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Torquemada en la Cruz: I

Torquemada en la Cruz
I
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  1. Portada
  2. Información
  3. Primera parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
    15. XVI
  4. Segunda Parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
    15. XV
    16. XVI
  5. Autor
  6. Otros textos
  7. CoverPage

I

Levantábase Cruz del Águila al amanecer de Dios, y comúnmente se despertaba un par de horas antes de dejar el lecho, quedándose en una especie de éxtasis económico, discurriendo sobre las dificultades del día, y sobre la manera de vencerlas o sortearlas. Contaba una y otra vez sus escasos recursos, persiguiendo el problema insoluble de hacer de dos tres y de cuatro cinco, y a fuerza de revolver en su caldeado cerebro las fórmulas económicas, lograba dar realidad a lo inverosímil, y hacer posible lo imposible. Con estos cálculos entremezclaba rezos modulados maquinalmente, y las sílabas de oraciones se refundían en sílabas de cuentas... Su mente volvíase de cara a la Virgen, y se encontraba con el tendero. Por fin, la voluntad poderosa ponía término al balance previo del día, todo fatigas, cálculos y súplicas a la divinidad, porque era forzoso descender al campo de batalla, a la lucha con el destino en el terreno práctico, erizado de rocas, y cortado por insondables abismos.

Y no sólo era general en jefe en aquella descomunal guerra, sino el primero y el más bravo de los soldados. Empezaba el día, y con el día el combate; y así habían transcurrido años, sin que desmayara aquella firme voluntad. Midiendo el plazo, larguísimo ya, de su atroz sufrimiento, se maravillaba la ilustre señora de su indomable valor, y concluía por afirmar la infinita resistencia del alma humana para el padecer. El cuerpo sucumbe pronto al dolor físico, el alma intrépida no se da por vencida, y aguanta el mal en presiones increíbles.

Era Cruz el jefe de la familia con autoridad irrecusable; suya la mayor gloria de aquella campaña heroica, cuyos laureles cosechara en otra vida de reparación y justicia; suya también la responsabilidad de un desastre, si la familia sucumbía, devorada por la miseria. Obedecíanla ciegamente sus hermanos, y la veneraban, viendo en ella un ser superior, algo como el Moisés que les llevaba al través del desierto, entre mil horrendas privaciones y amarguras, con la esperanza de pisar al fin un suelo fértil y hospitalario. Lo que Cruz determinaba, fuese lo que fuese, era como artículo de fe para los dos hermanos. Esta sumisión facilitaba el trabajo de la primogénita, que en los momentos de peligro, maniobraba libremente, sin cuidarse de la opinión inferior, pues si ella hubiera dicho un día: "no puedo más; arrojémonos los tres abrazaditos por la ventana", se habrían arrojado sin vacilar.

El uso de sus facultades en empeños tan difíciles, repetidos un día y otro, escuela fue del natural ingenio de Cruz del Águila, y este se le fue sutilizando y afinando en términos, que todos los grandes talentos que han ilustrado a la humanidad en el gobierno de las naciones, eran niños de teta comparados con ella. Porque aquello era gobernar, lo demás es música: era hacer milagros, porque milagro es vivir sin recursos; milagro mayor cubrir decorosamente todas las apariencias, cuando en realidad, bajo aquella costra de pobreza digna, se extendía la llaga de una indigencia lacerante, horrible, desesperada. Por todo lo cual, si en este mundo se dieran diplomas de heroísmo, y se repartieran con justicia títulos de eminencia en el gobernar, el primer título de gran ministra y el diploma de heroína, debían ser para aquella hormiga sublime.

Cuando se hundió la casa del Águila, los restos del naufragio permitieron una vida tolerable por espacio de dos años. La repentina orfandad puso a Cruz al frente de la corta familia, y como los desastres se sucedían sin interrupción, al modo de golpes de maza dados en la cabeza por una Providencia implacable, llegó a familiarizarse con la desdicha; no esperaba bienes; veía siempre delante la cáfila de males aguardando su turno para acercarse con espantosa cara. La pérdida de toda la propiedad inmueble, la afectó poco: era cosa prevista. Las humillaciones, los desagradables rozamientos con parientes próximos y lejanos, también encontraron su corazón encallecido. Pero la enfermedad y ceguera de Rafael, a quien adoraba, la hizo tambalear. Aquello era más fuerte que su carácter, endurecido y templado ya como el acero. Tragaba con insensible paladar hieles sin fin. Para combatir la terrible dolencia, realizó empresas de heroína, en cuyo ser se confundieran la mujer y la leona; y cuando se hubo perdido toda esperanza, no se murió de pena, y advirtió en su alma durezas de diamante que le permitían afrontar presiones superiores a cuanto imaginarse puede.

Siguió a la época de la ceguera otra en que la escasez fue tomando carácter grave. Pero no se había llegado aún a lo indecoroso; y además el leal y consecuente amigo de la familia, les ayudaba a sortear el tremendo oleaje. La venta de un título, único resto de la fortuna del Águila, y de varios objetos de reconocida superfluidad, permitióles vivir malamente; pero ello es que vivían, y aun hubo noche en que, al recogerse después de rudos trabajos, las dos hermanas estaban alegres, y daban gracias a Dios por la ventura relativa que les deparaba. Esta fue la época que podríamos llamar de doña Lupe, porque en ella hicieron conocimiento con la insigne prestamista, que si empezó echándoles la cuerda al cuello, después, a medida que fue conociéndolas, aflojó, compadecida de aquella destronada realeza. De los tratos usurarios se pasó al favor benigno, y de aquí, por natural pendiente, a una amistad sincera, pues doña Lupe sabía distinguir. Para que no se desmintiera el perverso sino que hacía de la existencia de las señoras del Águila un tejido de infortunios, cuando la amistad de doña Lupe anunciaba algún fruto de bienandanza, la pobre señora hizo la gracia de morirse. Creeríase que lo había hecho a propósito, por fastidiar.

¡Y en qué mala ocasión le dio a la de los pavos la humorada de marcharse al otro mundo! Cuando su enfermedad empezó a presentar síntomas graves, las Águilas entraban en lo que Torquemada, metido a hombre fino, habría llamado el periodo álgido de la pobreza. Hasta allí habían ido viviendo con mil estrecheces, careciendo no sólo de lo superfluo en que se habían criado, sino de lo indispensable en que se crían grandes y chicos. Vivían mal, aunque sin ruborizarse, porque se comían lo suyo; pero ya se planteaba el dilema terrible de morir de inanición o de comer lo ajeno. Ya era llegado el caso de mirar al cielo, por si caía algún maná que se hubiera quedado en el camino desde el tiempo de los hebreos, o de implorar la caridad pública en la forma menos bochornosa. Si se ha de decir la verdad, este período de suprema angustia se inició un año antes; pero el leal amigo de la casa, D. José Donoso, lo contuvo, o lo disimuló con donativos ingeniosamente disfrazados. Para las señoras, las cantidades que de las manos de aquel hombre sin par recibían, eran producto de la enajenación de una carga de justicia; mas no había tal carga de justicia enajenada, ni cosa que lo valiera. Descubriólo al fin Crucita, y su consternación no puede expresarse con palabras. No se dio por entendida con D. José, comprendiendo que este le agradecería el silencio.

Habría seguido el buen Donoso practicando la caridad de tapadillo, si humanamente tuviera medios hábiles para ello. Pero también había empezado a gemir bajo el yugo de un adverso destino. No tenía hijos; pero sí esposa, la cual era, sin género alguno de duda, la mujer más enferma de la creación. En el largo inventario de dolencias que afligen a la mísera humanidad, ninguna se ha conocido que ella no tuviera metida en su pobre cuerpo, ni en este había parte alguna que no fuese un caso patológico digno de que vinieran a estudiarlo todos los facultativos del mundo. Más que una enferma, era la buena señora una escuela de medicina. Los nervios, el estómago, la cabeza, las extremidades, el corazón, el hígado, los ojos, el cuero cabelludo, todo en aquella infeliz mártir estaba como en revolución. Con tantos alifafes, por indefinido tiempo sufridos sin que se vieran señales de remedio, la señora de Donoso llegó a formarse un carácter especial de persona soberanamente enferma, orgullosa de su mala salud. De tal modo creía ejercer el monopolio del sufrimiento físico, que trinaba cuando le decían que pudiera existir alguien tan enfermo como ella. Y si se hablaba de tal persona que padecía tal dolor o molestia, ella, no queriendo ser menos que nadie, se declaraba atacada de lo mismo, pero en un grado superior.

Hablar de sus dolencias, describirlas con morosa prolijidad, cual si se deleitara con su propio sufrimiento, era para ella un desahogo que fácilmente le perdonaban cuantos tenían la desdicha de oírla; y los de la familia le daban cuerda para que se despotricara, con aquel dejo vago de voluptuosidad que ponía en el relato de sus punzadas, angustias, bascas, insomnios, calambres y retortijones. Su esposo, que la quería entrañablemente y que ya llevaba cuarenta años de ver en su casa aquella recopilación de toda la Patología interna, desde los tiempos de Galeno hasta nuestros días, concluyó por asimilarse el orgullo hipocrático de su doliente mitad, y no le hacía maldita gracia que se hablase de padecimientos no conocidos de su Justa, o que a los de su Justa remotamente se pareciesen.

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