Skip to main content

Torquemada en la Cruz: VI

Torquemada en la Cruz
VI
    • Notifications
    • Privacy
  • Project HomeBenito Pérez Galdós - Textos casi completos
  • Projects
  • Learn more about Manifold

Notes

Show the following:

  • Annotations
  • Resources
Search within:

Adjust appearance:

  • font
    Font style
  • color scheme
  • Margins
table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Primera parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
    15. XVI
  4. Segunda Parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
    15. XV
    16. XVI
  5. Autor
  6. Otros textos
  7. CoverPage

VI

Le citaba (digámoslo en estilo tauromáquico); pero él no quería salir de su posición defensiva. Por fin, concluyendo de peinarle, y al dar la última mano a los finos cabellos ondeados sobre la frente, le dijo con un poquito de severidad:

"Rafael, me vas a hacer un favor, y no es una súplica, es más bien mandato. No des ocasión a que me enfade de veras contigo. Si esta noche viene D. Francisco, espero que le tratarás con la urbanidad de siempre, y que no saldrás con alguna pitada... Porque si el buen señor tiene ciertas pretensiones, que ahora no califico, a nosotros nos corresponde agradecerlas, en ningún caso vituperarlas, cualquiera que sea la respuesta que demos a esas pretensiones... ¿Me entiendes?".

— Sí — dijo Rafael inmóvil.

— Confío en que no nos pondrás en ridículo, tratando mal, en nuestra propia casa, a quien desea favorecernos en una forma que ahora no discuto... No se trata de eso. ¿Puedo estar tranquila?

— Una cosa es la buena crianza, a la cual no faltaré nunca, y otra la dignidad, a la que tampoco puedo faltar.

— Bien.

— Así como te digo que nunca desmentiré mi buena educación ante personas extrañas, sean quienes fueren, también te digo que jamás, jamás transigiré con ese hombre, ni consentiré que entre en nuestra familia... No tengo más que decir.

Cruz desfalleció, reconociendo en las categóricas palabras de su hermano la veta dura de la raza del Águila, unida al irreducible orgullo de los Torre—Auñón.

Aquel criterio dogmático sobre la dignidad de la familia, ella se lo había enseñado a Rafael cuando era niño, cuando ella, señorita de casa noble opulenta, vivía rodeada de adoradores, sin que sus padres encontraran hombre alguno merecedor de su preciosa mano.

"¡Ah, hijo mío! — exclamó la dama sin disimular su pena —. Diferencias grandes hay entre tiempos y tiempos. ¿Crees que estamos en aquellos días de prosperidad... ya no te acuerdas... cuando por apartarte de relaciones que no eran muy gratas a la familia, te mandamos de agregado a la legación de Alemania? ¡Pobrecito mío! Después vino la desgracia sobre nuestras pobres cabezas, como una lluvia torrencial que todo lo arrasa... Perdimos cuanto teníamos, el orgullo inclusive. Quedaste ciego; no has visto la transformación del mundo y de los tiempos. De nuestra miseria actual y de la humillación en que vivimos, no ves la parte dolorosa. Lo más negro, lo que más llega al alma y la destroza más, no lo conoces, no puedes conocerlo. Estás todavía, por el poder de la imaginación, en aquel mundo brillante y lleno de ficciones. Y no puedo consolarme ahora de haber sido tu maestra en esas intransigencias de una dignidad tan falsa como todos los oropeles que nos rodeaban. Sí, ese viento, yo, yo misma te lo metí en la cabeza, cuando te enamoraste de la chica de Albert, hija de honrados banqueros, monísima, muy bien educada, pero que nosotros creíamos que nos traía la deshonra, porque no era noble... porque su abuelo había tenido tienda de gorras en la Plaza Mayor. Y yo fui quien te quitó de la cabeza lo que llamábamos tu tontería; y en el hueco que dejaba metí mucha estopa, mucha estopa. Todavía la tienes dentro. ¡Y cuánto me pesa, cuánto, haber sido yo quien te la puso!".

— Es muy distinto este caso de aquel — dijo el ciego —. Reconozco que hay tiempos de tiempos. Hoy, yo transigiría, pero dentro de ciertos límites.

Humillarse un poco, pase... ¡Pero humillarse hasta la degradación vergonzosa, transigir con la villanía grosera, y todo ¿por qué?, por lo material, por el vil interés...! ¡Oh, hermana querida!, eso es venderse, y yo no me vendo. ¿De qué se trata? ¿De comer un poco mejor?

—¡De vivir — dijo briosamente, echando lumbre por los ojos, la noble dama —, de vivir! ¿Sabes tú lo que es vivir? ¿Sabes lo que es el temor de morirnos los tres mañana, de aquella muerte que ya no se estila... porque está lleno el mundo de establecimientos benéficos... de la muerte más horrible y más inverosímil, de hambre? ¿Qué, te ríes? Somos muy dignos, Rafael, y con tanta dignidad no creo que debamos llamar a la puerta del Hospicio, y pedir por amor de Dios, un plato de judías. Esa misma dignidad nos veda acercarnos a las puertas de los cuarteles, donde reparten la bazofia sobrante del rancho de los soldados, y comer de ella para tirar un día más. Tampoco nos permite nuestro dignísimo carácter salir a la calle los tres, de noche, y alargar la mano esperando una limosna, ya que nos sea imposible pedirla con palabras... Pues bien, hijo mío, hermano mío, como no podemos hacer eso, ni tampoco aceptar otras soluciones que tú tienes por deshonrosas, ya no nos queda más que una, la de reunirnos los tres, y bien abrazaditos, pidiendo a Dios que nos perdone, arrojarnos por la ventana y estrellarnos contra el suelo... o buscar otro género de muerte, si esta no te parece en todo conforme con la dignidad.

Rafael, anonadado, oyó esta fraterna filípica sin chistar, apoyados los codos en las rodillas, y la cabeza en las palmas de las manos. Atraída por la entonada voz de Cruz, Fidela curioseaba desde la puerta, pelando una patata.

Pasado un ratito, y cuando la primogénita, recogiendo los objetos del tocador, se congratulaba mentalmente del efecto causado por sus palabras, el ciego irguió la cabeza con arrogancia, y se expresó así:

"Pues si nuestra miseria es tan desesperada como dices, si ya no nos queda más solución que la muerte, por mí... sea. Ahora mismo. Estoy pronto... vamos".

Se levantó, buscando con las manos a su hermana, que no se dejó coger, y desde el otro extremo de la habitación le dijo:

— Pues por mí tampoco quedará. La muerte es para mí un descanso, un alivio, un bien inmenso. Por ti no he dejado ya de vivir. Siempre creí que mi deber era sacrificarme y luchar... pero ya no más, ya no más. ¡Bendita sea la muerte, que me lleva al descanso y a la paz de mis pobres huesos!

—¡Bendita sea, sí! — exclamó Rafael, acometido de un vértigo insano, entusiasmo suicida que no se manifestaba entonces en él por vez primera —. Fidela, ven...

¿Dónde estás?

— Aquí — dijo Cruz —. Ven, Fidela. ¿Verdad que no nos queda ya más recurso que la muerte?

La hermana menor no decía nada.

— Fidela, ven acá... Abrázame... Y tú, Cruz, abrázame también... Llevadme; vamos, los tres juntitos, abrazaditos. ¿Verdad que no tenéis miedo? ¿Verdad que no nos volveremos atrás, y que... resueltamente, como corresponde a quien pone la dignidad por encima de todo, nos quitaremos la vida?

— Yo no tiemblo...— afirmó Cruz, abrazándole.

—¡Ay, yo sí! — murmuró Fidela, desvaneciéndose. Y al tocar con los brazos a su hermano, cayó en el sillón próximo y se llevó la mano a los ojos.

— Fidela, ¿temes?

— Sí... sí — replicó la señorita, trémula y desconcertada, pues había llegado a creer que aquello iba de veras; y por parte de Rafael bien de veras iba.

— No tiene el valor mío — dijo Cruz —, que es todavía más grande que el tuyo.

—¡Ay, yo no puedo, yo no quiero! — declaró Fidela, llorando como una chiquilla — . ¡Morir, matarse...! La muerte me aterra. Prefiero mil veces la miseria más espantosa, comer tronchos de berza... ¿Hay que pedir limosna? Mandadme a mí.

Iré, antes que arrojarme por la ventana... ¡Virgen Santa, lo que dolería la cabeza al caer! No, no, no me habléis a mí de matarnos... Yo no puedo, no; yo quiero vivir.

Actitud tan sincera y espontánea terminó la escena, apagando en Rafael el entusiasmo suicida, y dando a Cruz un apoyo admirable para llevar la cuestión al terreno para ella más conveniente.

"Ya ves, nuestra querida hermanita nos deja plantados en mitad del camino... y sin ella ¿cómo vamos a matarnos? No es cosa de dejarla solita en el mundo, entre tanta miseria y desamparo. De todo lo cual se deduce, querido hermano, chiquitín de la casa (acariciándole con gracejo), que Dios no quiere que nos suicidemos... por ahora. Otro día será, porque en verdad no hay más remedio".

— Ah, pues conmigo no cuenten — manifestó Fidela, nuevamente aterrada, tomándolo muy en serio.

— Por ahora no se hable de eso. Con que, tontín, ¿me prometes ser razonable?

— Si ser razonable es transigir con... eso, y dar nombre de hermano a... Vamos, no puedo: no esperes que yo sea razonable... no lo soy, no sé la manera de serlo.

— Pero hijo mío, ¡si no hay nada todavía! ¡Si no es más que un rumor, que no sé cómo ha llegado a tus oídos! En fin, ya conozco tu opinión, y la tendré en cuenta. D. José hablará contigo, y si entre todos acordamos rechazar la proposición, entre todos acordaremos también lo que se ha de hacer para vivir...

Mejor dicho, no hay que discutir más que el asilo en que hemos de pedir plaza.

Esta no quiere que muramos; tú no quieres lo otro. Pues al Hospicio con nuestros pobres cuerpos.

— Pues al Hospicio. Yo no transigiré nunca con... aquello.

— Bien, muy bien.

— Que venga D. José. Él nos dirá dónde debemos refugiarnos.

— Mañana se ajustará la cuenta definitiva con nuestro destino... Y como aún tenemos un día — agregó la dama con transición jovial —, hemos de aprovecharlo.

Ahora almuerzas. Tienes lo que más te gusta.

—¿Qué es?

— No te lo digo; quiero sorprenderte.

— Bueno: lo mismo me da.

— Y después que almuerces, nos vamos de paseo. Tenemos un día que ni de encargo. Llegaremos hasta la casa de Bernardina, y te distraerás un rato.

— Bien, bien — dijo Fidela —; yo también quiero tomar el aire...

— No, hija mía, tú te quedas aquí. Otro día saldrás tú, y yo me quedo.

—¿De modo que voy...?

— Conmigo — afirmó la dama, como diciendo: "lo que es hoy no te suelto"—.

Tengo que hablar con Bernardina...

—¡Salir! — exclamó el ciego, respirando fuerte —. Buena falta me hace. Parece que se me apolilla el alma...

—¿Ves, tontín, como el vivir es bueno?

—¡Oh... según y conforme...!

Annotate

Next / Sigue leyendo
VII
PreviousNext
Powered by Manifold Scholarship. Learn more at
Opens in new tab or windowmanifoldapp.org