta pesos del entierro de mi suegra, para que quede libre la cosechita de papas…

—¡Hola!, ¡hola! ¿Conque plata tenemos, eh? ¿Quién durmió anoche en tu casa?

—Nadie, tata curay.

—Nadie, ¿eh? Alguna roña le has hecho a tu marido, y yo te enseñaré a entrar en esas picardías con bandoleros dando mal ejemplo a esta chiquilla…

—No hables así, tata curay —suplicó la mujer bajando los ojos ruborizada, y poniendo al mismo instante los cuarenta soles sobre la mesa. El cura, al ver la plata, distrajo su primera intención, soltó el breviario, que había colocado distraído debajo del brazo, y se puso a recontar y examinar la ley de las monedas.

Luego que se hubo persuadido de la cantidad y calidad de la plata, abrió un enorme escaparate de madera con chapa de cerrojo corredizo, donde guardó el dinero, y volviéndose en seguida a Marcela le dijo:

—Bien; son los cuarenta soles, y ahora, háblame, hija. ¿Quién te ha dado esta plata? ¿Quién ha ido anoche a tu casa?

—No hables así, tata curay, el juicio temerario cuando sale de los labios oprime el pecho como piedra.

—India bachillera, ¿quién te ha enseñado esas gramáticas?… Háblame claro.

—Nadie, tata curay, mi alma está limpia.

—Y, ¿de dónde has sacado esa plata? A mí no me engañas, yo quiero saberlo.

—Un cristiano, tata curay —respondió Marcela bajando los ojos y tosiendo con ficción.

—¡Cristiano! ¿No ves? Gato encerrado tenemos; habla…, porque yo… quiero devolverte esa plata.

—La señora Lucía me ha prestado, y dame el vuelto para retirarme —dijo la madre de Margarita, tímida por quebrantar con aquella revelación el primer mandato de su benefactora. Y el cura Pascual, al oír el nombre de la esposa de Marín, dijo, como picado por la víbora del despecho:

—¿Vuelto?… ¡Qué vuelto! Otro día te lo daré —y mordiéndose los labios con pasión reprimida, murmuró—. ¡Lucía! ¡Lucía!

El cura volvió a tomar su asiento, preocupado y sin parar ya mientes en la despedida sumisa de Marcela y Margarita, a quienes vio alejarse mascullando frases entrecortadas. Acaso tomaba de nuevo el hilo de sus rezos interrumpidos por la esposa de Juan Yupanqui.

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