XIII
La amistad entre Donoso y Torquemada se iba estrechando rápidamente, y a principios del verano, D. Francisco no ponía mano en cosa alguna de intereses sin oír el sabio dictamen de hombre tan experto. Donoso le había ensanchado las ideas respecto al préstamo. Ya no se reducía al estrecho campo de la retención de pagas a empleados civiles y militares, ni a la hipoteca de casas en Madrid. Aprendió nuevos modos de colocar el dinero en mayor escala, y fue iniciado en operaciones lucrativas sin ningún riesgo. Próceres arruinados le confiaron su salvación, que era lo mismo que entregársele atados de pies y manos; sociedades en decadencia le cedían parte de las acciones a precio ínfimo, con tal de asegurar sus dividendos, y el Estado mismo le acogía con benignidad. Todo el mecanismo del Banco, que para él había sido un misterio, le fue revelado por Donoso, así como el manejo de Bolsa, de cuyas ventajas y peligros se hizo cargo al instante con instinto seguro. El amigo le asesoraba con absoluta lealtad, y cuando decía: "Compre usted Cubas sin miedo", D.
Francisco no vacilaba. Armonía inalterable reinaba entre ambos sujetos, siendo de admirar que en la intervención de Donoso en los tratos Torquemadescos resplandecía siempre el más puro desinterés. Habiéndole proporcionado dos o tres negocios de gran monta, no quiso cobrarle corretaje ni cosa que lo valiera.
Al compás de esta transformación en el orden económico, iba operándose la otra, la social, apuntada primero tímidamente en reformas de vestir, y llevada a su mayor desarrollo por medio de transiciones lentas, para que el cambiazo no saltara a la vista con crudezas de sainete. El uso del hongo atenuaba la rutilante aparición de un terno nuevo de paño color de pasa, y los resplandores de la chistera flamante se obscurecían y apagaban con un gabán de cuello algo seboso, contemporáneo de la entrada de nuestras valientes tropas en Tetuán.
Tenía suficiente sagacidad para huir del ridículo, o para sortearlo con hábiles combinaciones. Aun así, la metamorfosis fue cogida al vuelo por más de un guasón de los barrios en que residían sus principales conocimientos, y no faltaron cuchufletas ni venenosas mordeduras. Sin hacer caso de ellas, D.
Francisco iba dando de lado a sus tradicionales relaciones, y ya no podía disimular el despego que le inspiraban sus amigos del café del Gallo, y de diversas tiendas y almacenes de la calle de Toledo, despego que para algunos era antipatía más o menos declarada, y para otros aversión. Alguien encontraba natural que D. Francisco quisiera pintarla, poseyendo, como poseía, más que muchos que en Madrid iban desempedrando las calles en carretelas no pagadas, o que vivían de la farsa y del enredo. Y no faltó quien, viéndole con pena alejarse de la sociedad en que había ganado el primer milloncito de reales, le tildara de ingrato y vanidoso... Al fin, hacía lo que todos: después de chupar a los pobres, hasta dejarles sin sangre, levantaba el vuelo hacia las viviendas de los ricos.
Y si en los hábitos, particularmente en el vestir, la evolución se marcaba con rasgos y caracteres que podía observar todo el mundo, en el lenguaje no se diga.
Ya sabía decir cada frase que temblaba el misterio, y se iba asimilando el hablar de Donoso con un gancho imitativo increíble a sus años. Verdad que a lo mejor afeaba los conceptos con groseros solecismos, o tropezaba en obstáculos de sintaxis. Pero así y todo, a quien no le conociera le daba el gran chasco, porque advertido por su sagacidad de los peligros de hablar mucho, se concretaba a lo más preciso, y el laconismo y tal cual dicharacho pescado en la boca de Donoso le hacían pasar por hombre profundo y reflexivo. Más de cuatro, que por primera vez en aquellos días se le echaron a la cara, veían en él un sujeto de mucho conocimiento y gravedad, oyéndole estas o parecidas razones: "Tengo para mí que los precios de la cebada serán un enizma en los meses que siguen, por actitud expectante de los labradores". O esta otra: "Señores, yo tengo para mí (el ejemplo de Donoso le hacía estar constantemente teniendo para sí) que ya hay bastante libertad, y bastante naufragio universal, y más derechos que queremos. Pero yo pregunto: ¿Esto basta? La nación, por ventura, ¿no come más que principios? ¡Oh, no!... Antes del principio, désele el cocido de una buena administración, y la sopa de un presupuesto nivelado... Ahí está el quiquiriquí... Ahí le duele... ahí... Que me administren bien, que no gotee un céntimo... que se mire por el contribuyente, y yo seré el primero en felicitarme de ello, a fuer de español y a fuer de contribuyente...". Alguien decía oyéndole hablar: "Un poco tosco es este tío, pero ¡qué bien discurre!". Y ¡qué ingenioso el chiste de llamar naufragio al sufragio! Dicho se está que lo juicioso de sus manifestaciones y su fama de hombre de guita le iban ganando amigos en aquella esfera en que desplegaba sus alas. Manifestaciones eran para él cuanto se hablaba en el mundo, y tan en gracia le cayó el término, que no dejaba de emplearlo en todo caso, así le dieran un tiro. Manifestaciones lo dicho por Cánovas en un discurso que se comentaba; manifestaciones lo dicho por la portera de la casa de la calle de San Blas, acerca de si los chicos del tercero hacían o no hacían aguas menores sobre los balcones del segundo.
Y ya que se nombra la casa de D. Francisco, debe añadirse que la primera vez que entró en ella Donoso para tratar de un fuerte préstamo que solicitaban los duques de Gravelinas, se asombró de lo mal que vivía su amigo, y valido de la confianza que ya tenía con él, se permitió amonestarle en aquel tonillo paternal que tan buen resultado le daba: "No lo creería si no lo viera, amigo D.
Francisco... Es que me enfado; tómelo como quiera, pero me enfado, sí señor...
Vamos a ver: ¿no le da vergüenza de vivir en este tugurio? ¿No comprende que hasta su crédito pierde con tener casa tan miserable? ¡Qué dirá la gente! Que es usted Alejandro en puño, un avaro de mal pelaje, como los que se estilan en las comedias. Créame: esto le hace poco favor. Tal como es el hombre, debe ser la casa. Me carga que no se tenga de una personalidad como usted el concepto que merece".
—¡Pues yo, Sr. D. José, me acomodo tan bien aquí...! Desde que perdí a mi querido hijo, le tomé asco a los barrios del centro. Vivo aquí muy guapamente, y tengo para mí que esta casa me ha traído buena suerte... Pero no vaya a creer ¡cuidado!, que echo en saco roto sus manifestaciones. Se pensará, D. José, se pensará...
— Píenselo, sí. ¿No le parece que en vez de andar buscando con un candil inquilino para el principal de su casa de la calle de Silva debe usted instalarse en él?
—¡En aquel principal tan grande... veintitrés piezas, sin contar el...! ¡Oh!, no, ¡qué locura! ¿Qué hago yo en aquel palaciote, yo solo, sin necesidades, yo, que sería capaz de vivir a gusto en un cajón de vigilante de Consumos, o en una garita de guardagujas?
— Siga mi consejo, Sr. D. Francisco — añadió Donoso, cogiéndole la solapa —, y múdese al principal de la calle de Silva. Aquella es la residencia natural del hombre que me escucha. La sociedad tiene también sus derechos, a los cuales es locura querer oponer el gusto individual. Tenemos derecho a ser puercos, sórdidos, y a desayunarnos con un mendrugo de pan, cierto; pero la sociedad puede y debe imponernos un coranvobis decoroso. Hay que mirar por el conjunto.
— Pero D. José de mi alma, mi personalidad se perderá en aquel caserón, y no sabrá cómo arreglarse para abrir y cerrar tanta puerta.
— Es que usted...
Hizo punto Donoso, como sin atreverse con la manifestación que preparaba; pero después de una corta perplejidad, acomodó sus caderas en el sillón no muy blando que de pedestal le servía, miró a D. Francisco severamente, y accionando con el bastón, que parecía signo de autoridad, le dijo:
"Somos amigos... Tenemos fe el uno en el otro, por cierta compenetración de los caracteres...".
—¡Compenetración! — repitió Torquemada para sí, apuntando la bonita palabra en su mente — No se me olvidará.
— Supongo que usted creerá leal y sincero, inspirado en un interés de verdadero amigo, cuanto yo me permita manifestarle.
— Cierto, por la com... compenetranza... penetración...
— Pues yo sostengo, amigo D. Francisco, y lo digo sin rodeos, clarito, como se le deben decir a usted las cosas... sostengo que usted debe casarse.
Aunque parezca lo contrario, no causó desmedido asombro en Torquemada la manifestación de su amigo; pero creyó del caso pintar en su rostro la sorpresa: "¡Casarme yo, a mis años!... ¿Pero lo dice de verdad? ¡Cristo!, casarme... Ahí es nada lo del ojo... Como si fuera beberse un vaso de agua... ¿Soy algún muchacho?".
—¡Bah!... ¿qué tiene usted, cincuenta y cinco, cincuenta y siete...? ¿Qué vale eso? Está usted hecho un mocetón, y la vida sobria y activa que ha llevado le hacen valer más que toda la juventud encanijada que anda por ahí.
— Como fuerte, ya lo soy. No siento el correr de la edad... A robustez no me gana nadie, ni a... Qué sé yo... Tengo para mí que no carecería de facultades; digo, me parece... Pero no es eso. Digo que a dónde voy yo ahora con una mujer colgada del brazo, ni qué tengo yo que pintar en el matrimonio, encontrándome, como me encuentro, muy a mis anchas en el elemento soltero.
—¡Ah!... eso dicen todos... libertad, comodidad... el buey suelto... Pero y en la vejez, ¿quién ha de cuidarle? Y esa atmósfera de santo cariño, ¿con qué se sustituye cuando llegamos a viejos?... ¡La familia, Sr. D. Francisco! ¿Sabe usted lo que es la familia? ¿Puede una personalidad importante vivir en esta celda solitaria y fría, que parece el cuarto de una fonda? ¡Oh!, ¿no lo comprende, bendito de Dios? Cierto que usted tiene una hija; pero su hija mirará más por la familia que ella se cree que por usted. ¿De qué le valdrán sus riquezas en la espantosa soledad de un hogar sin afecciones, sin familia menuda, sin una esposa fiel y hacendosa?... Dígame, ¿de qué le sirven sus millones? Reflexione... considere que nada puedo aconsejarle yo que no sea la misma lealtad. La posición quiere casa, y la casa quiere familia. ¡Buena andaría la sociedad si todos pensaran como usted y procedieran con ese egoísmo furibundo! No, no: nos debemos a la sociedad, a la civilización, al Estado. Crea usted que no se puede pertenecer a las clases directoras sin tener hijos que educar, ciudadanos útiles que ofrecer a esa misma colectividad que nos lleva en sus filas, porque los hijos son la moneda con que se paga a la nación los beneficios que de ella recibimos...
— Pero venga acá, D. José, venga acá — dijo Torquemada, echándose atrás el sombrero, y tomando muy en serio la cosa —. Vamos a cuentas. Partiendo del principio de que a mí me dé ahora el naipe por contraer matrimonio, queda en pie la cuestión, la madre del cordero... ¿Con quién...?
—¡Ah!... eso no es cuenta mía. Yo planteo la cuestión: no soy casamentero. ¿Con quién? Busque usted...
— Pero D. José, venga acá. ¡A mis años...! ¿Qué mujer me va a querer a mí, con esta facha?... digo, mi facha no es tan mala ¡cuidado! Otras hay peores.
— Digo... si las hay peores.
— Con cincuenta y seis años que cumpliré el 21 de Septiembre, día de San Mateo... Cierto que no faltaría quien me quisiera por mi guano... digo, por mi capital; pero eso no me llena, ni puede llenar a ningún hombre de juicio.
—¡Oh!, naturalmente. Bien sé yo que si usted anunciara su blanca mano se presentarían cien mil candidatas. Pero no se trata de eso. Usted, si acepta mis indicaciones contrarias de todo en todo al celibato, busque, indague, coja la linterna y mire por ahí. ¡Ah, ya sabrá, ya sabrá escoger lo mejorcito! A buena parte van. Mi hombre sabe ver claro, y posee una sagacidad que da quince y raya al lucero del alba. No, no temo yo que pueda resultar una mala elección.
¿Existe la persona que emparejará dignamente con D. Francisco? Pues si existe, contemos con que D. Francisco la encuentra, aunque se esconda cien estados bajo tierra.
—¡Vaya, que a mis años...! — repitió el usurero con ligera inflexión de lástima de sí mismo.
— No tergiverse la cuestión ni se escape por la tangente de su edad... ¡Su edad! Si es la mejor. Como usted, en caso de volver a la cofradía, no habría de descolgarse con una mocosa, frívola y llena la cabeza de tonterías, sino con una mujer sentada...
—¿Sentada?
— Y de una educación intachable...
—¡Pero qué cosas tiene D. José!... Salir ahora con la peripecia de que debo casarme... ¡Y todo por la... colectividad! — dijo Torquemada rompiendo a reír como un muchacho, ávido de bromas.
— No — replicó Donoso, levantándose despacio, como quien acaba de cumplir un alto deber social —, no hago más que señalar una solución conveniente; no hago más que decir al amigo lo que entiendo razonable, y eminentemente práctico.
Salieron juntos, y aquel día no hablaron más de casorio. Pero antes de que concluyera la semana, D. Francisco se mudó a su amplísimo principal de la calle de Silva.