V
— Sosiégate... Te diré todo — replicó Fidela, un poquitín asustada, colgándose de sus hombros para hacerle sentar —. Tiempo hacía que no te enfadabas así.
— Es que desde ayer estoy como un arma cargada a pelo. Me tocan, y me disparo... No sé qué es esto... un presentimiento horrible, un temor... Dime: en este cambio feliz que nos espera, ¿ha tenido algo que ver D. José Donoso?
— Puede que sí: no te lo aseguro.
—¿Y D. Francisco Torquemada?
Pausa. Silencio grave, durante el cual, el vuelo de una mosca sonaba como si el espacio fuera un gran cristal, rayado por el diamante.
"¿No respondes? ¿Estás ahí?" — dijo el ciego con ansiedad vivísima.
— Aquí estoy.
— Dame tu mano... A ver.
— Pues siéntate y ten juicio.
Rafael se sentó, y su hermana le besó la frente, dejándose atraer por él, que le tiraba del brazo.
"Paréceme que lloras (tentándole la cara). Sí... tu cara está mojada. Fidela, ¿qué es esto? Respóndeme a la pregunta que te hice. En ese cambio, en ese... no sé cómo decirlo..., ¿figura de algún modo, como causa, como agente principal, ese amigo de casa, ese hombre ordinario que ahora estudia para persona decente?".
— Y si figurara, ¿qué? — contestó la joven después de hacerse repetir tres veces la pregunta.
— No digas más. ¡Me estás matando! — exclamó el ciego, apartándola de sí —.
Vete, déjame solo... No creas que me coge de nuevas la noticia. Hace días que me andaba por dentro una sospecha... Era como un insecto que me picaba las entrañas, que me las comía... ¡Sufrimiento mayor...! No quiero saber más: acerté. ¡Qué manera de adivinar! Pero dime: ¿no trajisteis a ese hombre a casa como bufón, para que nos divirtiera con sus gansadas?
— Cállate, por Dios — dijo Fidela con terror —. Si Cruz te oye, se enojará.
— Que me oiga. ¿Dónde está?
— Vendrá pronto.
—¡Y ella...! Dios mío, bien hiciste en cegarme para que no viera tanta ignominia... Pero si no la veo, la siento, la toco...
Gesticulaba en pie, y habría caído, tropezando contra los muebles, si su hermana no se abrazara a él, llevándole casi por fuerza al sillón.
"Hijo, por Dios, no te pongas así. Si no es lo que tú crees".
— Que sí, que sí es.
— Pero óyeme... Ten juicio, ten prudencia. Déjame que te peine.
De una manotada arrancó Rafael el peine de manos de Fidela y lo partió en dos pedazos.
"Vete a peinar a ese mastín, que lo necesitará más que yo. Estará lleno de miseria...".
—¡Hijo, por Dios!... te vas a poner malito.
— Es lo que deseo. Mejor me vendría morirme; y así os quedabais tan anchas, en libertad para degradaros cuanto quisierais.
—¡Degradarnos! ¿Pero tú que te figuras?
— No, si ya sé que se trata de matrimonio en regla. Os vendéis, por mediación o corretaje de la Santa Iglesia. Lo mismo da. La ignominia no es menor por eso.
Sin duda creéis que nuestro nombre es un troncho de col, y se lo arrojáis al cerdo para que se lo coma...
—¡Oh, qué disparates estás diciendo...! Tú no estás bueno, Rafael. Me haces un daño horrible...
Echose a llorar la pobre joven, y en tanto su hermano se encerraba en torvo silencio.
"Daño, no — le dijo al fin —, no puedo hacerte daño. El daño te lo haces tú misma, y a mí me toca compadecerte con toda mi alma, y quererte más. Ven acá".
Abrazáronse con ternura, y lloraron el uno sobre el pecho de la otra, con la efusión ardiente de una despedida para la eternidad.
Inmenso cariño aunaba las almas de los tres hermanos del Águila. Las dos hembras sentían por el ciego un amor que la compasión elevaba a idolatría. Él las pagaba en igual moneda; pero queriéndolas mucho a las dos, algún matiz distinguía el afecto a Cruz del afecto a Fidela. En la hermana mayor vio siempre como una segunda madre, dulce autoridad que, aun ejerciéndose con firmeza, reforzaba el cariño. En Fidela no veía más que la hermanita querida, compañera de desgracias, y hasta de juegos inocentes. En vez de autoridad, confianza, bromas, ternura, y un vivir conjuntivo, alma en alma, sintiendo cada uno por los dos. Era un caso de hermanos siameses, seres unidos por algo más que el parentesco y un lazo espiritual. A Cruz la miraba Rafael con veneración casi religiosa: para ella eran los sentimientos de filial sumisión y respeto; para Fidela toda la ternura y delicadeza que su vida de ciego acumulaba en él, como manantial que no corre, y labrando en su propio seno, forma un pozo insondable.
Llorando sin tregua, no sabían desabrazarse. Fidela fue la primera que quiso poner fin a escena tan penosa, porque si Cruz entraba y les veía tan afligidos, tendría un disgusto. Secándose a toda prisa las lágrimas, porque creyó sentir el ruido del llavín en la puerta, dijo a su hermano: "Disimula, hijo. Creo que ha entrado... Si nos ve llorando... de fijo se incomodará... Creerá que te he dicho lo que no debo decirte...".
Rafael no chistó. La cabeza inclinada sobre el pecho, el cabello en desorden, esparcido sobre la frente, parecía un Cristo que acaba de expirar, o más bien Eccehomo, por la postura de los brazos, a los que no faltaba más que la caña para que el cuadro resultase completo.
Cruz se asomó a la puerta, sin soltar aún el disfraz que usaba para ir a la compra. Los observó a los dos, pálida, muda, y se retiró al instante. No necesitaba más informaciones para comprender que Rafael lo sabía, y que el efecto de la noticia había sido desastroso. La convivencia en la desgracia, el aislamiento y la costumbre de observarse de continuo los tres, daban a cada uno de los individuos de la infeliz familia una perceptibilidad extremada, y un golpe de vista certero para conocer lo que pensaban y sentían los otros dos. Ellas leían en la fisonomía de él como en el Catecismo: él las había estudiado en el metal de la voz. Ningún secreto era posible entre aquellos tres adivinos, ni segunda intención que al punto no se descubriera. "Todo sea por Dios" — se dijo Cruz, camino de la cocina, con sus miserables paquetes de víveres.
Arrojando su carga sobre la mesa, con gesto de cansancio, sentose y puso entre sus trémulas manos la cabeza. Fidela se acercó de puntillas. "Ya — le dijo Cruz, dando un gran suspiro —, ya veo que lo sabe, y que le ha sentado mal".
— Tan mal, que... ¡Si vieras... una cosa horrible...!
—¿Acaso se lo dijiste de sopetón? ¿No te encargué...?
—¡Quia! Si él ya lo sabía...
— Lo adivinó. ¡Pobre ángel! La falta de vista le aguza el entendimiento. Todo lo sabe.
— No transige.
— El maldito orgullo de raza. Nosotros lo hemos perdido con este baqueteo espantoso del destino. ¡Raza, familia, clases! ¡Qué miserable parece todo eso desde esta mazmorra en que Dios nos tiene metidas hace tantos años! Pero él conserva ese orgullo, la dignidad del nombre que se tenía por ilustre, que lo era... Es un ángel de Dios, un niño: su ceguera le conserva tal y como fue en mejores tiempos. Vive como encerrado en una redoma, en el recuerdo de un pasado bonito, que... El nombre lo indica: pasado quiere decir... lo que no ha de volver.
— Me temo mucho — dijo Fidela secreteando —, que tu... proyecto no pueda realizarse.
—¿Por qué? — preguntó la otra con viveza, echando lumbre por los ojos.
— Porque... Rafael no resistirá la pesadumbre...
—¡Oh!, no será tanto... Le convenceré, le convenceremos. No hay que dar tanta importancia a una primera impresión... Él mismo reconocerá que es preciso...
Digo que es preciso, y que es preciso... y se hará.
Reforzó la afirmación dejando caer su puño cerrado sobre la mesa, que gimió con estallido de maderas viejas, haciendo rebotar el pedazo de carne envuelto en un papel. Después, la dama suspiró al levantarse. Diríase que al tomar aliento con toda la fuerza de sus pulmones metía en su interior una gran cuchara para sacar la energía que, después del colosal gasto de aquellos años, aún quedaba dentro. Y quedaba mucha: era una mina inagotable.
"No hay que acobardarse — añadió, sacando del ensangrentado papel el pedazo de carne, y desenvolviendo los otros paquetes —. No pensemos ahora en eso, porque nos volveríamos locas; y a trabajar... Mira, corta un pedazo para bistec.
Lo demás lo pones como ayer... Nada de cocido. Aquí tienes el tomate... un poco de lombarda... los tres langostinos... el huevo... tres patatas... Haremos para la noche sopa de fideos... Y no te muevas de aquí por ahora, ni vuelvas allá. Yo le peinaré, y veremos si logro templarle".
Encontróle en la misma actitud de Ecce homo sin caña.
"¿Qué te pasa, hijo mío? — le dijo besándole en el pelo, y dando a su voz toda la ternura posible —. Voy a peinarte. A ver... no hagas mañas. ¿Te duele algo, tienes algún pesar? Pues cuéntamelo prontito, que ya sabes que estoy aquí para procurarte todo el bien posible... Vamos, Rafael, pareces un chiquillo: mira, hijo, que son las tantas; no te has peinado, y tenemos mucho que hacer".
Con una de cal y otra de arena, con palabras dulcísimas, entreveradas de otras autoritarias, le dominaba siempre. El respeto a la hermana mayor, en quien había visto, desde que empezaron los tiempos de desgracia un ser dotado de sobrenatural energía y capacidad para el gobierno, puso en el alma de Rafael, y sobre aquellos ímpetus de rebeldía mostrados poco antes, pesadísima losa.
Dejose peinar. La primogénita del Águila, que siempre se crecía ante las dificultades, en vez de rehuir la cuestión la embistió de frente.
"¡Bah!... todo eso... por lo que te ha dicho Fidela del pobre D. Francisco, y de sus pretensiones. ¡El pobre señor es tan bueno, nos ha tomado un cariño tal...! Y ahora sale con la tecla de querer aplicar un remedio definitivo a nuestra horrible situación, a esta agonía en que vivimos, abandonados de todo el mundo. Y no hay que acordarse ya del pleito, que es cosa perdida, por falta de recursos. Se ganaría si pudiéramos hacer frente a los gastos de curia... ¿Pero quién piensa en eso?... Pues como te decía, el buenazo de don Francisco quiere traer un cambio radical a nuestra existencia, quiere... que vivamos".
Sintió la peinadora que bajo sus dedos se estremecía la cabeza y la persona toda del pobre ciego. Pero este no dijo nada, y después de sacar cuidadosamente la raya, siguió impávida, presentando con lenta ductilidad y cautela la temida cuestión.
"¡Pobre señor! Por los de Canseco he sabido ayer que todo eso que se cuenta de su avaricia es una falsa opinión propalada por sus enemigos. ¡Oh!, el que hace bien los tiene, los cría al calorcillo de su propia generosidad. Me consta que a la chita callando, y aun dejándose desollar vivo por los calumniadores, D.
Francisco ha remediado muchas desdichas, ha enjugado muchas lágrimas. Sólo que no es de los que cacarean sus obras de caridad, y prefiere pasar por codicioso... Es más, le gusta verse menospreciado por la voz pública. Yo digo que así es más meritorio el buen hombre, y más cristiano... ¡Ah!, con nosotras se ha portado siempre como un cumplido caballero... Y lo es, lo es, a pesar de su bárbara corteza...".
Nada. Rafael no decía una palabra, y esto desconcertaba a la hermana mayor, que le requería para que hablase, pues en la discusión tenía la seguridad de vencerle, disparándole las andanadas de su decir persuasivo. Pero el ciego, conociendo sin duda que en la controversia saldría derrotado, se amparaba en la inercia, en el mutismo, como en un reducto inexpugnable.