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Torquemada en la Cruz: XVI

Torquemada en la Cruz
XVI
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  1. Portada
  2. Información
  3. Primera parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
    15. XVI
  4. Segunda Parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
    15. XV
    16. XVI
  5. Autor
  6. Otros textos
  7. CoverPage

XVI

Tristísimo fue aquel día para el pobre ciego, porque desde muy temprano le atormentó la idea de que su hermana se estaba casando, y como fijamente no sabía la hora, a todas las del día y en los instantes todos estaba viéndola casarse, y quedar por siempre prisionera en los brazos del aborrecido monstruo que en mal hora llevó el oficioso D. José a la casa del Águila. Hizo el polvorista imposibles por distraerle; propuso llevarle de paseo por todo el Canalillo hasta la Moncloa; pero Rafael se negó a salir del corralón. Por fin metiéronse los dos en el taller, donde Valiente tenía que ultimar un trabajillo pirotécnico para el día de San Agustín, y allí se pasaron tontamente la mañana, decidor el uno, triste y sin consuelo el otro. A Cándido le dio aquel día por enaltecer el arte del polvorista, elevándolo a la categoría de arte noble, con ideales hermosos, y su correspondiente trascendencia. Quejábase de la poca protección que da el Gobierno a la pirotecnia, pues no hay en toda España ni una mala escuela en que se enseñe la fabricación de fuegos artificiales. Él se preciaba de ser maestro en aquel arte, y con un poquitín de auxilio oficial haría maravillas. Sostenía que los fuegos de pólvora pueden y deben ser una rama de la Instrucción pública.

Que le subvencionasen, y él se arrancaría, en cualquier festividad de las gordas, con una función que fuera el asombro del mundo. Vamos, que se comprometía a presentar toda la Historia de España en fuegos artificiales. La forma de los castilletes, ruedas, canastillas, fuentes de luz, morteros, lluvias de estrellas, torbellinos, combinando con esto los colores de las luces, le permitiría expresar todos los episodios de la historia patria, desde la venida de los godos hasta la ida de los franceses en la guerra de la Independencia... "Créalo usted, señorito Rafael — añadió para concluir —, con la pólvora se puede decir todo lo que se quiera, y para llegar a donde no llega la pólvora tenemos multitud de sales, compuestos y fulminantes, que son lo mismito que hablar en verso...".

— Oye, Cándido — dijo Rafael bruscamente, y manifestando un interés vivísimo, que contrastaba con su anterior desdén por las maravillas pirotécnicas —. ¿Tienes tú dinamita?

— No señor; pero tengo el fulminante de protóxido de mercurio, que sirve para preparar los garbanzos tronantes, y las arañas de luz.

—¿Y explota?

— Horrorosamente, señorito.

— Cándido, por lo que más quieras, hazme un petardo, un petardo que al estallar se lleve por delante... ¡qué sé yo!, medio mundo... No te asustes de verme así.

La impotencia en que vivo me inspira locuras como la que acabo de decirte... Y no creas... te lo repito, sabiendo que es una locura: yo quiero matar, Cándido(excitadísimo, levantándose), quiero matar, porque sólo matando puedo realizar la justicia. Y yo te pregunto: "¿De qué modo puede matar un ciego?".

Ni con arma blanca, ni con arma de fuego. Un ciego no sabe dónde hiere, y creyendo herir al culpable, fácil es que haga pedazos al inocente... Pero, lo que yo digo, discurriendo, discurriendo, un ciego puede encontrar medios hábiles de hacer justicia. Cándido, Cándido, ten compasión de mí, y dame lo que te pido".

Aterrado le miró Valiente, las manos en la masa, en la negra pólvora, y si antes había sospechado que el señorito no tenía la cabeza buena, ya no dudaba de que su locura era de las de remate. Mas de pronto, una violenta crisis se efectuó en el espíritu del desgraciado joven, y con rápida transición pasó de la ira epiléptica a la honda ternura. Rompió a llorar como un niño, fue a dar contra la pared negra y telarañosa, y apoyó en ella los brazos, escondiendo entre ellos la cabeza. Valiente, confuso y sin saber qué decir, se limpiaba las manos de pólvora, restregándolas una contra otra, y pensaba en sus explosivos, y en la necesidad de ponerlos en lugar completamente seguro.

"No me juzgues mal — le dijo Rafael tras breve rato, limpiándose las lágrimas —.

Es que me dan estos arrechuchos... ira... furor... ansia de destrucción; y como no puedo... como no veo... Pero no hagas caso, no sé lo que digo... Ea, ya me pasó... Ya no mato a nadie. Me resigno a esta obscuridad impotente y tristísima, y a ser un muñeco sin iniciativa, sin voluntad, sintiendo el honor y no pudiendo expresarlo... Guárdate tus bombas, y tus fulminantes, y tus explosivos. Yo no quiero, yo no puedo usarlos".

Sentose otra vez, y con lúgubre acento, que algo tenía de entonación profética, acabó de expresar su pensamiento en esta forma:

"Cándido, tú que eres joven y tienes ojos, has de ver cosas estupendas en esta sociedad envilecida por los negocios y el positivismo. Hoy por hoy, lo que sucede, por ser muy extraño, permite vaticinar lo que sucederá. ¿Qué pasa hoy? Que la plebe indigente, envidiosa de los ricos, les amenaza, les aterra, y quiere destruirlos con bombas y diabólicos aparatos de muerte. Tras esto vendrá otra cosa, que podrás ver cuando se disipe el humo de estas luchas. En los tiempos que vienen, los aristócratas arruinados, desposeídos de su propiedad por los usureros y traficantes de la clase media, se sentirán impulsados a la venganza...

querrán destruir esa raza egoísta, esos burgueses groseros y viciosos, que después de absorber los bienes de la Iglesia, se han hecho dueños del Estado, monopolizan el poder, la riqueza, y quieren para sus arcas todo el dinero de pobres y ricos, y para sus tálamos las mujeres de la aristocracia... Tú lo has de ver, Cándido; nosotros los señoritos, los que siendo como yo, tengan ojos y vean dónde hieren, arrojaremos máquinas explosivas contra toda esa turba de mercachifles soeces, irreligiosos, comidos de vicios, hartos de goces infames.

Tú lo has de ver, tú lo has de ver".

En esto entró Donoso, pero la perorata estaba concluida, y el ciego recibió a su amigo con expresiones joviales. En cuatro palabras le enteró D. José de la situación, notificándole las bodas y la enfermedad de Fidela, que inopinadamente había venido a turbar las alegrías nupciales, sumiendo... A pesar de su práctica oratoria, no supo Donoso concluir la frase, y pronunció el sumiendo tres o cuatro veces. La idea de exagerar la dolencia, faltando a la verdad, como reiteradamente le había recomendado Cruz, le cohibía.

"Sumiendo... — repitió Rafael — ¿A quién y en qué?".

— En la desesperación... no tanto: en la tristeza... Figúrate: ¡en día de boda, enferma gravemente!... o al menos de mucho cuidado. A saber si será pulmonía insidiosa, escarlatina, viruelas...

—¿Tiene fiebre?

— Altísima, y aún no se atreve el médico a diagnosticar, hasta no ver la marcha...

— Yo diagnosticaré — dijo el ciego con altanería, y sin mostrar pena por su querida hermana

—¿Tú?

— Yo. Sí señor. Mi hermana se muere. Ahí tiene usted el pronóstico y el diagnóstico, y el tratamiento, y el término fatal... Se muere.

—¡Oh, no es para tanto...!

— Que se muere digo. Lo sé, lo adivino: no puedo equivocarme.

—¡Rafael, por Dios...!

— Don José, por la Virgen... ¡Ah, he aquí la solución, la única racional y lógica! Dios no podía menos de disponerlo así en su infinita sabiduría.

Iba y venía como un demente, presa de agitación insana. No se consolaba D.

José de haberle dado la noticia, y procuró atenuarla por todos los medios que su hábil retórica le sugería.

"No, si es inútil que usted trate de desmentir avisos, inspiraciones que vienen de muy alto. ¿Cómo llegan a mí, cómo se me comunica este decreto misterioso de la voluntad divina? Eso yo lo sé. Yo me entiendo. Mi hermana se muere; no lo duden ustedes. ¡Si lo estoy viendo, si tenía que ser así! Lo que debe ser es".

— No siempre, hijo mío.

— Ahora, sí.

Lograron calmarle, sacándole a pasear por el corralón. D. José le propuso llevarle al lado de la enferma; pero se resistió, encerrándose en una gravedad taciturna. Después de encargar a Bernardina y los Valientes que redoblaran su vigilancia y no perdieran de vista al desdichado joven, volvió Donoso con pies de Mercurio a la calle de Silva, para comunicar a Cruz lo que en Cuatro Caminos ocurría; y tanta era la bondad del excelente señor, que no se cansaba de andar como un azacán desde el centro hasta el extremo Norte de Madrid, con tal de ser útil a los últimos descendientes de las respetabilísimas familias del Águila y de la Torre—Auñón.

Habría querido Cruz duplicarse para atender juntamente a Fidela y al ciego, y si no quería abandonar a la una, anhelaba ardientemente ver al otro, y aplacar con razones y cariños su desvarío. Por fin, a eso de las diez de la noche, hallándose la señora de Torquemada casi sin fiebre, tranquila, y descansada ya de su padecer, la hermana mayor se determinó a salir, llevando consigo al paño de lágrimas de la familia, y un simón de los mejores les transportó a Cuatro Caminos. Rafael dormía profundamente. Viole su hermana en el lecho; enterose por Bernardina de que ninguna novedad ocurría, y vuelta a Madrid y al caserón desordenado y caótico de la calle de Silva.

Al día siguiente, por la tarde, hallándose el ciego en el corralón, sentado en una piedra, a la sombra de un ingente montón de basura, sin más compañía que la del gallo, que frente a él altaneramente le miraba, y de varias gallinas que, sin hacerle caso, escarbaban el suelo, recibió la visita del indispensable Donoso, el cual se acercó a saludarle, muy bien penetrado de las instrucciones que le diera la intrépida Cruz.

"¿Qué hay?" — preguntó el ciego.

— Nada — dijo secamente D. José, midiendo las palabras, pues la dama le había recomendado que éstas fueran pocas y precisas —. Que tu hermana Fidela quiere verte.

—¿Pero...? ¿Cómo está?

Algo iba a decir el paño de lágrimas, en quien el hábito de la facundia podía más que las exigencias de la discreción. Pero se contuvo, y encomendándose a su noble amiga, tan sólo dijo:

"No me preguntes nada; no sé nada. Sólo sé que tu hermana quiere verte".

Después de una larga pausa, durante la cual permaneció con la cabeza a la menor distancia posible de las rodillas, se levantó Rafael, y dijo resueltamente: "Vamos allá".

Por más señas, hallábase aquel día don Francisco Torquemada en felicísima disposición de ánimo, despejada la cabeza, claros los sentidos y expeditas todas las facultades, pues al salir del tenebroso sopor en que le sumergió durante la tarde y noche la travesurilla alcohólica del almuerzo de boda, maldito si se acordó de lo que había dicho y hecho en aquellas horas de turbación insana, y así no tenía por qué avergonzarse de nada. No hizo Cruz la menor alusión a cosas tan desagradables, y él se desvivía por mostrarse galán y obsequioso con ella, accediendo a cuantas observaciones le hizo referentes al régimen y gobierno de la casa. La ilustre dama, con habilidad suma, no tocaba aún con su blanda mano reformadora más que la superficie, reservándose el fondo para más adelante. Naturalmente, coincidió con esta situación del ánimo Torquemadesco, un recrudecimiento de palabras finas, toda la adquisición de los últimos días empleada vertiginosamente, cual si temiera que los términos y frases que no tenían un uso inmediato, se le habían de escapar de la memoria. Entre otras cosillas, dijo que sólo defendía a Romualda bajo el aspecto de la fidelidad; pero no bajo ningún otro aspecto. El nuevo orden de cosas merecía su beneplácito. Y no temiera su cuñada que él, fingiendo acceder, se opusiera luego con maquiavelismos impropios de su carácter. Eso sí: convenía que él se enterase de lo que ella dispusiera, para que no resultaran órdenes contradictorias, porque a él, ¡cuidado!, no le gustaba barrenar las leyes, ni barrenar nada, vamos... Cierto que la casa no tenía aspecto de casa de señores; faltaban en ella no pocos elementos; pero su hermana política, dechado de inteligencia y de buen gusto, etc., había venido a llenar un vacío... Todo proyecto que ella abrigase se lo debía manifestar a él, y se discutiría ampliamente, aunque él, previamente lo aceptaba... en principio.

En esto llamaron. Era Donoso con Rafael. Cruz recibió a este en sus brazos, haciéndole muchas caricias. El ciego no dijo nada, y se dejó llevar hacia dentro, de sala en sala. Al oír la voz de Fidela, que alegremente charlaba con Rufinita, el señorito del Águila se estremeció.

"Ya está mejor... Va saliendo, hijo, va saliendo adelante — le dijo la primogénita —. ¡Qué susto nos ha dado!".

Y Quevedito, con sinceridad y buena fe, se adelantó a dar su opinión en esta forma: "Si no ha sido nada. Un enfriamiento... poca cosa. Está bien, perfectamente bien. Por pura precaución no la he mandado levantarse".

En la puerta de la alcoba matrimonial, Torquemada, frotándose las manos una contra otra con aire de satisfacción, calzado ya con elegantes zapatillas que acababan de traerle de la tienda, dio al ciego la bienvenida, para lo cual le vino de perillas la última frase bonita que había aprendido:

"¡Ah! — exclamó —, el bello ideal... ¡Al fin, Rafael!... Toda la familia reunida... ¡el bello ideal!...".

La Magdalena (Santander.)
Octubre de 1893.

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