XI
"¿A qué hacer un misterio de la riqueza bien ganada? — dijo Donoso en tono grave, midiendo las palabras, y oyéndose el concepto, por lo que venía a ser a un tiempo mismo orador y público —. ¿A qué disimularla con mal entendida humildad? Resabio es ese, señor don Francisco, de una educación meticulosa, y de costumbre que debemos desterrar, si queremos que haya bienestar y progreso, y que florezcan el comercio y la industria. ¿Y a qué vienen, Sr. D.
Francisco, esa exagerada modestia, esos hábitos de sobriedad sórdida, sí señor, sórdida, en desacuerdo con los posibles atesorados por el trabajo? ¿A qué viene ese vivir con apariencias de miseria, poseyendo millones, y cuando digo millones, digo también miles, o lo que sea? No; cada cual debe vivir en armonía con sus posibles, y así tiene derecho a exigirlo la sociedad. Viva el jornalero como jornalero, y el capitalista como capitalista, pues si es chocante ver a un pobre pelele echando la casa por la ventana, no lo es menos ver a un rico escatimando el céntimo, y rodeado de escaseces y porquerías. No: cada cual según su porqué; y el rico que vive con miseria, entre gente zafia y ordinaria, peca gravemente, sí señor, pero contra la sociedad. Esta necesita constituir una fuerza resistente contra los embates del proletariado envidioso. ¿Y con qué elementos ha de constituir esa fuerza, sino con la gente adinerada? Pues si los terratenientes y los rentistas se meten en una covacha, y esconden lo que les da el derecho de ocupar las grandes posiciones, si renuncian a estas y se hacen pasar por mendigos, ¿en quién, digo yo, en quién ha de apoyarse la sociedad para su mejor defensa?".
Se cruzó de brazos. Nadie le contestaba, porque nadie se atrevía a interrumpir con palabra ni gesto retahíla tan elocuente. Siguió diciendo:
"La riqueza impone deberes, señor mío: ser pudiente, y no figurar como tal en el cuadro social, es yerro grave. El rico está obligado a vivir armónicamente con sus posibles, gastándolos con la prudencia debida, y presentándose ante el mundo con esplendor decoroso. La posición, amigo mío, es cosa muy esencial.
La sociedad designa los puestos a quienes deben ocuparlos. Los que huyen de ellos, dejan a la sociedad desamparada y en poder de la pillería audaz. No señor; hay que penetrarse bien de las obligaciones que nos trae cada moneda que entra en nuestro bolsillo. Si el pudiente vive cubierto de harapos, ¿me quiere usted decir cómo ha de prosperar la industria? Pues y el comercio, ¿me quiere usted decir cómo ha de prosperar? ¡Adiós riqueza de las naciones, adiós movimiento mercantil, adiós cambios, adiós belleza y comodidad de las grandes capitales, adiós red de caminos de hierro!... Y hay más. Las personas de posición constituyen lo que llamamos clases directoras de la sociedad. ¿Quién da la norma de cuanto acontece en el mundo? Las clases directoras. ¿Quién pone un valladar a las revoluciones? Las clases directoras. ¿Quién sostiene el pabellón de la moralidad, de la justicia, del derecho público y privado? Las clases directoras. ¿Le parece a usted que habría sociedad, y que habría paz, y que habría orden y progreso, si los ricos dijeran: pues mire usted, no me da la gana de ser clase directora, y me meto en mi agujero, me visto con siete modas de atraso, no gasto un maravedí, como un cesante, duermo en un jergón lleno de pulgas, no hago más que ir metiendo mis rentas en un calcetín, y allá se las componga la sociedad, y defiéndase como pueda del socialismo y de las trifulcas. Y la industria que muera, pues para nada me hace falta; y el comercio que lo parta un rayo; y las vías de comunicación que se vayan en hora mala.
¿Ferrocarriles? Si yo no viajo, ¿para qué los quiero? ¿Urbanización, higiene, ornato de las ciudades? ¿A mí qué? ¿Policía, justicia? Como no pleiteo, como no falto a la ley escrita, vayan con mil demonios...".
Detenido para tomar aliento, el labio palpitante, acalorado el pecho, oyose un vago rumor de aprobación, la cual no se manifestaba con aplausos por el excesivo respeto que a todos el orador infundía.
Pausa. Transición de lo serio a lo familiar. "No tome a mal, Sr. D. Francisco, esta filípica que me permito echarle. Óigala con benevolencia, y después usted, con su buen juicio, hará lo que le acomode... Hablamos aquí como amigos, y cada cual dice lo que siente. Pero yo soy muy claro, y con las personas a quienes estimo de veras uso una claridad que a veces encandila. Conozco bien la sociedad. He vivido más de cuarenta años en contacto con todas las eminencias del país; he aprendido algo; no me faltan ideas; sé apreciar las cosas; la experiencia me da cierta autoridad. Usted me parece persona muy sensata, de muy buen sentido, sólo que demasiado metido en su concha. Es usted el caracol, siempre con la casa acuestas. Hay que salir, vivir en el mundo... Me permito decirle mi parecer, porque yo predico a los hombres agudos: a los tontos no les digo nada. No me entenderían".
— Bien, bien — murmuró Torquemada, que atontado por el terrible efecto de las amonestaciones de Donoso, no acertaba a expresar su admiración —. Ha hablado usted como Séneca; no, mejor, mucho mejor que Séneca... Es que... diré a ustedes... Como yo me crié pobre, y con estrechez he vivido ahorrando hasta la saliva, no puedo acostumbrarme...¿Cuál es el camino más derecho del mundo? La costumbre... y por él voy. ¿Yo metiéndome a clase directora? ¿Yo pintándola por ahí? ¿Yo echando facha y...? No, no puede ser; no me cae, no me comprendo así, vamos.
—¡Si no es echar facha, por Dios!
— Si más afectación, y por consiguiente más facha, hay en aparentar pobreza siendo rico.
— Sólo se trata de dar a la verdad su natural semblante.
— Se trata de representar lo que se es.
— Otra cosa es engaño.
— Mentira farsa.
— No basta ser rico, sino parecerlo.
— Justo.
— Cabal.
Estos comentarios, expresados rápidamente por los tres Águilas, sin dar a D.
Francisco tiempo para hacerse cargo de cada uno de ellos, le envolvieron en un torbellino. Sus oídos zumbaban; las ideas penetraban en su mente como una bandada de alimañas perseguidas, y volvían a salir en tropel para revolotear por fuera. Balbuciente primero, con segura voz después, manifestose conforme con tales ideas, asegurando que ya había pensado en ello despacio, y que se reconocía fuera de su natural centro y clase; pero ¿cómo vencer su genio corto y encogido, cómo aprender de golpe las mil cosas que una persona de posibles debe saber? Echose instintivamente por este camino de sinceridad, después de muchos tropezones y reticencias, y antes que pensara si le sería conveniente declarar su incapacidad para la finura, ya la había declarado y confesado como un niño sorprendido en falta. ¿Qué remedio ya? Lo dicho, dicho estaba, y no se volvía atrás. Donoso le arguyó con razones poderosas; Cruz sostuvo que otros más desmañados andaban por el mundo hechos unos príncipes, y Fidela y el ciego le animaban con observaciones festivas, que si algo tenían de burla, era esta tan discreta y sazonada que no podía ofenderle.
Charla charlando, llegó el fin de la velada, y tan gustoso se encontraba allí el hombre, que habría podido creer que su conocimiento con las Águilas y con Donoso databa de fecha muy remota; de tal modo se le iban metiendo en el corazón. Juntos salieron los dos amigos de la casa, y por el camino platicaron cuanto les dio la gana sobre negocios, maravillándose D. Francisco de lo fuerte que estaba D. José en aquellas materias, y de lo bien que discurría sobre el interés del capital y demás incumbencias económicas.
Y solo ya en su madriguera, recordaba el prestamista, palabra por palabra, el réspice que le echó aquel su nuevo amigo y ya director espiritual, pues pensaba seguir lo mejor que pudiese su sapientísima doctrina. Lo que le había dicho sobre los deberes del rico y la ley de las posiciones sociales era cosa que se debía oír de rodillas, algo como el sermón de la Montaña, la nueva ley que debía transformar el mundo. El mundo en aquel caso era él, y Donoso el Mesías que había venido a volverlo todo patas arriba, y a fundar nueva sociedad sobre las ruinas de la vieja. En sus ratos de desvelo no pensaba D. Francisco más que en el sastre a que había de encargar una levita herméticamente cerrada como la de Donoso; en el sombrerero que le decoraría la cabeza, y en otras cosas pertinentes a la vestimenta. ¡Oh!, sin pérdida de tiempo había que declarar la guerra a la facha innoble, al vestir sucio y ordinario. Bastantes años llevaba ya de adefesio. La sociedad fina le reclamaba como a un desertor, y allá se iba derecho, con botas de charol y todo lo demás que le correspondía.
Pero su mayor asombro era que en una sola noche de palique con aquellas dignísimas personas había aprendido más términos elegantes que en diez años de su vida anterior. Del trato con doña Lupe había sacado (en justicia debía decirlo) diferentes modos de hablar que le daban mucho juego. Por ejemplo, con ella aprendió a decir: plantear la cuestión, en igualdad de circunstancias, hasta cierto punto, y a grandes rasgos. Pero ¿qué significaba esta miseria de lenguaje con las cosas bonitísimas que acababa de asimilarse? Ya sabía decir ad hoc (pronunciaba azoc), partiendo del principio, admitiendo la hipótesis, en la generalidad de los casos; y, por último, gran conquista era aquello de llamar a todas las cosas el elemento tal, el elemento cual. Creía él que no había más elementos que el agua y el fuego, y ahora salíamos con que es muy bello decir los elementos conservadores, el elemento militar, el eclesiástico, etc.
Al día siguiente, todas las cosas se le antojaron distintas de como ordinariamente las veía. "¿Pero me he vuelto yo niño?" se dijo, notando en sí un gozo que le retozaba por todo el cuerpo, una como ansia de vivir, o dulce presagio de felicidades. Todas las personas de su conocimiento que aquel día vio, pareciéronle de una tosquedad intolerable. Algunas le daban asco. El café del Gallo y el de las Naranjas, a donde tuvo que ir en persecución de un infeliz deudor, pareciéronle indecorosos. Amigos encontró que no andaban a cuatro pies por especial gracia de Dios, y los había que le apestaban. "Atrás, ralea indecente" se decía, huyendo del trato de los que fueron sus iguales, y refugiándose en su casa, donde al menos tenía la compañía de sus pensamientos, que eran unos pensamientos muy guapos, de levita y sombrero de copa, graves, sonrientes, y con tufillo de agua de colonia.
Recibió a su hija con cierto despego aquel día, diciéndole: "¡Pero qué facha te traes! Hasta me parece que hueles mal. Eres muy ordinaria, y tu marido el cursi más grande que conozco, uno de nuestros primeros cursis".