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Los Inadaptados: III

Los Inadaptados
III
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Dedicatoria
  4. Unas palabras
  5. Primera parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
  6. Segunda parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
  7. Tercera parte
    1. I
    2. II
    3. III
  8. Autor
  9. Otros textos
  10. CoverPage

III

La tierra, blanda de la reciente lluvia, apagó las pisadas de Gaspar para llegar sin ser oído a la puerta del cortijo. Se sentó en la esquina del tranco, y mientras se quitaba las esparteñas y sacudía el barro, que formaba pesada capa a la empapada suela, en la arista del escalón de piedra, gritó, con su voz ronca estentórea:

—¡A la paz de Dios!

La gran cocina estaba sola, pero en la habitación contigua, llamada pomposamente la sala, se oía rumor de voces.

—¡Gaspar! ¡Ya está aquí Gaspar! —exclamaron varias a un tiempo, y la tía Frasca, la madre de Dolores, apareció en el marco de la puerta, llamando:

—Pasa, Gaspar, pasa. Dolores está que no sosiega hasta que vengas.

—Ya voy, ya voy… Una poca de paciencia… —repuso con calmoso énfasis el recién llegado, mientras se anudaba la guita de la esparteña sobre el empeine del pie y se quitaba la otra para repetir igual operación.

Gaspar era el curandero que gozaba más fama en el contorno. Lo mismo servía para entablillar un brazo o una pierna, que para dar una sangría y poner un emplasto en una matadura; o bizmas, ventosas y sanguijuelas, igualando en su régimen de médico a las personas y a las bestias. Sus convecinos tenían fe en la ciencia de Gaspar, y si alguna vez llamaban al médico era sólo cuando se desesperaba de salvar al enfermo y se hacía necesario certificar la defunción. Bien es verdad que en esos casos el facultativo llegaba siempre tarde, porque Gaspar no desconfiaba jamás de la salvación de los pacientes.

—¡Tío Gaspar, por caridá; dese usted priesa! —exclamó desde dentro la voz angustiada de Dolores.

Acabó el curandero su operación, levantóse y se dirigió a la habitación contigua. Allí, junto a la revuelta cuna de madera, estaba sentada Dolores con Rafaelito en el regazo; cerca de ella, su madre, las muchachas de la casa, la tía Culmenea y la vieja Aurora, que en su condición de decana de las cortijeras tenía el deber de acudir a todas las alegrías y duelos de la comarca. Acostumbrada a este continuo visiteo e intervención en los asuntos ajenos, había adquirido el hábito de pasar del llanto a la risa con rapidez asombrosa, y bastaba ver su arrugado y expresivo semblante para conocer si el ambiente era de dolor o de alegría.

—¡Gracias a Dios que viene usted! —exclamó la madre.

—No te impacientes, mujer —repuso el curandero—. ¿Cómo va el muchacho?

—Peor; mucho peor…

—¿Tú qué sabes?

—Está mu ronco… no llora…

—Señal que está tranquilo.

—No pue mamar…

—No seas imaginativa.

—Ella misma se quita la vida —interrumpió la tía Frasca—; ende que estoy yo aquí apenas tose.

—Porque no tié fuerzas; mejor era cuando tosía… Tiene un quejico que me aprieta el corazón… Paece que le duele algo…

—¡Como estas criaturas no puen hablar! ¡Vaya, usted a saber! —objetó enfáticamente la tía Aurora—. ¡Probeticos!…

Y se limpió con el borde del delantal los resecos ojos.

Gaspar se acercó solemnemente al chico y lo desenvolvió del pañolón y la manta de lana que lo abrigaban. Se escuchó con claridad la ronca y fatigosa respiración de la bronquitis. La criaturita, con los cabellos rubios pegados a las pálidas sienes, tenía blancura de hostia, y las ojeras se destacaban en torno de los cerrados ojos como pétalos de moradas violetas.

El curandero lo pulsó, lo movió bruscamente. Un gemido, un llanto doloroso y sin voz, respondió a sus manipulaciones entre el estertor de la bronquitis.

—¡Bah! Esto no es na… —dijo el hombre alzándose—. Un poco de resfriao… ya se va pasando.

—¡Pero si no mama!

—Ya mamará cuando tenga hambre, mujer.

Las vecinas aprovecharon la ocasión para sacudir el ambiente de tristeza. Dolores era muy extremosa con los hijos; no se puede criar a los chiquillos con tanto mimo para que luego un soplo de aire los mate.

Se animó Dolores. Sí; tenían razón; en cuanto el chico se pusiera bueno se lo entregaba a su madre para que lo criase al sol y al aire, como a San Nicolás.

—Eso debes hacer —afirmó el curandero—; esto de hoy no es na; si acaso mañana sigue malo le daremos una sangría.

La sangría era el recurso supremo del pobre hombre, y se contaba que tanto abusó de ella, que más de una vez el enfermo expiró entre sus manos, mientras desesperado de no poder atajar la hemorragia, le gritaba con terror: «¡Adiós, hermano, que te vas!».

¡Sangrar a su niño! No. Le aterrorizaba la idea. Sin duda estaría mejor, y cediendo a las instancias de su madre, consintió en echarlo a descansar en la cunita, brizándola amorosa.

Las mujeres hablaron de irse. Aurora habitaba lejos y Frasca tenía en su casa al otro nieto, Nicolasillo, que era la piel del mismísimo demonio, y no estaba tranquila. Se quedaría la Culmenea, y si pasaba algo podía avisar.

Transcurrió la tarde, lenta y triste; la criaturita, aletargada, tosió dolorosamente varias veces de un modo opaco, sin ruido, que debía hacerle mucho daño en lo hondo del pecho, porque la carilla pálida se contraía en el gesto angustioso de un llanto sin voz. La madre intentaba reanimarlo con palabras de cariño:

—¡Alma mía! ¡Cariño mío! ¡Encanto de mi alma!

Quería infundirle vida y calor con los apasionados y medrosos besos, y le arrimaba a la reseca boca el seno rebosante de lecho. Instintivamente el enfermito oprimía con los labios sedientos y ardorosos el botón del pecho de la madre, pero la falta de respiración le obligaba a apartarse de aquel estorbo, que impedía penetrar el escaso aire reclamado imperiosamente por sus ávidos pulmones.

—¡Ah! ¡Se muere! ¡Se muere mi niño!, —exclamó con voz desgarradora la infeliz madre.

—Las malas leches que le has dao a la criatura —urmuró Josefilla—; los berrinches.

—¡Malditas sean las candongas que tienen la culpa!, —agregó la Culmenea.

—¿Tendrá empacho? —apuntó Josefilla.

—¿Le habrán hecho mal de ojo? —exclamó Petra.

—¡Mal de ojo!

Las cuatro mujeres se quedaron silenciosas, hasta que Dolores, con su sencilla superstición maternal, añadió:

—Si fuera eso… entonces, ¿no podría curarlo Gaspar?

—No —respondió la Culmenea—; pero la tía Ramona, la rezaora, te lo dejaría güeno en un instante.

—¿Está usted segura?

—¡Vaya!… ¡Como que es saludaora! Tiene gracia pa matar de un soplo a los perros rabiando jipa curar tos los dolores. ¿No ves que nació en Viernes Santo y lleva un Cristo en el cielo de la boca?

—¿Dónde podríamos encontrarla? —preguntó ansiosa Dolores.

—Bien cerca de aquí… pero…

—¿Qué?

—En casa de las Pintás; está enseñando a rezar a la pequeña, que se casa con el hijo del tío Fárrago.

Dolores no vaciló.

—No importa —dijo—. Anda, Josefa; allí mismo, en cualquier parte que esté, llámala…

Y como la muchacha titubeaba, repitió:

—Anda, corre, llámala… Yo no quiero que se muera mi hijo… Me volvería loca… Llámala…

La muchacha salió en silencio de la habitación, mientras Dolores, estremecida, estrechaba en sus brazos el débil cuerpecillo, como si quisiera retener el escaso hilo de vida que le restaba. Tardó más de una hora en volver Josefilla, y apenas apareció en la puerta, todas formularon, ansiosas, la misma pregunta:

—¿Viene?

—Sí; ahí detrás.

Los perros ladraban desaforadamente, con ese odio instintivo que sienten por los pordioseros. Fue preciso que la muchacha saliese de nuevo e hiciera entrar a la vieja. A pesar de su ceguera, la tía Ramona avanzó con seguridad, apoyada en una gruesa caña, que le servía de sostén. Era alta, seca, agarrotada; vestía falda de tela parda y un mantoncíllo gris le rodeaba el cuerpo; un pañuelo de hierbas liado a la cabeza, a modo de gorro, se anudaba sobre la frente.

—Buenas noches tenga la compañía —dijo, irguiendo su alta estatura, la mendiga.

—Buenas noches nos de Dios, tía Ramona —respondieron a coro las mujeres.

—¿Qué sucede aquí? ¿Tiés al pequeñillo malo? ¡Gracias a Dios! En este mundo todo, se vuelven penas y calamidades. ¡Gracias a Dios!

La vieja rezadora tenía costumbre de referir todas las desdichas con la indispensable muletilla «¡Gracias a Dios!», como si de los más preciados dones recibidos de un poder supremo se tratase.

—Mire usted, tia Ramona —atajó la madre—; mi niño está mu malico el probe y tengo recelo de que le hayan hecho mal de ojo.

—¡To pue ser!

—¿Y no se lo pue usted quitar?

—¡Sigun!

—Por caridá, tía Ramona, por lo que usted más quiera…

—Pero esta noche ya es mu tarde, y yo me tengo que ir —objetó la bendiciera deseosa de hacer valer sus servicios.

—¡Miren por dónde sale!, —exclamó indignada Culmenea—. ¡Que es tarde! ¿Tendrá miedo de no ver el camino?

—¡Ah! Mis ojos no necesitan luz —respondió picada la ciega—. ¡Gracias a Dios!

Intervino Dolores, temerosa de que se enfadase. La llevarían luego a su casa montada en la burra, pero por caridad que no demorara el librar a su pobre hijo del maleficio.

Muchas preguntas tuvo que hacer la vieja para indagar quién había ido al cortijo, si alguna mujer miró al niño sin decirle: «Dios te bendiga» y la criatura se sonrió: Dolores no hacía memoria. Esta vez no recordaba que hubiesen estado allí ni gitanos ni jabecotes.

Era preciso averiguar la verdad. La vieja pidió gravemente unas tijeras, un tazón lleno de agua y una pieza de dos cuartos. Todas miraban ansiosas. Puso en el suelo las tijeras abiertas en cruz, colocó sobre ellas el tazón de agua, sumergió dentro de éste la moneda y cogiendo la débil y blanda manecita derecha del enfermo introdujo su dedo meñique en el aceite del candil, de modo que dejase caer una gota en el tazón.

Tres veces repitió el procedimiento preguntando a las mujeres qué dirección tomaban, pues todo dependía de la manera como se juntasen en el centro o en los bordes las gotas de aceite.

—Dos en el centro y una en la orilla —exclama ron todas.

—¡Vaya! ¡Gracias a Dios! El muchacho tiene, mal de ojo, pero se le puede curar… Ponte de pie y tómalo en brazos.

La madre obedeció prontamente.

Empezó la vieja su conjuro de pie, con los brazos tendidos de un modo patriarcal, posadas las palmas de las abiertas manos sobre la frente y el estómago del enfermito, los ojos sin luz elevados hacia lo alto, y la voz grave, solemne, murmurando palabras atormentadoras. Las mujeres sentían el escalofrío del miedo a lo sobrenatural.

—Ánimas restas y sestas, que en el purgatorio estáis, por las penas que tenéis y la gloria que esperáis —empezó la vieja—, y al llegar aquí la voz se hizo más opaca, más densa, apagada, y sólo se escuchaban palabras fatídicas: «Satanás», «La corona de espinas», «Por la sangre que derramaste», «Belcebú». Al mismo tiempo que rezaba, la vieja repartía bendiciones, signos de cruz y ademanes para arrojar de allí un espíritu maligno. Las mujeres apenas respiraban, atemorizadas por la solemnidad siniestra de la mendiga en aquella escena lúgubre y patética, a la que contribuía la hora crepuscular, llenando la estancia de sombras que parecían agigantar la figura de la vieja.

Cuando terminó, todas las mujeres se agruparon en torno de Dolores, ansiosas de notar el alivio del niño. La ilusión les hacia hallarlo mejor. Un descenso de calentura se notaba en el cuerpecíto; dos o tres veces logró despegar los párpados y lanzar una mirada azul, que se apagaba instantáneamente. Parecía que se calmaba su agitación, y hasta llegó a poder mamar, a intervalos, con ansia.

Al final de la velada el niño estaba más tranquilo y las mujeres cabeceaban rendidas por el sueño. Era preciso descansar para tener fuerzas al día, siguiente. Nada había que justificase la alarma. La tía Culmenea y la tía Ramona marcharon acompañadas de uno de los mozos del cortijo, y Petra y Josefina se fueron a acostar a la cámara.

Quedó Dolores sola cerca de la cuna. Por los entreabiertos cristales de la ventana veía el campo y el cielo formando un estrado contraste. La tierra presentaba la tranquilidad del aire lavado por la lluvia, la quietud plácida de esas noches otoñales, mientras que el azul del cielo se empañaba con nubes y signos de tempestad. Parecía una imagen de la vida humana, cuando la sonrisa brilla en el semblante y la tormenta azota y desgarra el corazón. Arriba hacía viento, el azul se había vuelto lechoso, y en torno de la luna, pálida y fría, se formaba un círculo de nubes visiblemente bajo, de manera que el centro se alzaba como el cimborrio de una bóveda monumental. Algo como un inmenso panteón sin dioses que cubría la belleza del valle. De vez en cuando un vellón de celaje pasaba bajo el ábside, se rizaban las nubes como si una manada de carneros, con sus lanas blancas, corriese por el aire; les empujaba un viento que no llegaba a la tierra y les hacia pasar azotándolos y desgarrándolos en el espacio. Dolores les veía tomar mil formas caprichosas; lineas de una belleza que la impresionaba hondamente; caballos con alas, seres gigantescos con coronas y ropas flotantes, monstruos extraños, peces, pájaros, esqueletos… todas aquellas sombras, al pasar bajo la luna, se tendían sobre los campos danzando una extraña zarabanda que corría en la tierra como un mar de tinieblas.

Se dibujaban los contornos de los caseríos, las montañas se esfumaban a lo lejos recortando los picos en el espacio y el campo parecía dormido. La brisa, suave respiración, hacia hincharse a la tierra mojada en fecundante perfume, con sabor a mariscos y a frutas maduras.

De vez en cuando el misterioso ritornello, que forma ese silencio de los campos, poblado de palpitaciones de seres vivos: plantas que crecen, flores que rompen su botón y semillas que germinan, era rasgado por el ladrido de los perros o el grito de los gañanes velando en la próxima noria «Haya Vaca», a fin de que el animal continuase sus pasos. Llegaba hasta allí el rumor del agua que corría entre los ajomates de la atarjea y se precipitaba en la balsa donde croaban las ranas acompasadamente. Los cristalinos del agua decían al quebrarse historias en las cuales los seres, según son felices o desdichados, pueden escuchar risas o lágrimas.

Todos los cortijos estaban cerrados y silenciosos. Sólo en el de las Pintás brillaba la luz como un lucero lejano y se oía el rasguear de una guitarra y el apagado eco de una vinosa cancamurria.

Un sentimiento de ira estremeció a Dolores; aquellas mujeres tenían la culpa de todo. No pensaba en que las provocó sin motivo. Desde la terrible escena de la playa, Víctor y ella vivían como extraños, no se habían atrevido a acercarse, a verse; los dos tuvieron miedo a las explicaciones. Ahora, en aquellos días de dolor, pasados cerca del hijo enfermo, el marido apareció varias veces en la estancia, sin atreverse a entrar. Se había acercado a la cuna con las cejas fruncidas, mudo, sombrío, luchando presa de encontrados impulsos, y se había alejado sin decir una palabra. Ella veía las huellas del dolor y de las lágrimas ocultas sobre el semblante de su esposo. ¿Debía engañarlo? La mentira era piadosa; además, ella no era culpable del brutal atropello, su culpa consistía en la adoración a aquel niño que le había hecho bendecir el adulterio y sentir el orgullo de haberlo dado la vida. Le faltaban fuerzas para provocar una explicación con Víctor, atormentada por la duda. ¿La creería él? Aquel sello de familia del hijo era la delación más elocuente de su nacimiento; la espiaba acentuarse cada día más, y en algunas ocasiones tuvo que asentir al mito de que los chicos se parecen a los padrinos.

El alejamiento de Víctor del lado de la mujer acongojada y del hijo enfermo, atraía la murmuración de las vecinas. Ese cuidadoso espíritu del ¿qué dirán?, tan mortificante para las campesinas, causaba a Dolores un agudo sufrimiento, alejándola cada vez más del marido. Después de todo, había sido culpable sólo por su amor, deseosa dé salvarlo, y a aquella falta, que no dejó huella en su alma, se debía la felicidad presente. No tenían derecho a acusarla. Aquella triste noche de insomnio la dominaba una idea fija: que el niño no muriera. El cariño de aquel hijo le llevaría toda la existencia.

Al mediar la noche, el viento se abatió contra la tierra y las sombras velaron la luna, envolviendo al valle con su negro manto; los vidrios de la ventana crujieron al azote de las gotas de lluvia que se quebraban en polvo diamantino contra ellos; de un próximo nido de lechuzas salió el fatídico silbar de los asustados polluelos.

Dolores sintió miedo; le parecía que entre las ondas del viento había penetrado en la habitación un espíritu invisible. Entonces advirtió con terror que el candil, sin aceite, chisporroteaba de un modo doloroso, brillando la torcida sin luz como un clavo candente; del otro lado de la pared se escuchaba el patear de las bestias amarradas a los pesebres. Entre la sombra, Dolores creyó percibir la forma vaga de aquel espíritu que le causaba tanto miedo. Sintió el paso leve de un espectro, una respiración fría. ¡Le iban a robar a su hijo! Se precipitó contra la cuna para protegerlo en sus brazos, lanzando un grito de espanto:

—¡Víctor! ¡Víctor!

La carne del pequeñuelo ardía en fiebre con el recargo de la madrugada, y del oprimido pecho salía un ronco estertor, mezclado al fatídico hipo de los agonizantes. Los pulmoncitos se alzaban como fuelles en el ansia de aire para mantener la vida que se escapaba.

Apareció en el umbral la figura de Víctor, completamente vestido; él no dormía tampoco.

—¡Dolores!

—¡Luz! ¡Luz! ¡Víctor! ¡Mi Rafael! ¡Mi hijo! ¡Se muere!… ¡Socorro! ¡Socorro!… ¡Yo no quiero que se muera mi hijo!

Con mano temblorosa, próximo a dejarlo caer, Víctor atizó el candil con las espabiladeras, quitando la pavesa, que enrareció más la atmósfera; le añadió aceite de la alcuza y lo colgó del clavo. La luz vacilante alumbró el doloroso grupo de la madre abrazada al niño moribundo.

—Víctor, aquí hay alguien… alguien ha entrado… Me quieren quitar a mi Rafael.

Él se acercó piadoso.

—Cálmate, Dolores.

—¡Víctor de mi alma!

Los dos esposos, unidos por el dolor, se aproximaron el uno al otro. El niño, con el delirio de la calentura y la excitación de la falta de aire, abría los ojos, agrandados en la cara pálida, y revolvía Lacia arriba las hermosas pupilas azules, en cuyo cristal se dibujaba la opaca vaguedad de la muerte.

—¡Víctor, se muere!

El estertor aumentaba flor momentos; Dolores y Víctor se sentían invadidos de la desesperación de la impotencia. ¿Que fuerza era aquella contra la que no podían luchar? Sus espíritus se volvían hacia lo sobrenatural pidiéndole ayuda, y todo parecía abandonarlos. ¿Era posible que existiera un Ser Supremo y no calmase su dolor? No; no es verdad que hay un Dios bueno y deja sufrir así a los inocentes.

De pronto una convulsión nerviosa agitó el cuerpo del niño, sus miembros se pusieron rígidos, la pupila azul se revolvió ocultándose en la órbita, y la criaturita quedó inmóvil.

—Víctor, no respira… ¡Se ha muerto!… ¡Me lo quitan!

—No, no —dijo él aterrorizado, al comprender la terrible verdad—; no… Mira… Está caliente…

El fuego de la calentura engañó a la infeliz.

—¡Es verdad!… ¡Ay!… No se morirá… ¡Mi hijo!… ¡Me volvería loca!…

—¡No digas tonterías! Mira, le vas a hacer daño… Dámelo… Lo acostaré en la cuna…

Y así diciendo, pretendía arrancar de los brazos de su mujer el cadáver de la criatura.

—¡No respira!…

—Es que descansa… Dámelo…

Cedió ella, sintiendo abrírsele el corazón en esperanza con la ternura de su marido. La amaba y amaba al niño. Cuando se pusiera bueno, ¡qué felices iban a ser!

Víctor cogió en brazos el cuerpecillo, que se enfriaba por momentos, y clavó una mirada recelosa en el rostro marmóreo y en los ojos entre abiertos. Parecía que el niño sonrió a la muerte libertadora. En aquella sonrisa había algo de Dolores. Un latido de amor agitó su pecho; de amor y remordimiento. ¡La criatura que le causaba tanto dolor, había de ser su hijo! ¿Cómo pudo creer las insidias de unas malas mujeres? ¡Se despreció como un miserable! ¡Cuánto había hecho sufrir a su mujer! ¿Cómo pudo odiar al pobre niño? En aquel instante daría toda su existencia por verlo sonreír a su beso, y tenderle los brazos balbuceando: «¡Papa! ¡Papa!».

Sin saber lo que hacia, empezó a arreglar las ropitas del muertecillo con cariñosa solicitud, y lo acunó en sus brazos. Después, sintiendo que el beso de amor, negado tanto tiempo, le quemaba los labios, aproximó amante la boca a la carita pálida, pero al contacto de la piel fría, sintió de nuevo el mordisco de la duda. Entonces, ciego, loco, sin; pensar el daño que iba a causar, se puso de pie, con el niño arrimado a su pecho, ansioso de poderlo amar sin recelo.

—Dolores… es preciso… Sábelo… ¡El niño está, muerto!…

—¿Qué dices?… ¡Víctor!… ¿He oído bien?… ¡Muerto!… ¡Muerto mi hijo!…

—Calla… oye… dime… en este momento… ¿Puedo besarlo?…

Cayó todo el peso de la terrible pregunta sobre el alma de la desdichada mujer, y en aquellos instantes de dolor y sinceridad, tuvo un grito supremo:

—¡No!… ¡Mátame!

—¡Maldición!

Las manos rudas del campesino rechazaron bruscamente de si el cuerpecillo inerte, arrojándolo contra la cuna. La cabecita rubia chocó con violencia en la madera, con el sonido fúnebre de una piedra contra la tabla de un ataúd.

Fue un berrido de leona, de angustia rabiosa al que respondió al rugido del odio. La madre, avasalladora, desmelenada, con los ojos brillantes, se abalanzó a recoger el cadáver, y apretándolo contra su seno, devoró la carita iris con besos candentes, hambrientos, mientras su cuerpo erguido y el relámpago de sus ojos, lanzaban un desafío al esposo:

—¡Infame!… ¡Es mi hijo!… ¿Sabes?… ¡Es mi hijo!…

En aquellas palabras se resumía todo. Hijo de su marido o de otro hombre cualquiera, amado o aborrecido, del rey o del verdugo, ¿qué más daba? Si; era carne de su carne, y sus entrañas palpitaron por él en el goce de un dolor inmenso…

Había tanta altivez, tanto dolor, tanta fiereza en la actitud de Dolores, que Víctor dejé escapar el puño de la faca que brillaba en su mano, y retrocedió confuso, tambaleándose, hasta tropezar con la pared. ¡Era el triunfo poderoso de la maternidad, siempre augusta!

Entonces brilló el alma de la esposa amante en una palabra de perdón, de revelación, de súplica.

—¡Te quiero… Víctor!… ¡Fue por ti!… ¡Por ti!…

Lo comprendió todo. Un sollozo levantó con fuerza el florón de vello de su pecho, alzándolo, como si el esternón fuese a desprenderse de la clavícula. Fue un sollozo hondo, doloroso, que salía de toda su carne y estremecía todos los nervios; el sollozo necesario para no ahogarse; y se dejó caer llorando convulsivamente contra las rodillas de su esposa.

Las gentes del cortijo, asustadas de los gritos, acudieron presurosas, a medio vestir, y al darse cuenta de lo que sucedía, se esforzaban por arrancar de los brazos de Dolores el cadáver de la criatura, que parecía no haber traído al mundo más que una misión de dolor; mientras ella, presa del delirio de la desesperación, de la locura, gritaba sin hacerles caso:

—¡Mi hijo!… ¡Mi hijo!… ¡No está muerto!… ¡No se pueden morir los hijos!… ¡Dios no quiere el mal!… ¡Hijo!… ¡Alma!… ¡Despierta!… ¡Despierta!…

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