III
Aquella fue la noche en que D. Francisco dejó de asistir a la tertulia, lo que no causó poca extrañeza, pues era de una puntualidad que él mismo solía llamar matemática, empleando con deleite un término que le parecía de los más felices.
¿Qué tendría, qué no tendría?... Todo era conjeturas, temores de enfermedad. Al retirarse, Donoso prometió mandar un recado lo más temprano posible al día próximo para saber a qué atenerse.
Cuando Fidela, como de costumbre, ayudaba a Rafael a quitarse la ropa para meterse en el lecho, el ciego, en voz tan apagada que pudiera dudarse si hablaba con su hermana o consigo mismo, decía: "No cabe duda, no. Algo ocurre".
—¿Qué estás ahí rezongando?
— Lo que te dije... Veo un suceso, un suceso extraordinario, aquí, sobre la casa, dándole sombra como una nube que casi se toca con la mano, o como un gran pájaro con las alas abiertas...
—¿Pero en qué te fundas tú para pensar tal cosa? Caviloso eres...
— Me fundo... no sé en qué me fundo. Cuando uno no ve, se le desarrolla un sentido nuevo, el sexto sentido, el poder de adivinación, cierta seguridad del presentimiento, que... No sé, no sé lo que es. Me mareo pensándolo... Pero jamás me equivoco.
Cualquier suceso insignificante que alterara en mínima parte la monótona regularidad de la triste existencia de aquella familia era para Rafael motivo de cavilaciones, poniendo en febril ejercicio su facultad de husmear los sucesos en misteriosos efluvios de la atmósfera. El no haber venido aquella noche Torquemada, motivo fue para pensar en un desequilibrio de los hechos que componían el inalterable cuadro vital de la tertulia; y aunque Rafael no echaba de menos a D. Francisco, vio en aquel vacío creado por su ausencia algo anormal, que le confirmaba en sus sospechas o barruntos. Y enlazando aquella ausencia con fenómenos acústicos del género más sutil, como el timbre de voz de su hermana mayor, se metía en un laberinto de hipótesis, capaz de volver loco a quien no tuviera por cabeza una perfecta máquina de probabilidades.
"Vaya, niño — indicó su hermana arropándole —, no pienses tonterías, y a dormir".
Entró Cruz a ver si estaba bien acostado, o si algo le faltaba.
"¿Sabes? — le dijo Fidela, que a broma tomaba siempre aquellas cosas —. Dice que algo va a suceder, rarísimo y nunca visto".
— Niño, duérmete — respondió la hermana mayor acariciándole la barba —. Nunca sabemos lo que sucederá mañana. Lo que Dios quiera será.
— Luego... algo hay — afirmó el ciego con rápida percepción.
— No, hijo, nada.
— Con tal que sea bueno, venga lo que quiera — apuntó Fidela graciosamente.
— Bueno, sí; pensad cosas buenas. Ya es tiempo... me parece...
—¿Luego... es bueno? — dijo vivamente Rafael, sacando la boca del embozo.
—¿Qué?
— Eso.
—¿Qué, hijo?
— Eso que va a pasar.
— Vaya, no caviles, y duérmete tranquilo... ¿Quién duda que Dios, al fin y al cabo, ha de apiadarse de nosotros? ¡Oh, pensar en que aún pueden venir más desgracias...! Nunca; no cabe en lo humano. Hemos llegado al límite. ¿Hay o no hay límite en las cosas humanas? Pues si hay límite, en él estamos... Ea, a dormir todo el mundo.
¡El límite! No necesitaba Rafael oír más para pasarse parte de la noche hilando y deshilando una palabra. Límite era lo mismo que frontera, el punto o línea en que acaba un territorio y empieza otro. Si ellos tocaban ya el límite, era que su vida cambiaría por completo. ¿Cómo, por qué?... También Fidela, creyendo notar algo de excitación nerviosa en su hermana, ordinariamente tan impenetrable y reposada, creyó que aquello del límite no era un dicho insignificante, y empezó a divagar, abriendo su espíritu a las ilusiones risueñas que constantemente le rondaban para colarse dentro. La pobrecilla necesitaba poco para ponerse alegre, ávida de respirar fuera de aquella cárcel tenebrosa de la miseria. Una idea suelta, media palabra le bastaban para entregarse al juego inocente de creer en el bien posible, de mirarlo venir, y de llamarlo con la fuerza misma del deseo.
"Acuéstate" — le dijo su hermana con la dulce autoridad que gastar solía. Y cogiendo una luz, se fue a registrar la casa, costumbre que había prevalecido en ella desde un fuerte susto que pasaron a poco de habitar allí. Examinaba todos los rincones, poníase a gatas para mirar debajo del sofá y de las camas, y concluía por asegurarse de que estaba bien echado el cerrojo, y bien trancadas las ventanas que caían al patinillo medianero. Cuando volvió al lado de su hermana, esta se desnudaba para acostarse, doblando cuidadosamente su ropa.
"¿Se lo diré ahora? — pensó Cruz, después de aplicar el oído a la vidriera del gabinete para cerciorarse de que Rafael no rebullía —. No, no; se desvelará la pobrecilla. Mañana lo sabrá. Además, temo el oído sutil de mi hermano, que oye lo que se piensa, cuanto más lo que se dice".
Viendo a Fidela rezar entre dientes, ya en el lecho, se acostó en la cama próxima, operación sencillísima, pues la señora no se desnudaba. Dormía con enaguas, medias y una chambra, liado en la cabeza un pañuelo al modo de venda. Una manta de algodón la preservaba del frío en los meses crudos; en verano le bastaba un abrigo viejo, de rodillas abajo. Seis meses hacía que la mayor de las Águilas no sabía lo que eran sábanas.
Apagada la luz y masculladas dos o tres oraciones, la dama dio un chapuzón en aquella estancada laguna de su mísera vida, sintiéndose con agilidad para nadar un poco. Además, la laguna se agitaba; en su seno levantábanse olas que columpiaban y sumergían a la nadadora con gallardo movimiento.
"No, Virgen y Padre Eterno y Potencias celestiales, yo no... no es a mí a quien toca este sacrificio para salvarnos de la muerte. A mi hermana le corresponde, a ella, más joven, a ella, que apenas ha luchado. Yo estoy rendida de esta horrible batalla con el destino. Ya no puedo más; me caigo, me muero. ¡Diez años de espantosa guerra, siempre en guardia, siempre en primera línea, parando golpes, atendiendo a todo, inventando triquiñuelas para ganar una semana, un día, horas; disimulando la tribulación para que los demás no perdieran el ánimo; comiendo abrojos y bebiendo hiel para que los demás pudieran vivir...! No, yo ya he cumplido, Señor; estoy relevada de esta obligación; me ha pasado el turno. Ahora me toca descansar, gobernar tranquilamente a los demás. Y ella, mi hermanita, que entre ahora en fuego, en este desconocido combate que se prepara; ella, tropa de refresco, ella, joven y briosa, y con ilusiones todavía. Yo no las tengo; yo no sirvo para nada, menos para el matrimonio... ¡y con ese pobre adefesio!...".
Media vuelta, y rápida emergencia desde lo profundo de las aguas a la superficie.
"En resumidas cuentas, no es mal hombre... Ya me encargaré yo de pulirle, raspándole bien las escamas. Debe de ser docilote y manso como un pececillo.
¡Ah, si mi hermana tiene un poquito de habilidad, haremos de él lo que nos convenga!... La solución será todo lo estrafalaria que se quiera; pero es una solución. O aceptarla, o dejarnos morir. Cierto que resulta un poquito y un muchito ridícula... pero no estamos en el caso de mirar mucho al qué dirán.
¿Qué debemos a la sociedad? Desaires y humillaciones, cuando no dentelladas horribles. Pues no miremos a la sociedad; figurémonos que no existe. Los mismos que nos critiquen le besarán la mano a él, sí... porque con esa mano firma el talonario... la besarán, por si algo se les pega... ¡Qué risa!".
Media vuelta, y rápida inmersión a los profundos abismos. "Pues si esta pobrecita Fidela, que siempre fue mimosilla y voluntariosa, se niega al sacrificio; si no logro convencerla, si prefiere la muerte a la redención de la familia por tal procedimiento, no tendré más remedio que apechugar yo... No, no; yo la convenceré: es razonable, y comprenderá que a ella le toca apurar este cáliz, como a mí me han tocado otros... Lo que es yo, no me lo bebo... Además, ya estoy vieja. De seguro que él preferirá a la otra... ¿Pero si por artes del enemigo se vuelve a mí, o me saca, como en el juego de las pajitas...? ¡No, no; qué disparate! He cumplido cuarenta años y me siento como si hubiera vivido sesenta. ¡Yo ahora en esos trotes, teniendo que acostarme con ese gaznápiro, y soportarle, y...! ¡Ni cómo he de servir yo para eso!... Fidela, Fidela, que apenas tiene veintinueve... Porque... ¡cielos divinos!, para que el sacrificio sea provechoso, es preciso que nazca algo... Yo criaré a mis sobrinitos, y gobernaré a todos, chicos y grandes, porque eso sí... mi autoridad no la pierdo. Estableceré una dictadura; nadie respirará en la casa sin mi permiso, y...".
Breve sueño, y despertar repentino, con excitación y hormiguilla en todo el cuerpo.
"En cuanto a ese pobre hombre, respondo de que le afinaré. Yo le alecciono de una manera indirecta, y... la verdad, no hay queja del discípulo. En su afán de encasillarse en lugar más alto del que tiene, se asimila todas las ideas que le voy echando, como se echa pan a los pececillos de un estanque. El infeliz está ávido de ideas nuevas, de modales finos y de términos elegantes. No tiene nada de tonto, y se espanta de ser ridículo. Ponte en mis manos, asnito de la casa, y yo te volveré tan galán que causes envidia... Cuando tenga más confianza, le cogeré por mi cuenta, y veremos si me luzco. Por de pronto, me valgo del amigo Donoso para advertirle ciertas conveniencias, leccioncillas que no puede una espetar sin tocarle el amor propio. D. José me servirá de intermediario para hacerle entender que las personas finas no comen cebolla cruda. Hay noches, ¡Dios mío!, en que es preciso ponerse a metro y medio del buen señor, porque...".
Balanceo en aguas medias... desvanecimiento, letargo.