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Torquemada en la Cruz: VI

Torquemada en la Cruz
VI
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Primera parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
    15. XVI
  4. Segunda Parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
    15. XV
    16. XVI
  5. Autor
  6. Otros textos
  7. CoverPage

VI

Imagen dije, y no me vuelvo atrás, pues con los santos de talla, mártires jóvenes, o Cristos guapos en oración, tenía indudable parentesco de color y líneas. Completaban esta semejanza la absoluta tranquilidad de su postura, la inercia de sus miembros, la barbita de color castaño, rizosa y suave, que parecía más obscura sobre el cutis blanquísimo de nítida cera; la belleza, más que afeminada, dolorida y mortuoria, de sus facciones, el no ver, el carecer de alma visible, o sea mirada.

"Ya me han dicho las señoras que... — balbució el visitante, entre asombrado y conmovido —. Pues... digo que es muy sensible que usted perdiera el órgano... Pero ¡quién sabe...! Buenos médicos hay, que...".

—¡Ah!, señor mío — dijo el ciego con una voz melodiosa y vibrante que estremecía —, le agradezco sus consuelos, que desgraciadamente llegan cuando ya no hay aquí ninguna esperanza que los reciba.

Siguió a esto una pausa, a la cual puso término Fidela entrando con una taza de caldo, que su hermano acostumbraba tomar a aquella hora. Torquemada no había soltado aún la mano del ciego, blanca y fina como mano de mujer, de una pulcritud extremada.

"Todo sea por Dios — dijo el avaro entre un suspiro y un bostezo. Y rebuscando en su mente, con verdadera desesperación, una frase del caso, tuvo la dicha de encontrar ésta —: En su desgracia, pues... la suerte le ha desquitado dándole estas dos hermanitas tan buenas, que tanto le quieren...".

— Es verdad. Nunca es completo el mal, como no es completo el bien — aseguró Rafael volviendo la cara hacia donde le sonaba la voz de su interlocutor.

Cruz enfriaba el caldo pasándole de la taza al plato, y del plato a la taza. D.

Francisco, en tanto, admiraba lo limpio que estaba Rafael, con su americana o batín de lana clara, pantalón obscuro, y zapatillas rojas admirablemente ajustadas a la medida del pie. El señorito de Águila mereció en su tiempo, que era un tiempo no muy remoto, fama de muchacho guapo, uno de los más guapos de Madrid. Lució por su elegancia y atildada corrección en el vestir, y después de quedarse sin vista, cuando por ley de lógica parecía excusada e inútil toda presunción, sus bondadosas hermanas no querían que dejase de vestirse y acicalarse, como en los tiempos en que podía gozar de su hermosura ante el espejo. Era en ellas como un orgullo de familia el tenerle aseado y elegante, y si no hubieran podido darse este gusto entre tantas privaciones, no habrían tenido consuelo. Cruz o Fidela le peinaban todas las mañanas con tanto esmero como para ir a un baile; le sacaban cuidadosamente la raya, procurando imitar la disposición que él solía dar a sus bonitos cabellos; le arreglaban la barba y bigote. Gozaban ambas en esta operación, conociendo cuán grata era para él la toilette minuciosa, como recuerdo de su alegre mocedad; y al decir ellas: "¡qué bien estás!" sentían un goce que se comunicaba a él, y de él a ellas refluía, formando un goce colectivo.

Fidela le lavaba y perfumaba las manos diariamente, cuidándole las uñas con un esmero exquisito, verdadera obra maestra de su paciencia cariñosa. Y para él, en las tinieblas de su vida, era consuelo y alegría sentir la frescura de sus manos.

En general, la limpieza le compensaba hasta cierto punto de la obscuridad. ¿El agua sustituyendo a la luz? Ello podría ser un disparate científico; pero Rafael encontraba alguna semejanza entre las propiedades de uno y otro elemento.

Ya he dicho que era el tal una figura delicada y distinguidísima, cara hermosa, manos cinceladas, pies de mujer, de una forma intachable. La idea de que su hermano, por estar ciego y no salir a la calle, tuviese que calzar mal, sublevaba a las dos damas. La pequeñez bonita del pie de Rafael era otro de los orgullos de la raza, y antes se quitaran ellas el pan de la boca, antes arrostrarían las privaciones más crueles que consentir en que se desluciera el pie de la familia.

Por eso le habían hecho aquellas elegantísimas zapatillas de tafilete, exigiendo al zapatero todos los requisitos del arte. El pobre ciego no veía sus pies tan lindamente calzados; pero se los sentía, y esto les bastaba a ellas, sintiendo al unísono con él en todos los actos de la existencia.

No le ponían camisa limpia diariamente, porque esto no era posible en su miseria, y además no lo necesitaba, pues su ropa permanecía días y semanas en perfecta pulcritud sobre aquel cuerpo santo; pero aun no siendo preciso, le mudaban con esmero... y cuidado con ponerle siempre la misma corbata. "Hoy te pones la azul de rayas — decía con candorosa seriedad Fidela —, y el anillo de la turquesa". Él contestaba que sí, y a veces manifestaba una preferencia bondadosa por otra corbata, tal vez porque así creía complacer más a sus hermanas.

El esmerado aseo del infeliz joven no fue la mayor admiración de D. Francisco en aquella casa, en la cual no escaseaban los motivos de asombro. Nunca había visto él casa más limpia. En los suelos, alfombrados tan sólo a trozos, se podía comer; en las paredes no se veía ni una mota de suciedad; los metales echaban chispas... ¡Y tal prodigio era realizado por personas, que según expresión de doña Lupe, no tenían más que el cielo y la tierra! ¿Qué milagros harían para mantenerse?... ¿De dónde sacaban el dinero para la compra? ¿Tendrían trampas? ¡Con qué artes maravillosas estirarían la triste peseta, el tristísimo perro grande o chico! ¡Había que verlo, había que estudiarlo, y meterse hasta el cuello en aquella lección soberana de la vida! Todo esto lo pensaba el prestamista, mientras Rafael se tomaba el caldo, después de ofrecerle.

"¿Quiere usted, D. Francisco, un poquito de caldo?" — le dijo Cruz.

—¡Oh! No. Gracias, señora.

— Mire usted que es bueno... Es lo único bueno de nuestra cocina de pobres...

— Gracias... Se lo estimo...

— Pues vino no podemos ofrecerle. A este no le sienta bien, y nosotras no lo gastamos, por mil y quinientas razones, de las cuales con que usted comprenda una sola, basta.

— Gracias, señora doña Cruz. Tampoco yo bebo vino más que los domingos y fiestas de guardar.

—¡Vea usted qué cosa tan rara! — dijo el ciego —. Cuando perdí la vista, tomé en aborrecimiento el vino. Podría creerse que el vino y la luz eran hermanos gemelos, y que a un tiempo, por un solo movimiento de escape, huían de mí.

Fáltame decir que Rafael del Águila seguía en edad a su hermana Cruz. Había pasado de los treinta y cinco años; mas la ceguera, que le atacó el 83, y la inmovilidad y tristeza consiguientes, parecían haber detenido el curso de la edad, dejándole como embalsamado, con su representación indecisa de treinta años, sin lozanía en el rostro, pero también sin canas ni arrugas, la vida como estancada, suspensa, semejando en cierto modo a la inmovilidad insana y verdosa de aguas sin corriente.

Gustaba el pobre ciego de la amenidad en la conversación. Narraba con gracejo cosas de sus tiempos de vista, y pedía informes de los sucesos corrientes. Algo hablaron aquel día de doña Lupe; pero Torquemada no se interesó poco ni mucho en lo que de su amiga se dijo, porque embargaban su espíritu las confusas ideas y reflexiones sobre aquella casa y sus tres moradores. Habría deseado explicarse con las dos damas, hacerles mil preguntas, sacarles a tirones del cuerpo sus endiablados secretos económicos, que debían de constituir toda una ley, algo así como la Biblia, un código supremo, guía y faro de pobres vergonzantes.

Aunque bien conocía el avaro que se prolongaba más de la cuenta la visita, no sabía cómo cortarla, ni en qué forma desenvainar el pagaré y los dineros, pues esto, sin saber por qué, se le representaba como un acto vituperable, equivalente a sacar un revólver y apuntar con él a las dos señoras del Águila. Nunca había sentido tan vivamente la cortedad del negocio, que esto y no otra cosa era su perplejidad; siempre embistió con ánimo tranquilo y conciencia firme en su derecho a los que por fas o por nefas necesitaban de su auxilio para salir de apuros. Dos o tres veces echó mano al bolsillo, y se le vino al pico de la lengua el sacramental introito: "Conque señoras..." y otras tantas la desmayada voluntad no llegó a la ejecución del intento. Era miedo, verdadero temor de faltar al respeto a la infeliz cuanto hidalga familia. La suerte suya fue que Cruz, bien porque conociera su apuro, bien porque deseara verle partir, tomó la iniciativa, diciéndole: "Si a usted le parece, arreglaremos eso". Volvieron a la sala, y allí se trató del negocio tan brevemente, que ambos parecían querer pasar por él como sobre ascuas. En Cruz era delicadeza, en Torquemada el miedo que había sentido antes, y que se le reprodujo con síntomas graves en el acto de ajustar cuentas pasadas y futuras con las pobrecitas aristócratas. Por su mente pasó como un relámpago la idea de perdonar intereses en gracia de la tristísima situación de las tres dignas personas... Pero no fue más que un relámpago, un chispazo, sin intensidad ni duración bastantes para producir explosión en la voluntad... ¡Perdonar intereses! Si no lo había hecho nunca, ni pensó que hacerlo pudiera en ningún caso... Cierto que las señoras del Águila merecían consideraciones excepcionales; pero el abrirles mucho la mano, ¡cuidado!, sentaba un precedente funestísimo.

Con todo, su voluntad volvió a sugerirle, allá en el fondo del ser, el perdón de intereses. Aún hubo en la lengua un torpe conato de formular la proposición; pero no conocía él palabra fea ni bonita que tal cosa expresara, ni qué cara se había de poner al decirlo, ni hallaba manera de traer semejante idea desde los espacios obscuros de la primera intención a los claros términos del hecho real.

Y para mayor tormento suyo, recordó que doña Lupe le había encargado algo referente a esto. No podía determinar su infiel memoria si la difunta había dicho perdón o rebaja. Probablemente sería esto último, pues la de los pavos no era ninguna derrochadora... Ello fue que en su perplejidad, no supo el avaro lo que hacía, y la operación de crédito se verificó de un modo maquinal. No hizo Cruz observación alguna. Torquemada tampoco, limitándose a presentar a la señora el pagaré ya extendido para que lo firmase. Ni un gemido exhaló la víctima, ni en su noble faz pudiera observar el más listo novedad alguna. Terminado el acto, pareció aumentar el aturdimiento del prestamista; y despidiéndose grotescamente, salió de la casa a tropezones, chocando como pelota en los ángulos del pasillo, metiéndose por una puerta que no era la de salida, enganchándose la americana en el cerrojo, y bajando al fin casi a saltos; pues no se fijó en que eran curvas las vueltas de la escalera; y allá iba el hombre por aquellos peldaños abajo, como quien rueda por un despeñadero.

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