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Torquemada en la Cruz: X

Torquemada en la Cruz
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Primera parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
    15. XVI
  4. Segunda Parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
    15. XV
    16. XVI
  5. Autor
  6. Otros textos
  7. CoverPage

X

Así lo comprendió Rafael con seguro instinto, y de ello le habló ingenuamente una tarde que se encontraron solos.

"Hermana querida, me estás matando con esa sonrisa inocente, de persona sin seso, que llevas al degolladero. Tú no sabes lo que haces, ni a dónde vas, ni la prueba terrible que te espera".

— Cruz, que sabe más que nosotros, me ha mandado que no me aflija. Creo que debemos obedecer ciegamente a nuestra hermana mayor, que es para nosotros padre y madre a un tiempo. Cuanto ella dispone, bien dispuesto está.

—¡Cuanto ella dispone! ¿Infalibilidad tenemos? ¿De modo que tú accedes...? Ya no hay esperanza. Te pierdo. Ya no tengo hermana... Pues pensar que yo he de vivir junto a ti, casada con ese hombre, es la mayor locura imaginable. Lo que más quiero en el mundo eres tú. En ti veo a nuestra madre, de quien ya no te acuerdas...

— Sí que me acuerdo.

—¡Ah! Cruz y tú, que conserváis la vista, habéis perdido la memoria. En mí sí que vive fresco el recuerdo de nuestra casa...

— En mí, también... ¡Ah, ¡nuestra casa...! Paréceme que la estoy viendo.

Alfombras riquísimas, criados muchos. El tocador de mamá podría yo describírtelo sin que se me olvidase ninguna de las chucherías elegantes que en él veíamos... Diariamente comían en casa veinte personas: los jueves muchas más... ¡Ah!, lo recuerdo todo muy bien, aunque poco alcancé de aquella vida, que en su esplendidez era un poquito triste... No hacía dos meses que me habían traído de Francia cuando estalló el volcán, la quiebra espantosa. Se juntan en mi memoria las visiones risueñas y la impresión de las ruinas... No creas que la desgracia me cogió de sorpresa. Sin saber por qué, yo la presentía. Aquella vida de disipación nunca fue de mi gusto. Bien recuerdo que a Cruz la llamaban los periódicos el astro esplendoroso de los salones del Águila; y a mí no sé qué mote extravagante me pusieron... algo así como satélite o qué sé yo... Sandeces que me han dejado un cierto amargor en el alma... La muerte de mamá la recuerdo como si hubiera pasado ayer. Fue del dolor que le produjo el desastre de nuestra casa. A papá le quitó de la mano D. José Donoso el revólver con que quería matarse... Murió de tristeza cuatro meses después... ¿Pero qué, lloras? ¿Te lastiman estos recuerdos?

— Sí... Papá no tenía la firmeza estoica que necesitaba para afrontar la adversidad. Era hombre, además, capaz de doblegarse a ciertas cosas, con tal de no verse privado de las comodidades en que había nacido. Mamá no, mamá no era así. Si mamá hubiera alcanzado nuestros tiempos de miseria, los habría sobrellevado con valor y entereza cristiana, sin transigir con nada humillante ni deshonroso, porque a sus muchas virtudes, unía el sentimiento de la dignidad del nombre y de la raza. Entre tantas desdichas, siento yo algo en mí que me consuela y me da esperanza, y es que el espíritu de mi madre se me ha transmitido; lo siento en mí. De ella es este culto idolátrico del honor y de los buenos principios. Fíjate bien, Fidela: en la familia de nuestra madre no hay ningún hecho que no sea altísimamente decoroso. Es una familia que honra a la patria española y a la humanidad. Desde nuestro bisabuelo, muerto en el combate naval del Cabo San Vicente, hasta el primo Feliciano de la Torre— Auñón, que pereció con gloria en los Castillejos, no verás más que páginas de virtud y de cumplimiento estricto del deber. En los Torre—Auñón jamás hubo nadie que se dedicara a estos obscuros negocios de comprar y vender cosas..., mercaderías, valores, no sé qué. Todos fueron señores hidalgos que vivían del fruto de las tierras patrimoniales, o soldados pundonorosos que morían por la Patria y el Rey, o sacerdotes respetabilísimos. Hasta los pobres de esa raza fueron siempre modelo de hidalguía... Déjame, déjame que me aparte de este mundo y me vuelvo al mío, al otro, al pasado... Como no veo, me es muy fácil escoger el mundo más de mi gusto.

— Me entristeces, hermano. Digas lo que quieras, no puedes escoger un mundo, si no vivir donde te puso Dios.

— Dios me pone en este, en el mío, en el de mi santa madre.

— No se puede volver atrás.

— Yo vuelvo a donde me acomoda... (levantándose airado.) No quiero nada de vosotras, que me deshonráis.

— Cállate, por Dios. Ya te da otra vez la locura.

— Te he perdido. Ya no existes. Veo lo bastante para verte en los brazos del jabalí — gritó Rafael con turbación frenética, moviendo descompasadamente los brazos —. Le aborrezco; a ti no puedo aborrecerte; pero tampoco puedo perdonarte lo que haces, lo que has hecho, lo que harás...

— Querido, hijito mío — dijo Fidela abrazándole para que no se golpeara contra la pared —. No seas loco... escucha... Quiéreme como te quiero yo.

— Pues arrepiéntete...

— No puedo. He dado mi palabra.

—¡Maldita sea tu palabra, y el instante en que la diste!... Vete: ya no quiero más que a Dios, el único que no engaña, el único que no avergüenza... ¡Ay, deseo morirme!...

Luchando con él, pudo Fidela llevarle al sillón, donde quedó inerte, anegado en lágrimas. Anochecía. Ambos callaban, y profunda obscuridad envolvió al fin la triste escena silenciosa.

Desde aquel día determinaron las hermanas que Rafael no asistiese a la tertulia, porque si él estaba violentísimo en presencia de Donoso y Torquemada, no era menor la violencia de ellas, temerosas de un disgusto; como que ya en las últimas noches había dirigido el ciego a su futuro cuñado dardos agudísimos, no bien revestidos de las flores de la cortesía. La separación de campos, fue, pues, inevitable. Por indicación del mismo Rafael, poníanle de noche en un cuartito próximo a la puerta, el cual era la pieza más ventilada y fresca de la casa.

Naturalmente, se determinó que el ciego no estuviese sin compañía durante las horas de velada, y antes que tenerle solo y aburrido, las dos damas habrían disuelto la tertulia, cerrando la puerta a las dos únicas personas que a ella concurrían. Propuso Rafael que subiera a darle palique un amigo por quien tenía verdadera debilidad, el chico mayor de Melchor el prendero, habitante en la planta baja de la casa. Era Melchorito de lo más despabilado que podría encontrarse a su edad, no superior a dieciocho años, tan corto de estatura como largo de entendimiento; vivaracho, cariñoso y con toda la paciencia y gracia del mundo para entretener al ciego durante largas horas sin aburrirle ni aburrirse.

Estudiaba pintura en la Academia de San Fernando, y no se contentaba con llegar a ser menos que un Rosales o un Fortuny. Al dedillo conocía el Museo del Prado; como que había copiado multitud de Vírgenes de Murillo, que bien o mal vendidas le daban para botas y un terno de verano; y como estudio de las sumas perfecciones del arte, se había metido con Velázquez, copiando la cabeza del Esopo, y el pescuezo de la Hilandera. La descripción del Museo y el recuento de todas las maravillas que atesora, servíanle para tener embelesado a Rafael, que recordando lo que años atrás había visto, lo veía nuevamente con ajenos ojos. Y de todo aquel Olimpo de la pintura, el ciego prefería los retratos, donde se admiraba tanto la naturaleza como el arte, porque en ellos revivían las personas efectivas, no imaginadas, de antaño. Por ver y examinar retratos, revolvía todas las salas del Museo con su inteligente lazarillo, el cual le prestaba sus ojos, como pueden prestarse unos lentes, y uno y otro se embelesaban ante aquellas nobles figuras, personalidades vivas eternizadas en el arte por Velázquez, Rafael, Antonio Moro, Goya o Van Dyck. Algunas noches, por variar de entretenimiento, Melchorito, que era punto fijo en el paraíso del Teatro Real, y poseía una feliz memoria musical, daba conciertos vocales e instrumentales, cantándole a Rafael trozos de ópera, arias, dúos y piezas de conjunto, no sin agregar a su salmodia todo el colorido orquestal que obtener podía con las modulaciones de boca más extrañas. El ciego ponía de su parte algún bajete o ritornello fácil, por no ser su retentiva filarmónica tan grande como refinado su gusto, y gozaba lo indecible llegando a creer que se hallaba en su butaca del Teatro, como antes llegaba a figurarse que paseaba por las galerías del Museo.

Lo que agradecían las dos damas la complacencia del chiquillo de abajo, y lo que admiraban su habilidad, no hay para qué decirlo, pues Rafael era dichoso con tal compañía, y no la cambiara por la de todos los sabios del mundo. Cruz solía asomar sonriente a la puerta del cuarto, para ver la cara radiante de su hermano, mientras el otro, colorado como un pavo, dirigía la orquesta dando la entrada a los trombones, o atacando el sobreagudo de los violines. Volvía la dama a la tertulia diciendo: "Están ahora en el cuarto acto de Los Hugonotes".

Y poco después: "ya, ya concluye... Se marcha la Reina, porque oigo la marcha real".

Enterado D. Francisco por Donoso de la irreducible oposición de Rafael, no le daba importancia; tan ensoberbecido estaba el pobre hombre con su próximo enlace, y con la conciencia de su exaltación a un estado social superior. "¿Con que ese mequetrefe — decía —, no quiere aceptarme por hermano político? Cúmpleme declarar que me importa un rábano su oposición, y que tengo cuajo para pasármele a él con todo su orgullo por las narices. Agradezca a Dios que es ciego y no ve, que si tuviera ojos ya le enseñaría yo a mirar derecho y ver quién es quién. Sus pergaminos de puñales me sirven a mí para limpiarme el moco...

que si yo quiero, ¡cuidado!, pergaminos tendré mejores que los suyos y con más requilorios de nobleza de ñales, que me hagan descender de la Biblia pastelera, y de la estrella de los Reyes Magos".

Pasaron días; arreciaba el calor; y como Torquemada quería llegar lo más pronto posible al nuevo orden de cosas, fijóse la fecha de la boda para el 4 de Agosto. La familia se trasladaría a la calle de Silva, para lo cual se completó el mueblaje con un comedor de nogal, elegantísimo, escogido por Donoso; y todo habría marchado sobre carriles, si no inquietara a las señoras y al propio D.

Francisco la actitud de Rafael, petrificado en su intransigencia. No había que pensar en llevarle a la casa matrimonial, a menos que el tiempo suavizase tanto rigor. Si Donoso y Fidela confiaban en la acción del tiempo, y en la imposición de los hechos consumados, Cruz no tenía tal confianza. Discutían sin cesar los tres el difícil problema, no hallándole solución adecuada, hasta que por fin D.

José propuso una especie de modus vivendi, que no pareció mal a sus amigas; esto es, que si Rafael se obstinaba en no vivir bajo el mismo techo que el usurero, él le llevaría a su casa, donde le tendría como a hijo, pudiendo sus hermanas verle siempre que quisieran. Triste pareció la solución, pero admitida fue por ser la menos mala.

Una noche de Julio, Rafael y su amigo platicaban de pintura moderna. Díjole Melchorito que tenía una crítica muy salada y chispeante de los cuadros de la última Exposición; mostró el ciego deseos de que su amigo se la leyera; corrió el otro en busca del folleto; quedose solo el joven del Águila.

No notaron las hermanas la salida del chiquillo de abajo, pues como aquella noche no había música, el silencio no les llamó la atención. Con todo, al cabo de un rato, el silencio fue demasiado profundo para no ser advertido. Corrió Cruz al cuartito. Rafael no estaba. Gritó. Acudieron los demás; buscáronle por toda la casa, y el ciego sin aparecer. La idea de que se hubiese arrojado por la ventana al patio, o por algún balcón a la calle, los alarmó un momento. Pero no, no podía ser. Todos los huecos cerrados. Donoso fue el primero que descubrió que la puerta de la escalera estaba abierta. Pensaron que Rafael y su amigo habían bajado a la tienda. Pero en aquel instante subía Melchorito, el cual se maravilló de lo que ocurría.

Bajaron las dos hermanas más muertas que vivas, y tras ellas los dos amigos de la casa. En la plazuela, un guardia les dijo que el señorito ciego había atravesado solo por el jardinillo, dirigiéndose a la calle de las Infantas o a la del Clavel. Preguntaron a cuantas personas vieron; pero nadie daba razón.

Consternadas, resolvieron ir en su busca. ¿Pero a dónde?... No había que perder tiempo. Fidela con Donoso iría por un lado. Cruz con Torquemada por otro...

¿Habría tomado el fugitivo la dirección de Cuatro Caminos? Esta era la opinión más admisible. Pero bien podría haberse dirigido a otra parte. Melchorito y su padre recorrieron presurosos las calles próximas. Nada; no aparecía.

"¡A casa de Bernardina! — dijo Cruz, que conservaba la serenidad en medio de tanta desolación y aturdimiento. Y al punto, como general en jefe indiscutible, empezó a dictar órdenes —: Usted, D. Francisco, no nos sirve para nada en este caso. Retírese: le informaremos de lo que ocurra. Tú, Fidela, súbete a casa. Yo me arreglaré sola. D. José y yo por un lado, Melchor padre e hijo por otro, le buscaremos, y por fuerza le hemos de encontrar... ¡Qué locura de chico! Pero conmigo no juega... Si él es terco, yo más. Él a perderse y yo a encontrarle, veremos quién gana..., ¡veremos!".

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