XI
En cuanto se vio solo Rafael, determinó poner en ejecución el plan que hacía dos semanas embargaba su mente, y para el cual se había preparado con premeditaciones de criminal callado y reflexivo. Desde que ideó la evasión, todas las noches llevaba furtivamente al cuarto su bastón y su sombrero, y se metía en el bolsillo un pedazo de pan, que afanaba con mil precauciones en la comida. Aguardando una ocasión favorable, pasaron noches y noches, hasta que al fin, la salida de Melchorito en busca del folleto de crítica le vino que ni de encargo, porque para mayor facilidad, el pintor y músico, siempre que por breve tiempo bajaba, solía dejar abierta la puerta, a fin de no molestar a las señoras cuando volvía.
No bien calculó que había transcurrido el tiempo necesario para no encontrar a Melchor en la escalera, deslizóse con pie de gato, y tanteando las paredes se escurrió fuera sin que sus hermanas le sintiesen. Bajó todo lo a prisa que podía, y tuvo la suerte de que nadie en el portal le viera salir. Conociendo perfectamente las calles, sin ayuda de lazarillo andaba por ellas, con la sola precaución de dar palos en el suelo para prevenir a los transeúntes del paso de un hombre sin vista. Atravesó el jardín, y ganando la calle de las Infantas, que le pareció la vía más apropiada para la fuga, pegado a la fila de casas de los impares, avanzó resueltamente. Para prevenirse contra la persecución, que inevitable sería en cuanto notaran su ausencia, creyó prudente meterse por las calles transversales, tomando un camino de zigzag. "Por aquí no es creíble que vengan a buscarme — decía —; irán por las calles de San Marcos y Hortaleza, creyendo que voy hacia Cuatro Caminos. Y mientras ellas se vuelven locas buscándome por allá, yo me escurro bonitamente por estos barrios, y luego me bajaré a Recoletos y la Castellana".
¡Oh, qué sensación tan placentera la de la libertad!... Dulce era ciertamente la tiranía de sus hermanas siempre que la ejercieran solas. Con la salvaje y grotesca alimaña que introducido habían en la casa, esta resultaba calabozo, y a la más suave de las esclavitudes era preferible la más desamparada y triste de las libertades.
Avanzaba resueltamente, castigando la acera con su palo, no sin recibir alguno que otro golpe, por la impaciencia que le espoleaba, y la falta de costumbre, pues era la primera vez que andaba solo por las calles y plazuelas. El paso de una acera a otra colmaba la dificultad de su tránsito. Atento al ruido de coches, en cuanto dejaba de sentirlo lanzábase al arroyo, sin solicitar el auxilio de los transeúntes. A esto no habría recurrido sino en un caso extremo, porque consideraba humillante apoyarse en personas extrañas, mientras tuviera manos con que palpar, y bastón con que abrirse paso a través de las tinieblas.
Al llegar a Recoletos saboreó la frescura del ambiente que de los árboles surgía, y su gozo aumentó con la grata idea de independencia en aquellas anchuras, pudiendo tomar la dirección más de su gusto, sin que nadie le marcase el camino ni le mandara detenerse. Tras corta vacilación, dirigiose a la Castellana por el andén de la derecha, para lo cual tuvo que orientarse cuidadosamente, buscando con cautela de náutico la derrota más segura para atravesar la plaza de Colón. Su oído sutil le anunciaba los coches lejanos, y sabía aprovecharse del momento propicio para pasar sin tropiezo. Avanzó por el andén, respirando con delicia el aire tibio, impregnado de emanaciones vegetales, con ligero olor de tierra humedecida por el riego. Y más que nada le embelesaba la dulcísima libertad, aquel andar de por sí, sin agarrarse al brazo de otra persona, la certidumbre de no parar hasta que su voluntad lo determinase, y de estarse así toda la noche, bañando su alma y su cuerpo en la intemperie, sin sentir sobre su cabeza otro techo que el santo cielo, en el cual, con los ojos del alma veía sin fin de estrellas que le contemplaban con cariño y le alentaban en su placentera vagancia. Antes que vivir con Torquemada, resignaríase el pobre ciego a todos los inconvenientes de la vida vagabunda, sin más amigo que la soledad, un banco por lecho y el firmamento por techumbre. Antes que aceptar a la bestia zafia y villana, aceptaría el sustentarse de limosna. ¡La limosna! Ni la idea ni la palabra le asustaban ya. La pobreza a ningún ser envilecía; solicitar la caridad pública, no teniendo otro recurso, era tan noble como ejercerla. El mendigo de buena fe, el infeliz que pedía para no morirse de hambre, era el hijo predilecto de Jesucristo, pobre en este mundo, rico de inmortales riquezas en el otro...
Pensando en esto, concluyó por sentar el principio, como diría la bestia, de que, para su honrada profesión de ciego mendicante, le vendría bien un perro. ¡Ay, cómo le gustaban los perros! Daría en aquel momento un dedo de la mano por tener un fiel amigo a quien acariciar, y que le acompañase calladito y vigilante.
Consideró luego que para solicitar eficazmente la limosna, le convendría tocar algo; es decir, poseer alguna habilidad musical. Recordó con pena que el único instrumento que manejaba era el acordeón; pero sin pasar de las cuatro notas de la donna e mobile, y aun este pasajillo no sabía concluirlo... En fin, que para desgarrar los oídos del transeúnte, valía más no tocar nada.
Sentose en un banco, dejando pasar el tiempo en dulce meditación, durante la cual sus hermanas se le representaron en término muy remoto, alejándose más cada vez, y borrándose en el espacio. O se habían muerto Cruz y Fidela, o se habían ido a vivir a otro mundo que no se podía ver desde este. Y en tanto, no había formado plan ninguno para pasar la noche. Tan sólo pensó vagamente que cuando le rindiera el sueño iría a pedir hospitalidad al polvorista. Pero no, no...
mejor era dormir al raso, sin solicitar favores de nadie, ni perder, por la gratitud, aquella santa independencia que le hacía dueño del mundo, de la tierra y del cielo.
De pronto le asaltó una idea, que le hizo estremecer. Husmeaba el aire como un sabueso que busca el rastro de personas o lugares. "Sí, sí, no me queda duda — se dijo —. Sin proponérmelo, sin pensar en ello, he venido a sentarme frente a mi casa, frente al hotel que fue de mis padres... Paréceme que no me equivoco. El trecho recorrido desde la plaza de Colón es la distancia exacta. Conservo el sentido de la distancia, y además, no se qué instinto, o más bien doble vista me dice que estoy aquí, frente al palacio donde vivimos en los tiempos de felicidad, breves si los comparo con nuestra insoportable miseria". Trémulo de emoción, quiso cerciorarse por el tacto, y avanzó, traspasando con cautela el seto, hasta llegar a una verja, que hubo de reconocer cuidadosamente. Se le anudó la voz en la garganta al adquirir la certidumbre que buscaba. "Estos son, estos — se dijo —, los hierros de la verja... La estoy viendo, pintada de verde obscuro, con las lanzas doradas... La conozco como conocería mis propias manos. ¡Oh, tiempos! ¡Oh, lenguaje mudo de las cosas queridas!... No sé qué siento, la resurrección dentro de mí de un pasado hermoso y triste, ahora más triste por ser pasado...
Dios mío, ¿me has traído a este lugar para confortarme o para hundirme más en el abismo negro de mi miseria?".
Limpiándose las lágrimas volvió al banco, y humillada la frente sobre las manos, suscitó en su mente con vigor de ciego la visión del pasado. "Ahora viven aquí — se dijo exhalando un gran suspiro— los marqueses de Mejorada del Campo. Se me figura que poco han cambiado el hotel y el jardín. ¡Qué hermosos eran antes!". Sintió que se abría la verja para dar paso a un coche.
"De seguro van ahora al Teatro Real. Mi mamá iba siempre a esta hora, tardecito, y llegaba al acto tercero. Jamás oía los dos primeros actos de las óperas. Estábamos abonados a la platea número 7. Paréceme que veo la platea, y a mi mamá, y a Cruz, y a las primas de Rebolledo, y que estoy yo en la butaca número 2 de la fila octava. Sí, yo soy, yo, yo, aquel que allí veo, con mi buena figura de hace ocho años..., y ahora, vengo al palco de mi madre, y la riño por no haber ido antes... No sé por qué me suben a la boca, al recordarlo, dejos de aburrimiento. ¿Era yo feliz entonces? Voy creyendo que no".
Pausa. "Desde donde estoy, vería yo, si no fuera ciego, la ventana del cuarto de mi madre... Paréceme que entro en él. ¡Qué se haría de aquellos tapices de Gobelinos, de aquella rica cerámica viejo Viena y viejo Sajonia! Todo se lo tragó el huracán. Arruinados, pero con honra. Mi madre no transigía con ninguna clase de ignominia. Por eso murió. Ojalá me hubiera muerto yo también, para no asistir a la degradación de mis pobres hermanas. ¿Por qué no se murieron ellas entonces? Dios quiso sin duda someterlas a todas las pruebas, y en la última, en la más terrible, no han sabido sobreponerse a la flaqueza humana, y han sucumbido. Se rinden ahora, después de haber luchado tanto; y aquí tenemos al diablo vencedor, con permiso de la Divina Majestad, que es quien a mí me inspira esta resolución de no rendirme, prefiriendo al envilecimiento la soledad, la vagancia, la mendicidad... Mi madre está conmigo.
Mi padre también... aunque no sé, no sé si en el caso presente, hallándose vivo, se habría dejado tentar de... Mucha influencia tenía sobre él Donoso, el amigo leal antes, y ahora el corruptor de la familia. Contaminóse mi padre del mal de la época, de la fiebre de los negocios, y no contento con su cuantioso patrimonio, aspiró a ganar colosales riquezas, como otros muchos...
Comprometido en empresas peligrosas, su fortuna tan pronto crecía como mermaba. Ejemplos que nunca debió seguir le perdieron. Su hermano y mi tío había reunido un capitalazo comprando bienes nacionales. La maldición recayó sobre los que profanaban la propiedad de la Iglesia, y en la maldición fue arrastrado mi padre... A mamá, bien lo recuerdo, le eran horriblemente antipáticos los negocios, aquel fundar y deshacer sociedades de crédito, como castillos de naipes, aquel vértigo de la Bolsa, y entre mi padre y ella el desacuerdo saltaba a la vista. Los Torre—Auñón aborrecieron siempre el compra y vende, y los agios obscuros. Al fin los hechos dieron razón a mi madre, tan inteligente como piadosa; sabía que la ambición de riquezas, aspirando a poseerlas fabulosas, es la mayor ofensa que se puede hacer al Dios que nos ha dado lo que necesitamos y un poquito más. Tarde conoció mi padre su error, y la conciencia de él le costó la vida. La muerte les igualó a todos, dejándonos a los vivos el convencimiento de que sólo es verdad la pobreza, el no tener nada...
Desde aquí no veo más que humo, vanidad, y el polvo miserable en que han venido a parar tantas grandezas, mi madre en el Cielo, mi padre en el Purgatorio, mis hermanas en el mundo, desmintiendo con su conducta lo que fuimos, yo echándome solo y desamparado en brazos de Dios para que haga de mí lo que más convenga".