III
Las gentes de la casa se habían agrupado en torno del hogar, en donde ardían los palmizones y los troncos de higuera. Don Manuel, sus amigos, el tío Matías y algunos otros aldeanos, de los que formaban la pequeña corte, estaban sentados entre ellos. Los hombres, mientras conversaban, movían las agarrotadas manos de anchos y planos dedos en sus labores de esparto, que después de curado en agua se majaba sobre una peña viva, con maza de madera, y les servía para hacer en las veladas de invierno fascal, tomizas y ramales, con los que tejían cuerdas y maromas, mientras otros trabajaban los grandes rollos de pleita y de crineja, sujetándola entre los desnudos pies.
Petra y Josefilla hilaban airosamente voluminosas madejas de lana y hacían bailar el huso al extremo del hilo blanco y delgado. Dolores estaba en la sala con las señoras, entretenidas en armar unos ramos de flores de trapo.
La conversación de don Manuel y sus amigos era animada. Acababa de llegar del pueblo el tío Pedro con los encargos: los periódicos y la correspondencia, cuya lectura puso nerviosos a todos aquellos buenos señores. Se anunciaba un cambio de política; los campesinos escuchaban, admirando la verbosidad de los oradores, hablar de todas aquellas cosas que no entendían, y repetir nombres extraños: traiciones de Romero, picardías de Silvela, trastadas de Cánovas y Sagasta. Ellos sacaban en limpio que algún gran señor, rodeado de muy mala gente, cambiaba de servidores, y que ahora iba a entregar el gobierno de la hacienda a los amigos de don Manuel. Sin duda éste querría aprovecharse de alguna parte cuando hablaba de ir a la ciudad en cuanto se confirmasen las noticias. Por lo pronto, un mozo iría todos los días a Nijar para tenerlos al corriente de los sucesos.
Víctor se estremeció al oír esto. ¿Sería posible que aquel hombre se marchara y escapase a su venganza? De ningún modo. En tal caso arrostraría todos los peligros y lo castigaría cara a cara. Él soportaba la proximidad a su mujer, toleraba con asco que acariciase a su hijo, se sometía a servirlo y a adularlo, porque durante todo aquel sacrificio se embriagaba con la voluptuosidad de la venganza, seguro de que cuantos lo miraban coa cierto desdén por resignado le contemplarían pronto con miedo.
Saboreaba de antemano el triunfo esperado tanto tiempo. Conquistaría de nuevo la libertad, la posesión completa de la mujer amada; lavarla su vergüenza con sangre para recobrar la dignidad. El intruso saldría de allí como un fardo, blanco atravesado en el lomo de un mulo… igual que el otro, que el lobezno. Lo había sentenciado por su traición, y ejecutaría la sentencia. Creía cumplir una alta misión de justicia librando a Rodalquilar de la mala semilla. La falsedad y la doblez con que habían obrado con él autorizaba el castigo.
La puerta se abrió con violencia; una ráfaga de aire frío penetró en la ancha cocina e hizo oscilar la llama humosa del candil. Capuzo, aterido, encorvado, frotándose las manos, apareció en la estancia.
—¡Qué noche! ¡Qué noche, caballeros!, —dijo por vía de saludo, y arrojó en el fuego una enorme aliaga.
Se levantó una llamarada violenta que obligó a todos los concurrentes a retirarse. Don Manuel y sus amigos rieron de la barbaridad del rústico, y los labriegos, molestos de ver interrumpidas sus labores, le lanzaron invectivas:
—¡No seas bruto!
—¡Qué animal!
—¿No reparas que están aquí los amos?
—Que perdonen tos —respondió con flema el herrero, mientras se revolvía casi tostándose en el reflejo de la llama—. Pero vengo arrecio… Hace mía noche que se hielan los pájaros…
Extinta la fogata, todos volvieron a ocupar sus puestos.
—¡Probecicos!, —dijo Petrilla compadeciendo a los pájaros aludidos por Capuzo.
—No te lo creas, muchacha —objetó galante el tío Matías—. Ya llevan ellos buenos trajes de plumas, y saben esconderse entre las piedras de las norias donde no entra el viento. ¡Si son más pillos!
—¡Ojalá se helaran!, —añadió con su rutinaria ignorancia el labrador de los Tollos—; son una plaga que se come lo mejor de las sementeras.
—Podíamos esta noche hacer buena racha en ellos —siguió el tío Matías— y traérselos a doña Pepica pa que guisara un arroz que se chuparan los déos.
Se interesaron los señoritos.
—¿Cómo?
Víctor se apresuró a explicarlo. Tenían redes para tapar las bocas de las norias abandonadas. No habla más que asustar a los pájaros con luces y piedras; al querer salir, atontolados por el miedo, se dejaban coger vivos. Ellos daban de cuando en cuando aquellas batidas para exterminar a los gorriones, que se les comían el trigo, sin comprender el servicio que los pobres volátiles prestaban a sus cosechas destruyendo los insectos perjudiciales.
El campesino describía con frase pintoresca la caza. Ninguna noche tan a propósito como aquella: había de ser fría, de viento, sin luna, que las estrellas alumbraran poco. Se recorría el camino a la luz de hachos de esparto o de albardin… Con la caminata se quitaba el frío y la diversión era grande. Les acompañaban siempre las mujeres y los chiquillos.
Petra y Josefa intervinieron en la conversación. ¡Lo que ellas se divertían en aquella caza!
—Vamos a ir, papa —exclamó Nicolaeillo con su fácil entusiasmo infantil.
La idea prendió en el espíritu antojadizo y ávido de emociones del señorito.
—¿Hay medios de poder ir? —preguntó.
—¡Ya lo creo!
Y Víctor, entusiasmado con el proyecto, corrió a traer redes y hachos para mostrárselos.
—Manuel, no vayas… hace muy mala noche —intervino desde la habitación contigua la voz débil de doña Concha.
—Os puede pasar algo malo —agregó María.
La oposición de las mujeres fue el cebo del deseo de los hombres.
—No tengáis cuidado, hijas —respondió don Manuel impaciente, y agregó, dirigiéndose a sus amigos: Debemos ir…
Todos asintieron de buen grado. Era una caza desconocida para ellos y debían aprovechar la ocasión.
Los campesinos empezaron a ponderar las delicias de la cacería con los extremos de los aduladores.
Dolores se puso de parte de las señoras:
—Hace mala noche, Víctor; es tarde…
—¡Mala noche! ¡Ca! Vamos tos pa las norias… ¡Tú la primera!…
Era tan imperativo su acento, que ella no se atrevió a replicar.
—Vamos, niñas —dijo don Manuel a las muchachas—. Dejad el trabajo. Ande, aparcera —añadió hablando con Dolores—. Así llevaremos la buena suerte en nuestra compañía.
Víctor sonrió, contento del piropo, mientras ella palidecía y temblaba. Hubiera querido mejor quedarse.
Los amigos de la casa invitaron a María y a Concha. Las dos rechazaron la propuesta con disgusto. ¡Valiente locura! ¡Si doña Pepa estuviese levantada se opondría a la expedición! ¡Por fortuna les quedaba poco que estar allí, entre continuos sobresaltos!
Para librarse de su censura se apresuró la partida. Los cazadores se encontraron al salir perdidos en las tinieblas. El cielo obscuro, negro, parecía más cerca de la tierra con la pesantez de la atmósfera. Los luceros se destacaban como clavos de plata incrustados en profundidades de terciopelo, y las estrellas lucían fingiendo polvo de diamantes que un déspota fastuoso desparramara por el espacio.
La sombra se liaba a los cuerpos. No se distinguía nada en rededor. Se avanzaba a ciegas, sin ver los caminos ni los objetos cercanos. Se había estrechado el horizonte en torno de las personas, y todo el valle era una masa de tinieblas, espesa, densa. No se dibujaban cortijos, árboles ni montañas. Las ráfagas del viento parecían oleadas de aquel mar de sombras, donde se apagaba hasta el reflejo de las luces.
Deslizábase la comitiva entre las negruras y la soledad con aspecto fantástico. Se habían encendido los hachos de albardín, y los cuatro aldeanos que rompían la marcha de la extraña procesión les daban vueltas en el aire para evitar que se apagasen. El ascua trazaba en el espacio una rueda giratoria; cuando se detenía, una llama oscilante y llena de humo reflejaba sobre el grupo, deslumbrando los ojos en vez de alumbrar el camino. Las mujeres, con los mantones ceñidos al cuerpo, liadas las cabezas en apretados pañuelos; y los hombres, envueltos en mantas y capotones, marchaban encorvados, agarrándose unos de otros, tropezando, mientras el aire empujaba hacia atrás las faldas y los extremos de ropas y abrigos, que daban a su caminar, con aquella luz vaga e incierta, un aspecto de lucha o carrera.
Una devota hubiera puesto la señal de la cruz pensando en las brujas que se dirigen a los aquelarres al ver deslizarse como fantasmas aquellas inciertas formas. Se pensaba en las extrañas cacerías del caballero Tannhauser en los bosques alemanes o en aquellos siniestros encapuchados que pasaban de noche con su cargamento de almas la corriente del Rhin. Entre tropezón y tropezón brotaban chistes y risas de los que sufrían por placer aquella penosa caminata; los señoritos y los mozos cuidaban a porfía de sostener a las mujeres, excitados por su contacto entre el perfume del campo en la obscuridad. Don Manuel, encendido por los recuerdos, oprimía el brazo de Dolores, que en vano procuraba retirarse de él, mientras que su marido, indiferente, agitaba un hacho para guiar a la comitiva.
Llegaron cerca de la noria del Estanquillo, Al pasar próximos al caserío se les unieron otros grupos de hombres, mujeres y muchachos, aumentando el júbilo y la fiesta.
Los prácticos ordenaron silencio. Se mató la luz de los hachos, cesó el ruido de risas y conversaciones; todos avanzaron en silencio, lentamente, en medio de las sombras, cuidando de no tropezar ni hacer ruido. Agachados, deslizándose como espectros en torno del abandonado pozo, los cortijeros separaron con sus manos rudas las brozas, malezas y pinchos, troncharon las ramas salientes de algunos cabrahigos que rebasaban las cercas de piedra, y tendieron la red para cubrir toda la abertura del brocal.
Cuando la delicada operación estuvo hecha, uno dio en voz baja la señal de aproximarse. Se adelantaron agazapados hasta la misma boca del pozo; hombres y mujeres se tendieron boca abajo para poder avanzar el cuerpo sin peligro sobre el agujero. Los que llevaban los hachos les hicieron girar y avivaron las llamas, mientras todos los demás, cansados del largo silencio, prorrumpían en voces y palmadas y arrojaban piedras por la negra abertura del pozo. Los gorriones, sorprendidos en su sueño, se dirigían asustados hacia la luz, y revoloteaban tropezando en los hilos: algunos colaban la cabecita entre las mallas y quedaban prisioneros. Las manos ansiosas de los cazadores corrían bajo la red, cogiendo a los aturdidos pájaros; los chiquillos, en su celo imprudente, amenazaban con caer dentro de la noria, a pesar de las continuas voces de «Cuidado» y de la vigilancia de las mujeres. Muchos hombres rivalizaban con el entusiasmo infantil y avanzaban con imprudencia el cuerpo en el abismo, entre ellos don Manuel, con su temperamento franco, fuerte, ansioso y abierto a todos los goces. Al cabo de un rato la atención se distrajo de los pájaros; los hombres preferían cazar las manos morenas de las muchachas, que les huían provocativas y coquetas. Merced a este juego, los pajarillos se escapaban por los descuidados boquetes y bien pronto cesó el ruido de los vuelos y del aletear.
Entonces volvieron a ponerse en marcha entre las tinieblas; iban más animados y alegres, embriagados en su mismo contento. Se había hecho buena presa: más de un centenar de pajarillos. Sin duda en la noria de Cardona habían de hallar mayor número. Todos contaban las peripecias de la cacería. Capuzo afirmaba riendo que había salvado la vida al amo, el cual, con el ardor y el entusiasmo de coger pájaros, iba a caerse en la noria. El herrero subrayaba maliciosamente la palabra pájaros.
—¿Por qué no habrá luna?, —interrumpió una muchacha.
—¡Toma!, —respondió otra echándola de entendida—; porque las estrellas que se juntan para formarla se pelean y se van cada una por su lado.
Una carcajada acogió la linda explicación astronómica; entre todas las risas sobresalía la cíe Víctor, con un timbre metálico, agudo, algo siniestro, frío, nervioso, que hacía daño.
La proximidad a la noria de Cardona impuso de nuevo silencio; se repitió la operación de cubrir el brocal con la red. Los señores estaban satisfechos; en cuanto acabaran de allí iban a llamar a la puerta de las Pintás para echar un trago de aguardiente y prolongar la cacería hasta el pozo de la playa.
En cuanto se dio la señal, todos se abalanzaron a la noria. Familiarizados ya con la obscuridad y la cacería, se guardaban menos precauciones; don Manuel se echó boca abajo cerca de Dolores y prestaba a la joven más atención que a la caza. Víctor daba vueltas en torno del brocal haciendo girar su hacho para mantenerlo encendido. Se acercó varias veces a unos lados y a otros, advirtiendo a los chiquillos que tuviesen cuidado. Del fondo de la noria, donde dormían ocultos entre los agujeros de las peñas, salió una verdadera nube de gorriones que agitaban su plumaje, levantando un torbellino de aire y un frou-frou de abanicos y faldas de seda. La atención de todos se reconcentraba en la caza.
De pronto un grito agudo, estridente, rasgó el aire, y un cuerpo, haciendo ceder con su peso la débil red mal sujeta, cayó al fondo del abismo, chocando con las paredes en un ruido sordo y sin eco.
Un grito, de espanto se escapó de todos los pechos:
—¡¡¡Don Manuel!!!
—¡¡¡El amo!!!
Nadie se había dado cuenta de lo que pasaba. Algunos habían creído notar la breve lucha de un hombre sorprendido y lanzado al fondo del abismo que se revolvía para asirse de algo o defenderse. Pronto se lo explicaron todo. Víctor, jadeante, tembloroso, echado en tierra en el sitio que antes ocupaba don Manuel, murmuraba disculpándose de haberle empujado:
—¡No lo he podio sujetar!
Se produjo la agitación consiguiente. Las mujeres gritaban, lloraban los chiquillos; los hombres se revolvían, sin saber qué hacer, de un lado para otro. Algunos se acercaron al brocal y llamaron cándidamente:
—¡Señorito!…
—¡Don Manuel!
El abismo permanecía silencioso.
—No ser tontos… el infeliz se ha estrellan.
Los dos amigos que acompañaban a don Manuel, creían en lo casual de la desgracia.
—¡Es preciso traer cuerdas!… ¡Sacar el cadáver!… ¡Avisar!… —propuso uno entre sollozos.
—¿Quién se lo dice a la familia? —agregó el otro.
Convencidos de la inutilidad de sus esfuerzos, la atención de todos los aldeanos se reconcentraba en Víctor. No les cabía duda: aquel crimen, oculto bajo apariencias de casual, era una justicia. Todos lo entendían así y todos callaban. El espíritu popular uníase de un modo instintivo. Víctor podía contar con el silencio, la complicidad tácita de todos sus convecinos.
Ninguno se atrevió a decirle nada.
El aspecto de Víctor era imponente. De pie en medio del cardenchal apretaba contra su pecho a la mujer, que lloraba en silencio; el hacho, caído a sus plantas, medio apagado, lo envolvía en oleadas de humo, y agigantaba su estatura con la prolongación del rayo de luz entre las sombras. Descubierta la cabeza, flotante a merced del aire la melena, alzada al cielo la morena frente, brillando con, el resplandor de los luceros los negrísimos ojos, parecía revestido de una belleza bravía, siniestra, satánica. La belleza magnífica del dios de la Rebeldía y de la Venganza.