XV
Con lento paso de fecha deseada, llegó por fin aquel día, sábado por más señas, y víspera o antevíspera (que esto no lo determinan bien las historias) de la festividad de Santiago, patrón de las Españas. Celebrose la boda en San José, sin ostentación, tempranito, como ceremonia de tapadillo a la que no se quería dar publicidad. Asistieron tan sólo Rufinita Torquemada y su marido, Donoso, y dos señores más, amigos de las Águilas, que se despidieron al salir de la iglesia.
D. Francisco iba de levita herméticamente cerrada, guantes tan ajustados, que sus dedos parecían morcillas, y sudó el hombre la gota gorda para quitárselos.
Como era la época de más fuerte calor, todos, la novia inclusive, no hacían más que pasarse el pañuelo por la cara. La del novio parecía untada de aceite, según relucía, y para mayor desdicha, exhalaba con su aliento emanaciones de cebolla, porque a media noche se había comido de una sentada una fuente de salpicón, su plato predilecto. A Cruz le dio el vaho en la nariz en cuanto se encaró con su cuñado, y tuvo que echar frenos a su ira para poder contenerla, mayormente al ver cuán mal se avenía el olor cebollesco con las palabras finas que a cada instante, y vinieran o no a cuento, desembuchaba el ensoberbecido prestamista.
Fidela parecía un cadáver, porque... creyérase que el demonio había tenido parte en ello..., la noche antes tomó un refresco de agraz para mitigar el calor que la abrasaba, y agraz fue que se le agriaron todos los líquidos del cuerpo, y tan inoportunamente se descompuso, que en un tris estuvo que la boda no pudiera celebrarse. Allá le administró Cruz no sé qué droga atemperante, en dosis de caballo, gracias a lo cual, no hubo necesidad de aplazamiento; pero estaba la pobre señorita hecha una mártir, un color se le iba y otro se le venía, sudando por todos sus poros, y sin poder respirar fácilmente. Gracias que la ceremonia fue breve, que si no, patatús seguro. Llegó un momento en que la iglesia, con todos sus altares, empezó a dar vueltas alrededor de la interesante joven, y si el esposo no la agarra, cae redonda al suelo.
Cruz no tenía el sosiego hasta no ver concluido el ritual, para poder trasladarse a la casa, con objeto de quitar el corsé a Fidela y procurarle descanso. En dos coches se dirigieron todos al nuevo domicilio, y, por el camino, Torquemada le daba aire a su esposa con el abanico de esta, diciéndole de vez en cuando: "Eso no es nada, la estupefacción, la emoción, el calor... ¡Vaya que está haciendo un verano!... Dentro de dos horas no habrá quien atraviese la calle de Alcalá por la acera de acá, que es la del solecismo. A la sombra, menos mal".
En la casa, la primera impresión de Cruz fue atrozmente desagradable. ¡Qué desorden, qué falta de gusto! Las cosas buenas colocadas sin ningún criterio, y entre ellas mil porquerías con las cuales debía hacerse un auto de fe. Salió a recibirlos Romualda, la tarasca sirviente de D. Francisco, con una falda llena de lamparones, arrastrando las chancletas, las greñas sin peinar, facha asquerosa de criada de mesón. En la servidumbre, como en todo, vio la noble dama reflejada la tacañería del amo de la casa. El criado apestaba a tagarnina, de la cual llevaba una colilla tras de la oreja, y hablaba con el acento más soez y tabernario. ¡Dios mío, qué cocina, en la cual una pincha vieja y con los ojos pitañosos ayudaba a Romualda!... No, no, aquello no podía ser. Ya se arreglaría de otra manera.
Felizmente, el almuerzo de aquel día clásico se había encargado a una fonda, por indicación de Donoso, que en todo ponía su admirable sentido y previsión.
Fidela no se mejoró con el aflojar del corsé y de todas las demás ligaduras de su cuerpo. Intentó almorzar; pero tuvo que levantarse de la mesa, acometida de violentos vómitos, que le sacaron del cuerpo cuanto tenía. Hubo que acostarla, y el almuerzo se dividió en dos tiempos, ninguno de los cuales fue alegre, por aquella maldita contrariedad de la desazón de la desposada. Gracias que había facultativo en la casa. Torquemada llamaba de este modo a su yerno, Quevedito.
"Tú, ¿qué haces que no me la curas al instante? Reniego de tu facultad, y de la Biblia en pasta". Iba y venía del comedor a la alcoba, y viceversa, regañando con todo el mundo, confundiendo nombres y personas, llamando Cruz a Romualda, y diciendo a su cuñada: "Vete con mil demonios". Quevedito ordenó que dejaran reposar a la enferma, en la cual parecía iniciarse una regular fiebre; Cruz prescribió también el reposo, el silencio y la obscuridad, no pudiendo abstenerse de echar los tiempos a Torquemada por el ruido que hacía, entrando y saliendo en la alcoba sin necesidad. Botas más chillonas no las había visto Cruz en su vida, y de tal modo chillaban y gemían aquellas endiabladas suelas, que la señora no pudo menos de hacer sobre esto una discreta indicación al amo de la casa. Al poco rato apareció el hombre con unas zapatillas de orillo, viejas, agujereadas, y sin forma.
Continuaron almorzando, y D. Francisco y Donoso hicieron honor a los platos servidos por el fondista. Y el novio creyó que no cumplía como bueno en día tan solemne si no empinaba ferozmente el codo; porque, lo que él decía: ¡Haberse corrido a un desusado gasto de champagne, para después hacer el pobrete melindroso! Bebiéralo o no, tenía que pagarlo. Pues a consumirlo, para que al menos se igualara el Haber del estómago con el Debe del bolsillo. Por esta razón puramente económica y de Partida Doble, más que por vicio de embriaguez, bebió copiosamente el tacaño, cuya sobriedad no se desmentía sino en casos rarísimos.
Terminado el almuerzo, quiso D. Francisco enterar a Cruz de mil particulares de la casa, y mostrarle todo, pues ya había tratado Donoso con él de la necesidad de poner a su ilustre cuñada al frente del gobierno doméstico. Estaba el hombre, con tanta bebida y la alegría que por todo el cuerpo le retozaba, muy descompuesto, el rostro como untado de craso bermellón, los ojos llameantes, los pelos erizados, y echando de la boca un vaho de vinazo que tiraba para atrás.
A Cruz se le revolvía el estómago; pero hizo de tripas corazón. Llevola D.
Francisco de sala en sala, diciendo mil despropósitos, elogiando desmedidamente los muebles y alfombras, con referencias numéricas de lo que le habían costado; gesticulaba, reía estúpidamente, se sentaba de golpe en los sillones para probar la blandura de los muelles; escupía, pisoteando luego su saliva con la usada pantufla de orillo; corría y descorría las cortinas con infantil travesura; daba golpes sobre las camas, agregando a todas estas extravagancias los comentarios más indelicados: "En su vida ha visto usted cosa tan rica... ¿Y esto? ¿No se le cae la baba de gusto?".
De uno de los armarios roperos sacó varias prendas de vestir, muy ajadas, oliendo a alcanfor, y las iba echando sobre una cama para que Cruz las viese.
"Mire usted qué falda de raso. La compró mi Silvia por un pedazo de pan. Es riquísima. Toque, toque... No se la puso más que un Jueves Santo, y el día que fuimos padrinos de la boda del cerero de la Paloma. Pues, para que vea usted lo que la estimo, señora doña Cruz, se lo regalo generosamente... Usted se la arreglará, y saldrá con ella por los Madriles hecha una real moza... Todos estos trajes fueron de mi difunta. Hay dos de seda, algo antiguos, eso sí, como que fueron antes de una dama de Palacio... cuatro de merino y de lanilla... todo cosa rica, comprado en almonedas por quiebra. Fidela llamará a una modista de poco pelo, para que se los arregle y los ponga de moda; que ya tocan a economizar, ¡ñales!, porque aunque es uno rico, eso no quiere decir ¡cuidado!, que se tire el santísimo dinero... Economía, mucha economía, mi señora doña Cruz, y bien puede ser maestra en el ahorro la que ha vivido tanto tiempo lampando... quiero decir... como el perro del tío Alegría, que tenía que arrimarse a la pared para poder ladrar.
Cruz hizo que asentía, pero en su interior bramaba de coraje, diciéndose: "¡Ya te arreglaré, grandísimo tacaño!". Enseñando el aposento destinado a la noble dama, decía el prestamista: "Aquí estará usted muy ancha. Le parecerá mentira, ¿eh?... Acostumbrada a los cuchitriles de aquella casa. Y si no es por mí ¡cuidado!, allí se pudren usted y su hermana. Digan que las ha venido Dios a ver... Pero ya que me privo de la renta de este señor piso principal, viviendo en él, hay que economizar en el plato pastelero, y en lo tocante a ropa. Aquí no quiero lujos, ¿sabe?... Porque ya me parece que he gastado bastante dinero en los trajes de boda. Ya no más, ya no más, ¡ñales! Yo fijaré un tanto, y a él hay que ajustarse. Nivelación siempre; este es el objetivo, o el ojete, para decirlo más pronto".
Prorrumpía en bárbaras risas, después de disparatar así, casi olvidado de los términos elegantes que aprendido había; tocaba las castañuelas con los dedos o se tiraba de los pelos, añadiendo alguna nueva patochada, o mofándose inconscientemente del lenguaje fino: porque yo abrigo la convicción de que no debemos desabrigar el bolsillo ¡cuidado!, y parto del principio de que haiga principio sólo los jueves y domingos; porque si, como dice el amigo Donoso, las leyes administrativas han venido a llenar un vacío, yo he venido a llenar el vacío de los estómagos de ustedes... digo... no haga caso de este materialismo...
es una broma.
Difícilmente podía Cruz disimular su asco. Donoso, que había estado de sobremesa platicando con Rufinita, fue en seguimiento de la pareja que inspeccionaba la casa, uniéndose a ella en el instante en que Torquemada enseñaba a Cruz el famoso altarito con el retrato de Valentín convertido en imagen religiosa, entre velas de cera. D. Francisco se encaró con la imagen, diciéndole: "Ya ves, hombre, como todo se ha hecho guapamente. Aquí tienes a tu tía. No es vieja, no, ni hagas caso del materialismo del cabello blanco. Es guapa de veras, y noble por los cuatro costados... como que desciende de la muela del juicio de algún rey de bastos...".
— Basta — le dijo Donoso, queriendo llevárselo —. ¿Por qué no descansa usted un ratito?
— Déjeme... ¡por la Biblia! ¡No sea pesado ni cócora! Tengo que decirle a mi niño que ya estamos todos acá. Tu mamá está mala... ¡Pues no es flojo contratiempo!... Pero descuida, hijo de mis entrañas, que yo te naceré pronto...
Más guapín eres tú que ellas. Tu madre saldrá a ti... digo, no, tú a tu madre...
No, no; yo quiero que seas el mismo. Si no, me descaso.
Entró Quevedito anunciando que Fidela tenía una fiebre intensa, y que nada podía pronosticar hasta la mañana siguiente. Acudieron todos allá, y después de ponerla entre sábanas, le aplicaron botellas de agua caliente a los pies, y prepararon no sé qué bebida para aplacar su sed. D. Francisco no hacía más que estorbar, metiéndose en todo, disponiendo las cosas más absurdas y diciendo a cada momento: "¿Y para esto, ¡Cristo, re—Cristo!, me he casado yo?".
Donoso se lo llevó al despacho, obligándole a echarse hasta que se le pasaran los efectos del alcoholismo; pero no hubo medio de retenerle en el sofá más que algunos minutos, y allá fue otra vez a dar matraca a su hermana política, que examinaba la habitación en que quería instalar a Rafael.
"Mira, Crucita — le dijo arrancándose a tutearla con grotesca confianza —, si no quiere venir el caballerete andante de tu hermano, que no venga. Yo no le suplico que venga; ni haré nada por traerle, ¡cuidado!, que mi suposición 17 no es menos que la suya. Yo soy noble: mi abuelo castraba cerdos, que es, digan lo que quieran, una profesión muy bien vista en los... pueblos cultos. Mi tataratío el Inquisidor, tostaba herejes, y tenía un bodegón para vender chuletas de carne de persona. Mi abuela, una tal doña Coscojilla, echaba las cartas y adivinaba todos los secretos. La nombraron bruja universal... Con que ya ves...".
Ya era imposible resistirle más. Donoso le cogió por un brazo, y llevándole al cuarto más próximo, le tendió a la fuerza. Poco después, los ronquidos del descendiente del inquisidor atronaban la casa.
"¡Demonio de hombre! — decía Cruz a don José, sentados ambos junto al lecho de Fidela, que en profundo letargo febril yacía —. Insoportable está hoy".
— Como no tiene costumbre de beber, le ha hecho daño el champagne. Lo mismo me pasó a mí el día de mi boda. Y ahora usted, amiga mía, procediendo hábilmente, con la táctica que sabe usar, hará de él lo que quiera...
—¡Dios mío, qué casa! Tengo que volverlo todo del revés... Y dígame, D. José: ¿No le ha indicado usted ya que es indispensable poner coche?
— Se lo he dicho... A su tiempo vendrá esa reforma, para la cual está todavía un poco rebelde. Todo se andará. No olvide usted que hay que ir por grados.
— Sí, sí. Lo más urgente es adecentar este caserón, en el cual hay mucho bueno que hoy no luce entre tanto desarreglo y suciedad. Estos criados que nos ha traído de la calle de San Blas, no pueden seguir aquí. Y en cuanto a sus planes de economía... Económica soy; la desgracia me ha enseñado a vivir con poco, con nada. Pero no se han de ver en la casa del rico escaseces indecorosas. Por el decoro del mismo D. Francisco, pienso declarar la guerra a esa tacañería que tiene pegada al alma como una roña, como una lepra, de la cual personas como nosotras no podemos contaminarnos.
Rebulló Fidela, y todos se informaron con vivo interés de su estado. Sentía quebranto de huesos, cefalalgia, incomodidad vivísima en la garganta.
Quevedito diagnosticó una angina catarral sin importancia: cuestión de unos días de cama, abrigo, dieta, sudoríficos y una ligera medicación antifebrífuga.
Tranquilizóse Cruz; pero no teniéndolas todas consigo, determinó no separarse de su hermana; y despachó a Donoso a Cuatro Caminos para que viese a Rafael, y le informase de aquel inesperado accidente.
"¡Si de esta desazón — dijo Cruz, que todo lo aprovechaba para sus altos fines — resultará un bien! ¡Si conseguimos atraer a Rafael con el señuelo de la enfermedad de su querida hermana...! D. José de mi alma, cuando usted le hable de esto, exagere un poquito...".
— Y un muchito, si por tal medio conseguimos ver a toda la familia reunida.
Allá corrió como exhalación D. José, después de echar un vistazo a su amigo, que continuaba roncando desaforadamente.