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Los Inadaptados: II

Los Inadaptados
II
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Dedicatoria
  4. Unas palabras
  5. Primera parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
  6. Segunda parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
  7. Tercera parte
    1. I
    2. II
    3. III
  8. Autor
  9. Otros textos
  10. CoverPage

II

Se acabaron las tareas del verano. El mes de Septiembre, después de guardar los granos en los trojes y la paja en los almiares, ofrecía unos días de descanso antes de empezar la sementera. Era preciso aprovecharlos y dar nueve baños a las bestias para preservarlas del carbunclo.

Aquella tarde el aspecto del valle era animado y pintoresco, como si se celebrase una alegre romería. De todos los cortijos salían cabalgatas en dirección a la playa. Las burras y las yeguas, cuidadosamente enjaezadas con las enjalmas y las albardas nuevas, llevaban sobre sus aparejos los encajes de almohadas y cubrecamas y las vistosas mantas de borlas. Eran las cabalgaduras destinadas a conducir a las mujeres, que se vestían con los mantones de Manila y los trajes de los días festivos para ir al baño. Los hombres montaban en pelo sobre los traviesos mulos, y algunos llevaban a la grupa atrevidas muchachas, hermanas o no vías, las cuales se confiaban a su custodia.

Del cortijo de Víctor partió una de las más lucidas pandillas. Josefa, Petrilla y Dolores iban montadas en las dos borricas y la yegua; detrás de cada uno de los tres animales retozaban las potrillas de pocos meses, que obligaban a Antonio Diego a ir a pie para evitar que la juguetona embestida derrumbase a las jinetes. Los mozos del cortijo habían tenido que quedarse en la tinca. Septiembre es mes de lluvia y se hacía preciso tener bien encauzada la boquera para que, en caso de una avenida, no destrozase la hacienda. Víctor llevaba él solo los dos pares de mulas amarradas de reata al potro zaino que montaba. Sanas y bien plantadas, limpias y gordas, con las redondas aucas lucientes de manera que se podían contar monedas sobre ellas, aquel apero despertaba la envidia de todos los labradores del contorno.

Josefilla llevaba en brazos a Nicolasito, entretenido en fustigar a la bestia con una varilla, en la explosión de una alegría ruidosa, agitándose Como convulsionado en la falda de la pobre moza.

Dolores conducía al pequeño Rafaelito, vestido de blanco, con su aspecto elegante, delicado, su sonrisa dulce y la mirada profunda de los ojos azules, tan seria y reflexiva como si otro espíritu se asomase por sus pupilas.

En el cruce de los caminos, junto al lindero del cortijo, les aguardaban otras cabalgatas y gran número de peatones. Durante los días destinados al baño de las bestias, todas las tardes se reunían en aquel pedazo de terreno realengo, en medio del cual se abría la cuadrada boca de la abandonada noria de Cardona, casi todos los aperos del lugar, las familias enteras aprovechaban la ocasión de ir a la playa a bañarse. Bien pronto se mezclaron todas las cabalgaduras en medio de un alegre coro de risas y algazara. Los pares que durante la trilla habían trabajado juntos, tendían a unirse, restregándose unos contra otros, con grave riesgo de los jinetes. Los hombres que llevaban alguna muchacha a la grupa de su montura, pretendían asustarla espoleando con grandes taconazos a los animales para que salieran al galopo; otros descargaban fuertes zurriagazos sobre las monturas de sus compañeros, haciéndolas respingar y poner a los jinetes en peligro de caerse; las recuas, libres de carga, trotaban airosamente entre nubes de polvo, y los pollinillos y potrancos triscaban, lanzaban pares de coces al aire y se precipitaban bajo las madres en busca de un chupetón de la ubre o de la caricia de un restregón amoroso, que hacía chillar asustadas a las mujeres.

Estaban allí los parientes de Víctor, todos los moradores del barranco: la tía Aurora, encaramada en la torre de almohadones sobre las jamugas verdes rematadas en bolas rojas; las Largas; la familia de Dolores y los labradores de los Tollos y de Montano. El Capuzo, montado en una hermosa mula, fingía con la garganta los acordes de la guitarra, a cuyo acompañamiento entonaba el Pelao con voz llena y potente la triste elegía de una malagueña, llena de toda la dulce languidez cadenciosa del alma añorante de la árabe Andalucía.

Cerca del castillo del llano se unieron a la comitiva los cortijeros de las otras fincas, y con la alegría de la vista del mar verde y la influencia del oxígeno al penetrar a oleadas en los pulmones, aumentaron las risas y las voces; la gente joven espoleó las mulas y no tardaron en perderse a lo lejos entre una nube de polvo.

Las cabalgaduras de las mujeres se quedaban detrás, con su paso lento, entablándose conversaciones de unas a otras y con las gentes de a pie.

Iban en la pandilla el viejo tío Matías, cuya cabeza no aguantaba el traqueteo de las monturas, siempre conversador y sentencioso, moviendo el dedo índice al compás de sus palabras como si fuese una batuta; Rosendo el pescador, de cutis rosado, barba rubia y ojos opalinos como un hijo del Norte; las mozuelas del Estanquillo; las mujeres de los carabineros con sus chiquillos en brazos, y las aborrecidas Píntás. La ciega y la muchacha pequeña marchaban detrás de la pollina en que iba montada la madre. Rosilla había subido a la grupa del mulo que conducía Ceferino, uno de los mozos de más fama, por bailador y rumboso. Se oía a lo lejos su risa entre la algazara de la vanguardia.

Cuando llegaron a la arena fue preciso desmontar, para aliviar de su carga a las bestias; los hombres les quitaron los aparejos con precaución. Algunas venían sudando de la carrera, y era menester que se refrescaran antes de entrar en el agua.

La playa no estaba sola; en el centro un cordón de pescadores de Carboneras, vestidos con calzones rojos y amarillos, tiraban encorvados de la enorme maroma que iban enrollando en forma de cubo al extremo del arenal, para sacar la jabeca. Aun tardaría el copo, pues la barca permanecía lejos de la orilla, y las boyas de piel de cabra, hinchadas de aire, se mecían sobre el lomo de las olas como monstruos marinos.

Era una tarde tranquila, serena; el agua se estremecía apenas con el suave beso de una delicada orla de nácar en el borde de su manto verde; las arenas, calcinadas por la fuerza del sol, tenían reflejos de plata, y el cielo, sin nubes, se confundía a lo lejos con el tono suave del mar. Algunas gaviotas cruzaban, con sus irregulares vuelos, sobre las ondas, y en las lastras del castillo, una bandada de palomas torcaces fingía un plantel de lirios azules. Las palomas eran una nota característica de Rodalquilar. Sin duda habían sido transportadas allí en tiempo inmemorial por algún buque que venía del Adriático. Eran hermanas del pueblo alado que habita en las cúpulas bizantinas de San Marcos, tendiendo sus alas como genios protectores por la ciudad de los Dux. Pequeñitas, con el collar tornasolado como las vénetas, su suerte era bien distinta; nadie se cuidaba de ofrecerles el alimento, que ellas sabían buscar en los cerros o en apartadas tierras de labor, recelosas de la proximidad de los hombres. Si no las habían exterminado ya, era gracias al instinto con que supieran construir sus nidos entre las estalactitas de la cúpula de una cueva marina, al Norte del castillo. No se podía llegar allí más que por mar; las paredes eran tan lisas y la altura de la bóveda tan grande, que se hacía imposible llegar a ella ni aun con la estratagema de subirse en el palo de un bergantín, como hacían los marineros para coger espuertas de huevos de gaviota en lo alto del risco de la Polacra. Sin embargo, los señoritos que iban con don Manuel al valle habían encontrado el medio de cazarlas. Entraban con pequeñas barcas dentro de la cueva, y cuando sus gritos y palmadas les hacían dejar los nidos, disparábanles al vuelo desde la lancha o desde las rocas próximas a la puerta. Era un espectáculo triste verlas caer heridas en el agua, levantando un ala blanca en forma de vela latina para no sumergirse, o flotar muertas entre las olas. Allí, con el remar suave, las alcanzaba la mano del cazador, sin compadecerse de los pequeños pichoneillos de blanco plumón, que sacaban las peladas cabezas por entré los picachos de la roca, con el piar asustado de sus rajados y amarillos picos.

Hacia aquella parte, al amparo del promontorio de rocas del castillo, se agruparon las mujeres y los chicuelos. Los hombres se bañarían con los animales al otro extremo, antes de llegar a las lastras de los Cocones y del Cerrico del Romero, lugar de más fondo y siempre lleno de lijo. Todas las mujeres se bañaban juntas; muchas se entraban en el agua completamente desnudas, tapándose el pecho y la delantera con las manos, en el gesto natural y la bella curvatura de la Venus de Arlés. Algunas iban envueltas en finas camisas blancas, que se pegaban a su cuerpo, dejando adivinar la forma y los matices de la carne, más encantadores con aquel lienzo blanco, que se asemejaba a los transparentes velos de mármol de las estatuas del Partenón. Dé las bocas frescas se escapaban gritos de placer, arrancados por la impresión del agua fría y la plenitud de vida de aquel aire tónico y salino. Los chicos pequeños chillaban chapoteando con un instintivo temor cristiano al agua y la limpieza; y las madres, de pie, para sumergirlos en el borde de la ola, se veían obligadas a salir varias veces para llevarlos a las criadas y a las mujeres de edad encargadas de vestirlos. Seguíanlas los hombres con su penetrante mirada de campesinos, capaz de distinguir todos los detalles a pesar de la distancia. Ya dentro del agua, unas formaban corros para continuar cogidas de las manos sus interrumpidas conversaciones; otras frotaban con deleite sus cuerpos, más blancos y bellos entre el contorno de la ola, y algunas corrían persiguiéndose, gritando y chapoteando con la mano abierta en la superficie del agua, para hacerla saltar en cegadores remolinos de espuma. Varias, separándose del grupo y protegidas por el manto del mar, que no dejaba ver más que sus cabezas de ondinas, se dirigían, andando trabajosamente para cortar el agua, hacia el sitio en que los hombres espoleaban a las cabalgaduras y las hacían entrar en el baño.

Las bestias rebeldes no obedecían al castigo; se las veía dar coces, respingos, botes; correr y caracolear y hasta echarse al suelo contra la arena. Los jinetes tenían, como último recurso, que tomarlas del ronzal y entrar delante de ellas en el agua. Solamente los que presumían de domadores se obstinaban en obligarlas, demostrando su serenidad y bravura. Víctor era de esos, y Dolores se aproximó de las primeras al baño de los hombree, deseosa de verlo domar los indómitos brutos; sereno, inconmovible, clavado como un centauro sobre el lomo del airoso y engollado potro zaino, resistiendo los botes de carnero y las marrullerías de las bestias. Este día entraba él solo con toda la recua. Su mujer, que se había acercado cuanto le fue posible con el estorbo de las cuerdas de la jabeca, lo contemplaba orgullosa de su fuerza. Completamente desnudo sobre el caballo, su cuerpo enjuto, moreno y velloso, formaba una línea armónica con la elegante silueta de la cabalgadura. Distinguía el rostro moreno, sano, con las espesas y finas cejas abriéndose sobre la nariz, cuya línea pura daba expresión de franqueza a las facciones. Contemplaba la frente de noble curvatura, el revuelto mar de cabellos en ondas mal cortadas; brillaban los ojos negrísimos, vivos, apasionados o melancólicos, pero siempre parlanchines. La boca fresca y sensual, como estuche de besos, dejaba ver con su abierta risa los dientes blancos y unidos, algo carniceros, como de lobezno joven, y la mandíbula inferior, fuerte, grande, con la barba en cuadro, acusaba pasiones vehementes y salvajes que pueden llegar al éxtasis en el amor y al crimen en el odio y la venganza. El sol se había ocultado y las nubes del Poniente iluminaban las aguas con reflejos de sangre, mientras que por Levante iba cayendo sobre el mar un cendal de sombras, rajado en desgarrones de fuego. Sintió deseos de enviarle un beso en el aire y una caricia entre las olas; pero la impresión triste que la dominaba le oprimía el corazón. Víctor estaba siempre sombrío, silencioso, lejos de ella. La atormentaba la duda de si sospecharía algo de su secreto y sentía impulsos de rodearlo con sus brazos y desvanecer las tinieblas de su alma con la luz de sus caricias. Pero ¿y sí no era eso?… ¡Si quisiera a otra mujer!… Aquel pensamiento le causaba impresión tan penosa como el dolor de una quemadura en el pecho. Su amor propio de mujer despertaba tiránico… anteponiéndose a todo. Ella no podría besar los labios que se hubieran posado en otra boca.

Cuando se hallaba más abstraída oyó un rumor cerca de ella. La Pintá se acercaba por la orilla, con todo el cuerpo fuera del agua, tapada apenas con la fina camisa, sin curarse de que la vieran. Unos celos salvajes imperaron en Dolores; sin reflexionar, se alzó, corrió hacia tierra, y enfrontándose con la Pintá, rugió colérica y descompuesta:

—¿Tú?… ¡Tú!… ¿Qué vienes a hacer aquí?

La sonrisa desvergonzada de Rosilla y su mirada lúbrica lucían como una mueca en la cara llena de costurones y en los ojos sin pestañas.

—¡Vaya una preciosidad! ¡La sinvergüenza!, —silbó Dolores—. ¡A ver a los hombres! ¿Verdad? ¡Porque las mujeres te dejamos vivir… pero se acabó!…

La Pintá quiso huir; mas la camisa liada a sus piernas le Impedía moverse. Dolores dio un salto y sus manos nervudas se cogieron a la cabellera de Rosilla, zamarreándola con fuerza hasta zambullirla en el agua.

Un chillido estridente escapado del pecho de la Pintá desgarró el aire, mientras se agarraba desesperada a Dolores, intentando echarle la zancadilla.

Más vigorosa que la Pintá, Dolores permanecía inconmovible, reteniéndola bajo la ola, sin compadecerse de la agonía que la obligaba a agitar brazos y piernas desesperada y hacía saltar las aguas en un hervidero de espumas y de burbujas de aire.

Algunas mujeres oyeron el grito y corrieron detrás de Rosa en auxilio de su hija. Los momentos eran siglos; el agua les impedía moverse con ligereza; si tardaban sólo encontrarían un cadáver, Asustadas las infelices, lanzaban inútiles y desesperadas voces de socorro.

El primero en llegar fue Víctor, mientras el caballo y las mulas abandonadas huyeron tierra adentro. Él, de un salto, llegó cerca de Dolores. Tuvo que luchar con ella para arrebatarle su presa. Parecía haberse convertido en una estatuado acero. Su mano agarrotada permanecía hundida en la cabellera de Rosilla que, desvanecida por la asfixia, ya no le oponía resistencia.

Los recién llegados rodearon el grupo; la Pintá parecía muerta con el rostro congestionado y la cabeza caída. Su madre, con instinto de fiera, antes de acercarse a la bija se lanzó como un basilisco sobre Dolores, que extenuada por el esfuerzo nervioso, no parecía darse cuenta de lo que pasaba, y la cogió de los hombros, buscando la garganta. Fue una lucha breve. Víctor escudó a su mujer con el cuerpo, dispuesto a defenderla contra todos. Estuviera mal o bien lo que hiciera Dolores, su cariño la absolvía de antemano.

La Pintá se revolvió furiosa al ver que le arrebataban la venganza.

—¡Eso es!… ¡Ven a defenderla!… ¡Bragazas!… ¡Cabrito!…

—¡Víbora! —Y ciego de ira se precipitó sobre la vieja—. ¡Te voy a ahogar!

Dolores no se movió; altiva, triunfadora, ufana con la protección de su marido, miraba indiferente el grupo de hombres y mujeres, que sin hacer caso de en desnudez conducían a Rosilla, que empezaba a volver en sí, hacia el lugar donde estaban los jabecotes.

—¡Cobarde!, —aulló Rosa pretendiendo huir de Víctor—. ¡Cabrito! ¡Sí, cabrito!

Al sentir la mano que la asía del bañador con zarpazo de garra, hizo un esfuerzo supremo, y echando hacia atrás la cabeza reunió la energía que le restaba para añadir:

—Mírale la cara a tu hijo Rafael y sabrás quién es el padre…

Se aflojaron los nervios de Víctor y dejó escapar su presa.

—¡Maldita!… ¡Maldita! —prorrumpió Dolores sintiendo recorrer su cuerpo un calofrío de terror que le helaba la sangre.

Después, olvidándose de la mujer que huía, se acercó a su marido, le rodeó el cuello con sus redondos brazos y murmuró tierna:

—¡Víctor… Víctor de mi alma!

Él la apartó dulcemente, sin mirarla, y se pasó la mano llena de agua por la frente, murmurando:

—¡Ah! ¡Si fuera verdad!… ¡Es preciso ser hombre!…

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