VII
Si no se ha dicho antes, dícese ahora que la antigua y fiel criada de las Águilas vivía en Cuatro Caminos, en el cerro que cae hacia Poniente, del lado del Canalillo del Norte. La casa, construida con losetones que fueron de la Villa, adobes, tierra, pedazos de carriles de tranvía y puertas viejas de cuarterones, era una magnífica choza, decorada a estilo campesino con plantas de calabaza, cuyas frondosas guías perfilaban el alero y la cumbre del tejado. Ocupaba el centro de un grandísimo muladar con cerca de piedras sueltas, material que fue de un taller de cantería, y de trecho en trecho veíanse montones de basura y paja de cuadra, donde escarbaban hasta docena y media de gallinas muy ponedoras, y un gallo muy arrogante, de plumas de oro. Al extremo oriental del cercado, mirando hacia la carretera de Tetuán, se destacaba un desmantelado edificio de un solo piso con todas las trazas de caseta de sobrestantía, techo provisional y paramentos sin revoco; pero su destino era muy distinto. En la puerta que daba al camino veíase un palo largo, al extremo de él una como gran estrella de palitroques negros, algo como un paraguas sin tela, y debajo un letrero de chafarrinones negros sobre yeso, que decía: Baliente, polvorista.
Allí tenía su taller el esposo de Bernardina, Cándido Valiente, que surtía de fuegos artificiales, en las fiestas de sus santos titulares, a los barrios de Tetuán, Prosperidad, Guindalera, y a los pueblos de Fuencarral y Chamartín. Bernardina había servido a las señoras del Águila en los primeros tiempos de pobreza, hasta que se casó con Valiente; y tal fue la fidelidad y adhesión de aquella buena mujer, que sus amas siguieron tratándola después, y sostenían con ella relaciones de franca amistad. De Bernardina se valía Cruz para comisiones delicadas, sobre las cuales era prudente guardar impenetrable secreto; con Bernardina consultaba en asuntos graves, y con ella se permitía confianzas que con nadie del mundo habría osado tener. Formalidad, discreción, sentido claro de las cosas, resplandecían en la mujer aquella, que sin saber leer ni escribir, habría podido dar lecciones de arte de la vida a más de cuatro personas de clase superior.
Su matrimonio con el polvorista había sido hasta entonces infecundo: malos partos, y pare usted de contar. Vivía con la pareja el padre de él, Hipólito Valiente, vigilante de consumos, soldado viejo, que estuvo en la campaña de África; el grande amigo del ciego Rafael del Águila, que gozaba lo indecible oyéndole contar sus hazañas, las cuales, en boca del propio héroe de ellas, resultaban tan fabulosas como si fuera el mismísimo Ariosto quien las cantase.
Si se llevara cuenta de los moros que mandó al otro mundo en los Castillejos, en Monte Negrón, en el llano de Tetuán y en Wad—Ras, no debía quedar ya sobre la tierra ni un solo sectario de Mahoma para muestra de la raza. Había servido Valiente en Cazadores de Vergara, de la división de reserva mandada por D.
Juan Prim. Se batió en todas las acciones que se dieron para proteger la construcción del camino desde el Campamento de Oteros hasta los Castillejos; y luego allí, en aquella gloriosa ocasión... ¡Cristo!, empezaba el hombre y no concluía. Cazadores de Vergara siempre los primeritos, y él, Hipólito Valiente, que era cabo segundo, haciendo cada barbaridad que cantaba el misterio. ¡Qué día, qué 1.º de Enero de 1860! El batallón se hartó de gloria, quedándose en cuadro, con la mitad de la gente tendida en aquellos campos de maldición.
Hasta el 14 de Enero no pudo volver a entrar en fuego, y allí fue otra vez el hartarse de escabechar moros. ¡Monte Negrón! También fue de las gordas.
Llega por fin el gloriosísimo 4 de Febrero, el acabose, el nepusuntra de las batallas habidas y por haber. Bien se portaron todos, y el general O'Donnell mejor que nadie, con aquel disponer las cosas tan a punto, y aquella comprensión de cabeza, que era la maravilla del universo.
Estas y las subsiguientes maravillas las oía Rafael con grandísimo contento, sin que lo atenuara la sospecha de que adolecían del vicio de exageración, cuando no del de la mentira poética forjada por el entusiasmo. Desde que desembarcó en Ceuta hasta que volvió a embarcar para España, dejando al perro marroquí sin ganas de volver por otra, todo lo narraba Valiente con tanta intrepidez en su retórica como en su apellido, pues cuando llegaba a un punto dudoso, o del cual no había sido testigo presencial, metíase por la calle de enmedio, y allí lo historiaba él a su modo, tirando siempre a lo romancesco y extraordinario. Para Rafael, en el aislamiento que le imponía su ceguera, incapaz de desempeñar en el mundo ningún papel airoso conforme a los impulsos de su corazón hidalgo y de su temple caballeresco, era un consuelo y un solaz irreemplazables oír relatar aventuras heroicas, empeños sublimes de nuestro ejército, batallas sangrientas en que las vidas se inmolaban por el honor. ¡El honor siempre lo primero, la dignidad de España y el lustre de la bandera siempre por cima de todo interés de la materia vil! Y oyendo a Valiente referir cómo, sin haber llevado a la boca un triste pedazo de pan, se lanzaban aquellos mozos al combate, ávidos de hacer polvo a los enemigos del nombre español, se excitaba y enardecía en su adoración de todo lo noble y grande, y en su desprecio de todo lo mezquino y ruin. ¡Batirse sin haber comido! ¡Qué gloria! ¡No conocer el miedo, ni el peligro; no mirar más que el honor! ¡Qué ejemplo! ¡Dichosos los que podían ir por tales caminos! ¡Miserables y desdichados los que se pudrían en una vida ociosa, dándose gusto en las menudencias materiales!
Entrando en el corral, lo primero que preguntó Rafael, al sentir la voz de Bernardina, que a su encuentro salía, fue: "¿Está hoy tu padre franco de servicio?".
— Sí, señor... Por ahí anda, componiéndome una silla.
— Llévale con tu padre — le dijo Cruz —, que le entretendrá contándole lo de África; y entremos tú y yo en tu casa, que tenemos que hablar.
Apareció por detrás de un montón de basura el héroe de los héroes del Mogreb, hombre machucho ya, pequeño de cuerpo, musculoso y ágil, a pesar de su edad, no inferior a los sesenta; tipo de batallón de cazadores, cara curtida, bigote negro, cortado como un cepillo, ojos vivaces, y un reír continuo que perpetuaba en él las alegrías del tiempo de servicio. En mangas de camisa, los brazos arremangados, un pantalón viejo del uniforme de Consumos, la cabeza al aire, Hipólito se adelantó a dar la mano al señorito, y le llevó a donde estaba trabajando.
"Siga, siga usted en su faena — le dijo Rafael, sentándose en una banqueta con ayuda del veterano —. Ya sé que está componiendo sillas".
— Aquí estamos enredando por matar la pícara vagancia, que es otro gusanillo como el hambre.
Sentado en el santo suelo, las patas abiertas, entre ellas la silla, Valiente iba cogiendo eneas de un montón próximo, y con ellas tejía un asiento nuevo sobre la armazón del vetusto mueble.
"A ver, Hipólito — le dijo Rafael, sin más preámbulo, que aquel romancero familiar no lo necesita —, ¿cómo es aquel pasaje que empezó usted a contarme el otro día...?".
—¿Ya...?, ¿cuando en la cabecera del puente Buceta, sobre el río Gelú, defendíamos el paso de los heridos...?
— No, no era eso. Era el paso por un desfiladero... Moros y más moros en las alturas.
—¡Ah!... ya.... al día siguiente de Wad—Ras, ¡vaya una batallita!... Pues el ejército, para ir de Tetuán a Tánger, tenía que pasar por el desfiladero de Fondac...
¡Cristo, si no es por mí... digo, por cazadores de Vergara...! Nos mandó el general que subiéramos a echar de allí a la morralla, y había que vernos, sí, señor, había que vernos... Nos abrasaban desde arriba. Nosotros tan ternes, sube que te sube. Al grupo que cogíamos en medio del monte... ¡carga a la bayoneta!... lo barríamos... Salían de los matojos a la desbandada, como conejos. Una vez en lo alto, pim, pam... aquello no acababa... Yo solo puse patas arriba más de cincuenta.
Mientras con tanta fiereza desalojaban los nuestros al agareno de sus terribles posiciones, en la puerta de la casa, sentadas una frente a otra con familiar llaneza, Cruz y Bernardina platicaban sobre combates menos ruidosos, de los cuales ningún historiador grande ni chico ha de decir jamás una palabra.
"Necesito dos gallinas" — había dicho Cruz como introducción.
— Todas las que la señorita quiera. Escójalas ahora.
— No: escógelas tú bien gordas, y no me las lleves hasta que yo te avise. Es indispensable convidarle a comer un día.
— Según eso, aquello marcha.
— Sí; es cosa hecha. Poco antes de salir de casa recibí una esquela de D. José, en la cual me dice que anoche quedó todo convenido, y el hombre como unas pascuas de contento. No puedes imaginarte lo que he sufrido y sufro. Para llegar a esto, ¡cuánto discurrir, y qué trabajo tan penoso el de acallar la repugnancia, para no oír más voz que la de la razón, unida a otra voz no menos grave, la de la necesidad! Se hará; no hay más remedio.
—¿Y la señorita Fidela...?
— Se resigna... La verdad, no lo ha tomado por la tremenda, como yo me temí.
Puede que haga de tripas corazón, o que comprenda que la familia merece este sacrificio, que bien mirado no es de los más grandes. Sacrificios peores hay, ¿no lo crees tú?
— Sí, señorita... El hombre se va afinando. Ayer le vi y no le conocí, con su chisterómetro acabado de planchar, que parecía un sol, y levita inglesa... Vaya; a cualquiera se la da... ¡Quién le vio con la camisa sucia de tres semanas, los tacones torcidos, la cara de judío de los pasos de Semana Santa, cobrando los alquileres de la casa de corredor de frente al Depósito!
— Por Dios, cállate, no recuerdes eso. Tapa, tapa.
— Quiero decir que ya no es lo que era, y al igual de su ropa, habrán cambiado el genio y las mañas...
—¡Ah... lo veremos luego! Esas son otras batallas que habrá que dar después.
Ambas volvieron la vista, asustadas por un ruido como de disparos que muy cerca se oía... ¡Pim, pam, pum!
"¡Ah! — exclamó Bernardina riendo —, es mi padre, que le cuenta al señorito las palizas que dieron a los moros".
— Pues, como te decía, Fidela no me inspira cuidado: se somete a cuanto yo dispongo. ¡Pero lo que es este... el pobrecito ciego!... ¡Si supieras qué disgusto nos ha dado hoy!
—¿No le hace gracia?...
— Maldita... Tan no le hace gracia, que hoy quiso matarse... No transige, no. En él tienen raíz muy honda ciertas ideas... sentimientos de familia, orgullo de raza, la tradición noble... Yo tenía también... eso; pero me lo he ido dejando en las zarzas del camino. A fuerza de caer y arrastrarme, la vulgaridad me ha ido conquistando. Mi hermano sigue en su antigua conformación de persona de alcurnia, enamorado de la dignidad y de otra porción de cosas que no se comen, ni han dado de comer a nadie en días aciagos.
— El señorito Rafael, ¿qué ha de hacer más que lo que las señoras quieran?
— No sé, no sé... Me temo que ha de estallar alguna tempestad en casa. Rafael conserva en su alma el tesón de la familia, como los objetos preciosos que están en los museos. Pero, suceda lo que quiera, lucharemos, y como esto debe hacerse, porque es la única solución, se hará, yo te aseguro que se hará.
Los temblores del labio inferior indicaban la resolución inquebrantable, que convertiría en realidad aquel propósito, desafiando todos los peligros.
"Pues hemos de prepararnos para el hecho con hechos ¿entiendes?... quiero decir que tengo que ir tomando medidas... Verás. El señor de Donoso me ha escrito hoy, asegurándome que ha cerrado el trato, y que el hombre tiene prisa".
— Es natural.
— Y quiere llevarlo a pasos de carga. Mejor: estos tragos, de una vez y por sorpresa. Cuando la gente se percate, ya está hecho. Excuso decirte que necesitamos prepararnos. Así me lo dice D. José, que, comprendiendo las dificultades que en nuestra situación tristísima hallaríamos para esa preparación, me ofrece los recursos necesarios... Claro, en el caso presente, acepto el favor...
¡Qué hombre, qué previsión, qué bondad!... Acepto, sí, por la seguridad de poder reintegrar pronto el anticipo. ¿Te vas enterando?
— Sí señora. Habrá que...
— Sí... Veo que me entiendes. Tenemos que ir sacando...
— Ya sabe que me tiene a su disposición.
— Desde mañana te vas por casa todos los días. No sacaremos todo de golpe por no llamar la atención. Urgen los cubiertos de plata.
— Están en...
— En lo que estuvieren: lo mismo da.
— Calle de Espoz y Mina. Diez meses, si no recuerdo mal.
— Luego, la ropa de cama... los relojes...
— Todo, todo... ¡Y yo que pensé que se perdía...! Como que los réditos subirán...
— Déjalos que suban — dijo Cruz vivamente, queriendo evitar un cálculo enojoso y denigrante —. ¡Ah!, ahora que recuerdo: mañana te daré los diez duros que te debo.
— No corre prisa. Déjelos. Si Cándido se entera, me los quitará para pólvora.
Guárdemelos.
— No, no... Quiero saborear el placer, que ya iba siendo desconocido para mí, de no deber nada a nadie — dijo Cruz, iluminado el rostro por una ráfaga de dicha inefable —. Si me parece mentira. A veces me digo: ¿sueño yo? ¿Será verdad que pronto respiraré libre de esta opresión angustiosa? ¿Se acabó este vivir muriendo? ¿El suceso que está al caer, nos traerá bienandanza, o nuevas desgracias y tristezas nuevas, en sustitución de las que se lleva?