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Torquemada en la Cruz: II

Torquemada en la Cruz
II
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Primera parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
    15. XVI
  4. Segunda Parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
    15. XV
    16. XVI
  5. Autor
  6. Otros textos
  7. CoverPage

II

La primera pregunta que a D. José se hacía en la tertulia de las del Águila, era esta: "Y Justa, ¿cómo ha pasado el día?". Y en la respuesta había siempre una afirmación invariable, mal, muy mal, seguida de un comentario que variaba cada veinticuatro horas: "Hoy ha sido la asistolia". Otro día era la cefalalgia, el bolo histérico, o el dolor agudísimo en el dedo gordo del pie. Gozaba Donoso pintando cada noche con recargadas tintas un sufrimiento distinto del de la noche anterior. Y si no se hablaba nunca de esperanzas o probabilidades de remedio, porque el curarse habría sido quitar a la epopeya de males toda su majestad dantesca, en cambio, siempre había algo que decir sobre la continua aplicación de remedios, los cuales se ensayaban por una especie de dilettantismo terapéutico, y se ensayarían mientras hubiese farmacias y farmacéuticos en el mundo.

Con estas bromas, y el sin fin de médicos que iban examinando, con más entusiasmo científico que piedad humanitaria, aquella enciclopedia doliente, los posibles de Donoso se mermaban que era un primor. Él no hablaba de tal cosa; pero las Águilas lo presumían, y acabaron por cerciorarse de que también su amigo padecía de ciertos ahogos. Por indiscreción de un íntimo de ambas familias enterose Cruz de que D. José había contraído una deuda, cosa en él muy anómala y que pugnaba con los hábitos de toda su vida. ¡Y que no pudiera ella acudir en su auxilio, devolviéndole con creces los beneficios de él recibidos! Con estas penas, que unos y otros devoraban en silencio, coincidieron los días de la tremenda crisis económica de que antes hablé, los crujidos espantosos que anunciaban el principio del fin, dejando entrever el rostro lívido de la miseria, no ya vergonzante y pudibunda, sino desnuda, andrajosa, descarada. Ya se notaban en algunos proveedores de la casa desconfianzas groseras, que hacían tanto daño a las señoras como si las azotaran públicamente.

Ya no había ni esperanzas remotas de restablecer las buenas relaciones con el propietario de la casa, ni se veía solución posible al temido problema. Ya no era posible luchar, y había que sucumbir con heroísmo, llamar a las puertas de la caridad provincial o municipal, si no preferían las nobles víctimas una triple ración de fósforos en aguardiente, o arrojarse los tres en cualquier abismo que el demonio les deparase.

En tan críticos días apareció la solución. ¡La solución! Sí que lo era, y cuando Donoso la propuso, refrescando memorias de doña Lupe, que la había propuesto también como una chifladura que hacía reír a las señoras, Cruz se quedó aturdida un buen espacio de tiempo, sin saber si oía la voz de la Providencia anunciando el iris de paz, o si el buen amigo se burlaba de ella.

"No, no es broma — dijo Donoso —. Repito que no es imposible. Hace tiempo que esa idea está labrando aquí. Creo que es una solución aceptable, y si se me apura, la única solución posible. Falta, dirá usted, que el interesado manifieste...

Pues aunque nada en concreto me ha dicho, creo que por él no habrá dificultad".

Hizo Cruz un gesto de repugnancia, y después un gesto de conformidad, y sucesivamente una serie de gestos y mohines que denotaban la turbación de su alma. Solución, sí, solución era. Si no había otra, ni podía haberla, ¿a qué discutirla? No se discute el madero flotante al cual se agarra el náufrago que ya se ha bebido la mitad de la mar. Marchose D. José, y al siguiente día volvió con la historia de que sus negociaciones iban como una seda, que por la parte masculina, bien se podía aventurar un sí como una casa. Faltaba el sí del elemento femenino. Cruz, que aquella mañana tenía un volcán en su cerebro, del cual eran señales las llamaradas rojizas que encendían su rostro, movió los brazos como un delirante tifoideo, y exclamó: "Aceptado, aceptado, pues no hay valor para el suicidio...".

Donoso no sabía si la señora lloraba, o si se mordía las manos cuando la vio caer en una silla, taparse la cara, extender luego los brazos echando la cabeza hacia atrás.

"Calma, señora mía. Hablando en plata, diré a usted que el partido me parecería aceptable en cualesquiera circunstancias. En las presentes, tengo para mí que es un partido soberbio".

— Si no digo que no; no digo nada. Arréglelo usted como quiera... El humorismo del destino adverso es horrible ¿verdad? ¡Gasta unas bromas Dios Omnipotente!... Crea usted que no puedo menos de ver todo eso de la inmortalidad y de la eterna justicia por el lado cómico. ¿Qué hizo Dios, al crear al hombre, más que fundar el eterno sainete?

— No hay que tomarlo así — dijo D. José buscando argumentos de peso —. Nos encontramos frente a un problema... La solución única, aceptable desde luego, es un poquito amarga, de catadura fea... Pero hay cualidades: yo creo que raspando la tosquedad se encuentra el hombre de mérito, de verdadero mérito...

Cruz, que tenía los brazos desnudos porque había estado lavando, los cruzó, clavándose en ellos las uñas. A poco más se saca tiras de piel. "Aceptado; he dicho que aceptado — afirmó con energía, tembloroso el labio inferior —. Ya sabe que mis resoluciones son decisivas. Lo que resuelvo, se hace".

Cuando se retiraba, D. José, asaltado de una duda enojosa, tuvo que llamarla.

"Por Dios, no sea usted tan viva de genio. Hay que tratar de un extremo importantísimo. Para seguir las negociaciones, y fijar con la otra parte contratante los términos precisos de la solución, necesito saber...".

—¿Qué, qué más?

— Pues ahí es nada lo que ignoro. A estas alturas, ni él ni yo sabemos con cuál de ustedes...

— Es verdad... Pues... con ninguna, digo, con las dos... No, no haga usted caso.

Yo pensaré ese detalle.

—¿Lo llama detalle?...

— Tengo la cabeza en ebullición. Déjeme pensarlo despacio, y lo que yo resuelva, eso será...

Retirose D. José, y la dama siguió lavando, sin dejar comprender a Fidela el gallo tapado que el amigo de la casa traía. Ambas se ocupaban con el ardor de siempre en las faenas domésticas, alegre la joven, taciturna la mayor. Una de las cosas a que más difícilmente se resignaba ésta era a la necesidad de ir a la compra. Pero no había más remedio, pues la portera, que tal servicio solía prestarles, se hallaba gravemente enferma, y antes morir que fiarse para ello de alguna de las vecinas entrometidas y fisgonas. Confiar los secretos económicos de la desgraciada familia a gente tan desconsiderada, incapaz de comprender toda la grandeza de aquel martirio, habría sido venderse estúpidamente. Y antes que venderse, mejor era humillarse a bajar al mercado, hacer frente a placeras insolentes y tenderos desvergonzados, procurando no darse a conocer o haciéndose la ilusión de no ser conocida. Cruz se disfrazaba, envolviéndose el cuerpo en un mantón, y la cara en luengo pañuelo, y así salía, con su escaso repuesto de moneda de cobre, que cambiaba por porciones inverosímiles de carne, legumbres, pan, y algún huevo en ciertos días. Ir a la compra sin dinero, o con menos dinero del necesario, era para la dignísima señora suplicio que se dejaba tamañitos todos los que inventó Dante en su terrible Infierno. Tener que suplicar que se le concediese algún crédito, tener que mentir, ofreciendo pagar la semana próxima lo que seguramente no había de poder dar, era un esfuerzo de voluntad sólo inferior en un grado al que se necesita para estrellarse el cráneo contra la pared. Flaqueaba a veces; pero el recuerdo del pobrecito ciego, que no conocía más placer que saborear la comida, la estimulaba con aguijón terrible a seguir adelante en aquel vía crucis. "¡Y luego me hablan a mí de mártires — se decía, camino de la calle de Pelayo —, y de las vírgenes arrojadas a las fieras y de otras a quienes desollaban vivas! Me río yo de todo eso. Que vengan aquí a sufrir, a ganar el cielo sin ostentación de que se gana, sin bombo y platillo".

Regresaba a su casa, jadeante, el rostro como un pimiento, rendida del colosal esfuerzo, que otra vez le daba idea de la infinita resistencia de la voluntad humana. Seguían a estas amarguras las de aderezar aquellos recortes de comida, de modo que Rafael tuviese la mejor parte, si no la totalidad, sin enterarse de que sus hermanas no lo probaban. Para que no conociese el engaño, Fidela imitaba el picoteo del tenedor, el rumor del mascar, y todo lo que pudiera dar la ilusión de que ambas comían. Cruz se había hecho ya a sobriedades inverosímiles, y si Fidela mordiscaba, por travesura y depravaciones del gusto, mil porquerías, hacíalo ella por convicción, curada ya de todos los ascos posibles. El partido que allí se sacaba de una patata resultaría increíble si se narrara con toda puntualidad. Cruz, como el filósofo calderoniano, recogía las hierbas arrojadas por la otra. Huevos, ninguna de las dos los cataba tiempo hacía, y para que Rafael no lo comprendiera, la traviesa hermana menor golpeaba un cascarón sobre la huevera, imitando con admirable histrionismo el acto de comer un huevo pasado. Para sí hacían caldos inverosímiles, guisos que debieran pasar a la historia culinaria, cual modelos de la nada figurando ser algo. Ni aun a Donoso se le revelaban estos milagros de la miseria noble, por temor de que el buen señor hiciera un disparate sacrificándose por sus amigas.

Tanta delicadeza en ellas era ya excesiva; pero se encontraban sin fuerzas para conllevar por más tiempo actitudes tan angustiosamente difíciles, y por las noches no podían sostener la afable rigidez de la tertulia sino con tremendas erecciones de la voluntad.

Aquel día, que debía señalarse con piedra de algún color, por ser la fecha en que fueron aceptadas en principio por Cruz las proposiciones de Torquemada, sentíase la buena señora con más ánimos. Se presentaba una solución, buena o mala, pero solución al fin. La salida de aquella caverna tenebrosa era ya posible, y debían alegrarse, aun ignorando a dónde irían a parar por la grieta que en la ingrata roca se vislumbraba. Al dar de comer a su hermano, la dama ponderó más que otras veces la buena comidita de aquel día. "Hoy tienes lo que tanto te gusta: lenguado al gratin. Y un postre riquísimo: polvorones de Sevilla". Fidela le ataba la servilleta al cuello, Cruz le ponía delante el plato de sopa, mientras él, tentando en la mesa, buscaba la cuchara. La falta de vista habíale aguzado el oído, dándole una facultad de apreciar las más ligeras variaciones del timbre de voz en las personas que le rodeaban. De tal modo afinaba, en aquel memorable día, la ampliación del sentido, que conoció por la voz no sólo el temple de su hermana, sino hasta sus pensamientos, a nadie declarados.

En los ratos que Cruz iba a la cocina, dejándole solo con Fidela, el ciego, comiendo despacio y sin mucho apetito, platicaba con su hermana.

"¿Qué pasa?"— le preguntó con cierta inquietud.

— Hijo, ¿qué ha de pasar? Nada.

— Algo pasa. Yo lo conozco, lo adivino.

—¿En qué?...

— En la voz de Cruz. No me digas que no. Hoy ocurre en casa algo extraordinario.

— Pues no sé...

—¿No estuvo D. José esta mañana?

— Sí.

—¿Oíste lo que hablaron?

— No; pero supongo que no hablarían nada de particular.

— No me equivoco, no. Algo hay, y algo muy gordo, Fidela. Lo que no sé es si nos traerá felicidad o desgracia. ¿Qué crees tú?

—¿Yo?... Hijo, sea lo que fuere, más desgracias no han de caer sobre nosotros.

No puede ser; la imaginación no concibe más.

—¿De modo que tú sospechas que será bueno?

— Te diré... en primer lugar, yo no creo que ocurra nada; pero si algo hubiere, por razón lógica, por ley de justicia, debe de ser cosa buena.

— Cruz nada nos dice. Nos trata como a niños... ¡Caramba!, y si lo que pasa es bueno, bien podía decírnoslo.

La entrada de Cruz cortó este diálogo.

"¿Y vosotras, qué tenéis hoy para comer?".

—¿Nosotras?... ¡Ah!, una cosa muy buena. Hemos traído un pez...

—¿Cómo se llama? ¿Lo ponéis con arroz, o cocido, en salsa tártara?

— Lo pondremos a la madrileña.

— A estilo de besugo, las tres rajitas y las ruedas de limón.

— Pues yo no lo pruebo. No tengo gana — dijo Fidela —. Cómetelo tú.

— No, tú... Para ti se ha traído.

— Tú, tú... tú te lo comes. ¡No faltaba más!...

—¡Ay, qué risa! — dijo el ciego con infantil gozo —. Será preciso echar suertes.

— Sí, sí.

— Arranca dos pajitas de la estera, y tráemelas. A ver... vengan... Ahora, no miréis. Corto una de las pajitas para que sean iguales de tamaño... Ya está...

Ahora las cojo entre los dedos: no mirar, digo... ¡Ajajá! La que saque la paja grande, esa se come el pescadito. A ver... señoras, a sacar...

— Yo esta.

— Yo esta.

—¿Quién ha ganado?

—¡Tengo la pajita chica! — exclamó Fidela, gozosa.

— Yo la grande.

— Cruz se lo come, Cruz — gritó el ciego con seriedad y decisión impropias de cosa tan baladí —. Y no admito evasivas. Yo mando... A callar... y a comer.

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