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Torquemada en la Cruz: IV

Torquemada en la Cruz
IV
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Primera parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
    15. XVI
  4. Segunda Parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
    15. XV
    16. XVI
  5. Autor
  6. Otros textos
  7. CoverPage

IV

A la siguiente mañana, tempranito, cuando Rafael aún no rebullía, Cruz trincó a su hermana, y metiéndose con ella en la cocina, lugar retirado y silencioso, desde el cual, por mucho que se alzase la voz, no podía esta llegar al sutil oído del ciego, sin preparativos ni atenuantes que aquella mujer de acero no acostumbraba usar en las ocasiones de verdadera gravedad, se lo dijo. Y muy clarito, en breves y categóricas palabras.

"¡Yo... pero yo...!" — exclamó Fidela, abriendo los ojos todo lo que abrirlos podía.

— Tú, sí... No hay más que hablar.

—¿Yo dices?

—¡Tú, tú! No hay otra solución. Es preciso.

Cuando Cruz, con aquel solemne y autoritario acento, robustecido y virilizado en el continuo batallar con la suerte, decía es preciso, no había más remedio que bajar la cabeza. Allí se obedecía a estilo de disciplina militar, o con la sumisión callada de la ordenanza jesuítica, perinde ac cadaver.

"¿Creías tú otra cosa?" — dijo después de una pausa, en que observaba en el rostro de Fidela los efectos del testarazo.

— Anoche empecé a sospecharlo, y creí... creí que serías tú...

— No, hija mía, tú. Con que, ya lo sabes.

Dijo esto con fría tranquilidad de ama de casa, como si le mandara mondar los guisantes o poner los garbanzos de remojo. Alzó los hombros Fidela, y pestañeando a toda prisa, replicó: "Bueno..." y se fue hacia su cuarto, disparada, sin saber a dónde iba.

La primera impresión de la graciosa joven, pasado el estupor del momento en que oyó la noticia, fue de alegría, de un respirar libre, y de un desahogo del alma y de los pulmones, como si le quitaran de encima un formidable peñasco, con el cual venía cargada desde inmemorial fecha. El peñasco podía ser una pesadísima joroba que en aquel instante por sí sola se le extirpaba, permitiéndole erguirse con su natural gallardía. "Matrimonio — se dijo —, significa límite. De aquí para allá, no más miseria, no más hambre, no más agonías, ni la tristeza infinita de esta cárcel... Podré vestirme con decencia, mudarme de ropa, arreglarme, salir a la calle sin morirme de vergüenza, ver gente, tener amigas..., y sobre todo, soltar este remo de galera, no tener que volverme loca pensando en cómo ha de durar un calabacín toda la semana... no contar los garbanzos como si fueran perlas, no cortar y medir al quilate los pedazos de pan, comerme un huevo entero... rodear a mi pobre hermano de comodidades, llevarle a baños, ir yo también, viajar, salir, correr, ser lo que fuimos... ¡Ay, hemos sufrido tanto, que el dejar de sufrir parece un sueño! ¿Acaso estoy yo despierta?". Se pellizcaba, y luego corría por toda la casa, emprendiendo maquinalmente las faenas habituales: coger un zorro y empezar a sacudir latigazos a las puertas, coger también la escoba, barrer... "No hagas mucho ruido — le dijo Cruz, que pasaba del comedor a la cocina llevando loza —.

Todavía me parece que duerme. Mira... yo barreré un poco; enciende tú la lumbre: toma la cerilla... Cuidadito al encenderla, que no tenemos más que tres por junto".

Daba estas órdenes con sencillez, como si momentos antes no hubiera ejercido su autoridad en la cosa más grave que ejercerse podía. Creyérase que no había pasado nada, que todo había sido broma. Pero Cruz era así, un carácter entero, que disponía lo que juzgaba conveniente, empleando la misma autoridad glacial en las cosas chicas que en las grandes. Cambió de mano la escoba. ¡Sabe Dios lo que Cruz pensaba mientras barría! Fidela, al encender la lumbre, siguió recreando su mente con la risueña perspectiva del cambio de vida. Hubo de pasar algún tiempo, en el cual prendió la astilla y se levantó la vagarosa llama, antes de que comenzara la natural reacción de aquel júbilo, o el despertar de aquel ensueño, permitiendo ver la realidad del tremendo caso. La llama atacaba con brío el carbón, cuando a Fidela se le representó la imagen de Torquemada en toda su estrafalaria tosquedad. Bien observado le tenía, y jamás pudo encontrar en él ninguna gracia de las que adornan al sexo fuerte. ¿Pero qué remedio había más que resignarse para poder vivir? ¿Era o no una salvación? Pues siendo salvación para los tres, ella por los tres se ofrecía en holocausto al monstruo, y se le entregaba por toda la vida. Menos mal si los demás vivían alegres, aunque ella pasase la pena negra con los amargores de aquel brebaje que se tenía que tomar.

Esta idea le quitó el apetito, y cuando su hermana preparó, con la rapidez de costumbre, el chocolate con agua que a las dos servía de desayuno, Fidela no quiso probarlo. "¿Ya vienes con tus remilgos? ¡Si está muy bueno! — le dijo Cruz, poniendo sobre la mesa de la cocina los mendrugos de pan del día anterior que ayudaban a tragar la pócima —. ¿Qué? ¿Estás preocupada con lo que te dije? ¡Ay, hija mía, en esta fiera lucha que venimos sosteniendo, cuando hay que hacer algo se hace! A ti te ha tocado esta obligación, como a mí me han tocado otras, bien rudas por cierto, y no hay remedio. Si los tres hemos de vivir, de ti dependen nuestras vidas. Y no resulta el sacrificio tan duro como a primera vista parece. Cierto que no es muy galán que digamos. Cierto que se ha enriquecido prestando dinero con espantosa usura, y lleva sobre sí el menosprecio y el odio de tanta y tanta víctima. ¡Pero, ay, Fidela, no puede una escoger el peñasco en que ha de tomar tierra! La tempestad nos arroja en ese.

¿Qué hemos de hacer más que agarrarnos? Figúrate que somos pobres náufragos flotando entre las olas, sobre una tabla podrida. ¡Que nos ahogamos, que nos traga el abismo! Y así se pasan días, meses, años. Por fin alcanzamos a ver tierra. ¡Ay, una isla! ¿Qué hemos de hacer más que plantarnos en ella y dar gracias a Dios? ¿Es justo que, ahogándonos y viendo tierra cercana, nos pongamos a discutir si la isla es bonita o fea, si hay en ella flores o cardos borriqueros, si tiene pájaros lindos, o lagartijas y otras alimañas asquerosas? Es una isla, es suelo sólido, y en ella desembarcamos. Ya procuraremos pasarlo allí lo mejor posible. ¡Y quién sabe, quién sabe si metiéndonos tierra adentro encontraremos árboles y valles hermosos, aguas saludables, y todo el bien de que estamos privadas!... Conque... no hay que afligirse. Es hombre de clase inferior y de extracción villana. Pero su inferioridad y las ganas que tiene de aseñorarse, le harán más dócil, más dúctil, y conseguiremos volverle del revés.

Por más que tú digas, yo veo en él cualidades; no es tonto, no. Rascando en aquella corteza se encuentra rectitud, sensibilidad, juicio claro... En fin, casados os vea yo, y déjale de mi cuenta... (Pausa.) ¿Y a qué viene ahora ese lloro? Guarda la lagrimita para cuando venga a pelo. Esto no es una desgracia; esto, después de diez años de horrible sufrimiento, es una salvación, un inmenso bien. Reflexiona y lo comprenderás".

— Sí, lo comprendo... No digo nada — murmuró Fidela, decidiéndose a tomar el chocolate; que más pudo al fin la necesidad que el asco —. ¿Es preciso hacerlo? Pues no se hable más. Aunque el sacrificio fuera mucho mayor, yo lo haría. No están los tiempos para escrupulizar, ni para pedir que nos sirvan platos de gusto.

Lo que dices..., ¡quién sabe si será la isla menos árida y menos fea de lo que parece mirada desde el mar!

— Justo... ¡Quién sabe!...

— Y si una vez salvados, nos alegraremos de estar en ella... Porque eso no se sabe. ¡Cuántas se han casado creyendo que iban a ser muy felices, y luego resultaba que él era un perdido y un sinvergüenza! ¡Y cuántas se casan como quien va al matadero, y luego...!

— Justo... Luego se encuentran con ciertas virtudes que suplen la belleza, y con un orden económico, que al fin y al cabo hace la vida metódica, dulce y agradable. En este mundo pícaro no hay que esperar felicidades de relumbrón, que casi siempre son humo; basta adquirir un mediano bienestar. Las necesidades satisfechas: eso es lo principal... ¡Vivir, y con esto se dice todo!

—¡Vivir!... eso es... Pues bien, hermana, si de mí depende, viviremos.

Gozosa de su triunfo se levantó Cruz, y encargando a su hermana que no diese la noticia a Rafael sino después de prepararle gradualmente, se vistió de máscara para ir a la compra, la obligación que más la molestara, y que más penosa se le hacía entre todas las cargas de aquella abrumadora existencia.

Rafael llamaba. Acudió Fidela, y dándole la ropa le incitó a levantarse. Aquel día estaba la joven de buenas, y propuso a su hermano llevarle a dar un paseo.

"Noto en el timbre de tu voz una cosa muy extraña — le dijo el ciego, levantado ya, y cuando la hermana le ponía delante la jofaina para que se lavase la cara —.

No me niegues que te pasa algo. Tú estás más alegre que otros días... alegre, sí, y conmovida... Tú has llorado, Fidela, no me lo niegues: hay en tu voz la humedad de lágrimas que se han secado hace un ratito. Tú has reído después o antes de llorar. Todavía te queda en la voz la vibración de la risa".

— Anda, no hagas caso... Date prisa, que es hora de peinarte, y te voy a poner hoy más guapo que un sol.

— Dame la toalla.

— Toma...

—¿Qué hay? Cuéntamelo todo...

— Pues hay... un poquitín de novedades.

—¿Ves? Anoche lo dije. Si yo adivino...

— Pues...

—¿Ha estado alguien en casa?

— Nadie, hijo.

—¿Han traído alguna carta?

— No.

— Yo soñé que traían una carta con buenas noticias.

— Las buenas noticias pueden llegar sin carta; vienen por el aire, por los medios desconocidos que suele usar la infinita sabiduría del Señor.

—¡Ay, me pones en ascuas! Dilo pronto.

— Te peinaré primero... Estate quieto... No hagas visajes...

—¡Oh, no seas cruel!... ¡Qué suplicio!

— Si no es nada, hijito... Quieto. Déjame sacar bien la raya. Apenas es importante la raya.

— A propósito de raya... ¿Qué es eso del límite que dijo Cruz? No he pensado en otra cosa durante toda la noche. ¿Quiere decir que hemos llegado al límite de nuestro sufrimiento?

— Sí.

—¿Cómo?... (levantándose con febril inquietud). Dímelo, dímelo al instante...

Fidela, no me irrites, no abuses de mi estado, de esta ceguera que me aísla del mundo, y me encierra dentro de una esfera de engaños y mentiras. Ya que no puedo ver la luz, vea al menos la verdad, la verdad, Fidela, hermana querida.

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